La casa de la crítica

Mar 27 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2656 Views • No hay comentarios en La casa de la crítica

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A lo largo de estas páginas, el referente de la crítica literaria en México muestra parte de su evolución como atento lector de nuestras letras, virtud con la que trasciende el género periodístico para polemizar desde el más exigente ejercicio ensayístico

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POR MALVA FLORES
Me alegra mucho estar hoy aquí, con Christopher Domínguez Michael y con quienes amablemente nos ven a través de la pantalla, porque aún les interesa la literatura y la conversación sobre ella: es decir la crítica literaria. Y estoy contenta, también, porque estoy en mi casa y eso impedirá que Christopher pueda darme una pequeña patada bajo la mesa para que no diga barbaridades. Esto último, por supuesto, es una broma porque Domínguez Michael nunca tira el golpe y esconde la mano o, en este hipotético caso, el pie.

 

En “Tiempo escrito”, un artículo incluido en el volumen que hoy presentamos, nos dice lo siguiente: “No soy ajeno al demonio de la envidia. Pero cuando publica un escritor de mi generación, al que mucho debo como lector […], siento una alegría no por previsible menos difícil de expresar”. Me ocurre lo mismo y espero salir bien librada pues, hace apenas dos semanas, el autor de estos Ensayos reunidos (El Colegio Nacional, 2020), lamentaba en la prensa que el mismo escritor del que habló en aquel artículo, José María Espinasa, lanzara el canon, escondiera la mano y se negara “a ejercer las funciones judiciarias de la crítica”. Voy a decir sin empacho que, de las varias facetas de nuestro crítico mayor, la que más disfruto es cuando Domínguez Michael ejerce, como nadie, esa que se vuelve penosa función para quien es criticado, pero también emocionante para quienes lo leemos.

 

El talante de nuestro autor es el del polemista pero sobre todo el del irrenunciable y amoroso lector de nuestra literatura, porque se necesita una disposición de carácter amoroso para leer tantos libros: buenos y malos; de amigos y enemigos; de jóvenes desconocidos o autores consagrados, pero también —y esto es lo más asombroso— para escribir sobre ellos cada semana desde hace cuarenta años, con la indeclinable convicción de que algo hallará, algo que valga la pena conversar o discutir. No existe, vivo, otro crítico literario mexicano que haya perseverado en tal pasión de esta manera.

 

Por varias razones de las que sólo contaré dos, Domínguez Michael ha sido una especie de raro talismán en mi vida, sin que él lo haya sabido. Después de recorrer varios suplementos, escribir muchas reseñas y a punto de desistir, compré un libro de alguien que me parecía una persona conocida —mi ignorancia era catedralicia— y cuyo título me encantó: La utopía de la hospitalidad. Me había jurado que sería el último intento para convertirme en “crítica literaria” y, milagrosamente, lo publicaron en La Jornada Semanal. Por suerte, no recuerdo qué escribí, pero sí lo que me sugirió el título: la literatura podía llegar a ser una casa. Sé que resulta absurdo pero algo así pensé y no he vuelto a leer el libro porque no quiero perder la emoción que me produce esa idea. Aprovecho para pedir a Domínguez Michael indulgencia por aquella lectura, seguramente errónea, pero que me salvó de la vida de “sólo poeta”, que no me parecía, ni me parece aún, simpática.

 

A pesar de que La utopía de la hospitalidad fue publicado en 1993, no está incluido en este primer tomo de las obras de Domínguez Michael que el Colegio Nacional publica en una edición preciosa y que reúne materiales dispersos o descatalogados, escritos entre 1984 y 1998. El autor explica que aparecerá en el segundo tomo, pues éste está consagrado a la literatura mexicana y La utopía… habla de otras literaturas. Aquí leemos los prólogos que escribió para la ya inencontrable Antología de la narrativa mexicana del siglo XX; el “Breve repaso a las letras contemporáneas de México (1955-1993)”, otros tres ensayos sobre literatura y política y el libro que más he disfrutado de Domínguez Michael: Servidumbre y grandeza de la vida literaria que incluye el fabuloso “Elogio y vituperio del arte de la crítica”.

 

Tengo que hacer otra confesión: nunca tuve la antología de la narrativa mexicana. Leo entonces estas páginas como algo totalmente nuevo. Viéndolo en retrospectiva, estos prólogos son el primer ensayo del canon que Domínguez Michael ha venido construyendo desde entonces. Es, naturalmente, un canon público (porque todos tenemos uno privado —aunque no lo digamos, pues ahora está muy mal visto creer en el canon—. A ese canon privado, por cierto, Domínguez Michael lo llama “repertorio crítico personal”). Como siempre sucede en estos casos, me asombra la inclusión de algunos escritores, pero lo que en verdad me emociona es la construcción de una Historia. En V Libros vemos pasar el recuento de nuestras obsesiones literarias pero también políticas y estéticas. Guerras, batallas, héroes, resistencias, vanguardias y sitios de esparcimiento pasan ante nuestros ojos en esta geografía de nuestro espíritu narrativo. El mismo Domínguez Michael reconoce que se trata de una antología muy democrática pues aparecen más de una centena de escritores, varios de los cuales no conozco y a otros, que sí conozco, no los hubiera incluido.

 

No dejo de pensar que se debe sentir muy raro leer nuestros primeros textos publicados. Pese a la malquerencia que lo acompaña desde que me acuerdo, nuestro crítico siempre ha denunciado a los farsantes y me parece admirable el valor de volver a publicar textos que hoy —en el auge de la cultura de la cancelación— difícilmente serían recogidos por otro que no fuera él. Yo lo agradezco, porque creo que debemos combatir los horrores que hemos hecho con la cultura y que Domínguez Michael veía venir desde el siglo pasado. Así, por ejemplo, en 1995 nos advirtió que la proliferación de mexicanistas en las universidades gringas provocaba “la producción en masa de monografías anodinas, asombrosas por su aldeanismo y notables por su desconocimiento de la cultura universal, hispánica y mexicana, ortodoxamente enclavadas en algún modelo teórico que, aplicado como receta de cocina a cualquier escritor mexicano, nos hace pensar que la desaparición del intelectual humanista en Estados Unidos tiene consecuencias nefastas para los estudios de la literatura mexicana en ese país”. Hoy, esas nefastas consecuencias nos han invadido también acá.

 

En ese mismo tenor, leo un artículo que me hizo reír muchísimo en 1998 y cuyas consecuencias —no del artículo, sino de lo que critica— hoy deploro largamente. Se llama “No todos somos Frida Kahlo” y está incluido en Servidumbre y grandeza de la vida literaria. A partir de la lectura del libro de Robert Hugues, La cultura de la queja, Domínguez Michael nos advertía entonces de los “casos de extravío” que ocurrían en “el universo multiculturalista de lo políticamente correcto”. Cuando lo leí —en un mundo que hoy parece ya perdido— me asombró que algo como lo que narraba pudiera de veras ocurrir. Lo que en el fondo nos decía es que pusiéramos nuestras barbas a remojar, pero no las pusimos. Hoy se agrupa a las personas en un metafórico corralito demarcado por los accidentes de la genética o la geografía y no por las obras y actos producto de nuestra voluntad. Pronto viviremos confinados en reservas, mirando con recelo al habitante de la cueva cercana. Descreo, pues, de ese bondadoso racismo con birrete y celebro que Domínguez Michael insista en mostrar a los farsantes. Ese desnudamiento se logra desde lo que llamamos creación pero también desde la crítica, que es para mí —y sé que él, llevado de la mano del Tomás Segovia de Poética y profética, ya no está de acuerdo con ello— otra de las ramas de la creación.

 

Apenas en febrero pasado, en su conferencia sobre Oscar Wilde, Domínguez Michael recordó que George Steiner creía en la servidumbre de la crítica a la creación, esa presencia real. Steiner también dijo que si el crítico literario era honrado consigo mismo, sabía que sus juicios no poseían validez duradera. Pero, aclaró, “Sólo una cosa puede dar a su obra la medida de la permanencia: la fuerza o la belleza de su estilo. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura”.

 

Yo creo en esto como si fuera la Biblia y creo, también, que Domínguez Michael ha dedicado su vida a ese empeño. En el que sigo considerando maravilloso manual para críticos literarios, el ya mencionado “Elogio y vituperio del arte de la crítica”, Domínguez Michael alega por una crítica “libre de castigo, capaz de medrar lejos del sentimentalismo estético y de la corrección política.” Entonces exigía “la soberanía para el crítico, su reconocimiento como igual entre pares, sin someterlo a la vigilancia provocada por su condición de no ser poeta o novelista”. Aprendí bien la lección pues yo sí creo que un crítico, un buen crítico naturalmente, es un creador. La clave está en el estilo, por supuesto, pero también en la libertad y amplitud con la que ejerce su herramienta: el lenguaje.

 

Hoy, nuestro autor ya no suscribe por completo esas palabras que a mí me encantan, pero con frecuencia nos recuerda que la moral del escritor supone un apasionado compromiso con el lenguaje. Esto parece verdad de perogrullo, pero en estos tiempos aciagos para la escritura, nos dan gato por liebre a la menor provocación. Para ubicar las coordenadas que definen a Domínguez Michael, también es necesario recordar las palabras que dijo Paz hace muchos años en su polémica con Monsiváis, en el sentido de que la responsabilidad del escritor “es mayor con su conciencia que con sus creencias, su patria, su iglesia o su partido”.

 

A nadie extrañará que haya salido a cuenta Paz, pero me ocurrió algo muy curioso. El primero de los ensayos reunidos en este volumen se llama “Sobre la situación moral que el joven escritor mexicano ocupa actualmente”. Por un defecto profesional, de inmediato pensé en el que Paz reconoce como primero de sus textos dignos de ser incluidos en sus Obras Completas y que se llama “Ética del artista”. Entonces Paz tenía diecisiete años. Domínguez Michael, veintidós cuando escribió este ensayo en 1984, y ya en aquella lejana fecha, el crítico en ciernes hacía un llamado para que los escritores jóvenes tuvieran una cultura literaria más rica e intentaran ser, así lo dice aquel joven, grandes escritores. “Y es que, claro —abunda al final de su ensayo—, la apuesta es mortal: más vale mantenerse como un buen escritor mediocre que fracasar ruidosamente en el intento”. Cabría preguntarnos, a la vista de lo que pasó en la literatura mexicana entre 1984 y hoy, ¿quién ganó esa apuesta?

 

Pero vuelvo al asunto del primer ensayo que se incluye en unas obras reunidas. El vicioso animal hemerográfico que se apodera de mí, hace su aparición. Ahora sabemos que el primer ensayo de Paz no fue “Ética del artista”. Busco en los diccionarios y encuentro que, efectivamente, tampoco éste es el primero de Domínguez Michael, que debutó en 1981 con un artículo en la revista de la UAM, Territorios, y cuyo título fue “Un fantasma recorre el PCM”. El diccionario de Aurora Ocampo consigna otros artículos de carácter político en El Machete y En la brecha ese mismo año, hasta que, al año siguiente, aparece ya como crítico literario en el Unomásuno, tal y como apunta en el prólogo de estos Ensayos reunidos. Así, el gesto de iniciar la reunión de sus obras con un texto que alude a la moral del escritor, me parece un atinado reconocimiento de sus propios trabajos y obsesiones.

 

Hace algunas semanas discutí con una colega sobre lo que era un crítico literario. Le molestó, o eso pensé, que le dijera que la función de la crítica literaria era, entre otras, pero esencial, la de emitir un juicio, cosa que Domínguez Michael deja en claro cada vez que escribe y cuya argumentación y genealogía puede leerse en su discurso de ingreso al Colegio Nacional, llamado justamente “¿Qué es un crítico literario?” Allí aclara: “Nos gusta pasar como forajidos, eunucos o alimañas. Concebir la crítica como una patología es útil para balancear su otra naturaleza, ese carácter judicial (juzgar y diferenciar a la buena de la mala literatura) y apostólico (llevar al “rebaño” de los lectores hacia algún ideal estético) que la coloca como aspirante a la regencia del gusto literario de cada época”.

 

Mi colega me dijo que emitir un juicio no era función sustantiva de la crítica literaria. No quise discutir porque hace mucho entendí que hay zonas oscuras de la vida académica donde no debo entrar, pues tengo la batalla perdida. También, que existen distintas familias y casas en la amplia avenida de la crítica literaria.

 

En 2017 —en una polémica, para mí memorable—, Domínguez Michael dijo que el uso del plural se ganaba y que él se había ganado el derecho “de hablar en nombre de algunas familias de nuestra literatura”. También dijo que era un crítico autoritario, pero que la autoridad del crítico dependía únicamente de la libertad del lector: “Nadie está obligado ni siquiera por una orden de los profesores universitarios, a leer a Domínguez Michael”. Yo, que soy una profesora universitaria, lo leo y recomiendo a mis estudiantes, lo que no significa que siempre esté de acuerdo con él: me asombra, por ejemplo, que Bolaño le parezca un gran autor, al que leí por su culpa; me irrita que lea y aplauda a poetas que detesto (aunque reconozco que en esa ira sólo interviene mi bilis personal); disiento de algunas de sus opiniones sobre Paz y como yo sí creo que todo tiempo pasado fue mejor, no comparto su optimismo en el futuro.

 

Paradójicamente, ese optimismo del que descreo me ha dado esperanza y ahora voy a contarles, a manera de despedida, el segundo momento en que la figura del crítico se ha vuelto esencial en mi vida cotidiana.

 

Durante esta ya larga, dolorosa pandemia, cada quince días o un mes, me he asomado de puntitas a la casa de Christopher. Siempre se encuentra donde lo vemos hoy, rodeado de libros, en una semipenumbra acogedora, hablándole a una pantalla, pero también, o eso he sentido, hablándole al desconocido escucha, es decir, a mí y al resto de los virtuales asistentes: ese “nosotros” al que pertenezco, el de los lectores. Durante esas horas he olvidado mi miedo, la angustia que me provoca el porvenir, la certeza absurda de que ya se acabó todo. He sentido lo mismo al recorrer las páginas de este libro y entonces comprendo: la crítica es una casa literaria libre, apasionada pero siempre hospitalaria, que nos invita a quedarnos en ella para siempre.

 

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