Mandón

Oct 9 • destacamos, Ficciones, principales • 3795 Views • No hay comentarios en Mandón

 

Este cuento, escrito por Abdulrazak Gurnah, fue publicado en el libro Todos cuentan: narrativa africana contemporánea (1960-2003), editado en 2012 por la Dirección de Literatura, UNAM, Serie Antologías, y coordinado por Charlotte Broad, a quienes agradecemos el permiso por la reproducción del texto

 

POR ABDULRAZAK GURNAH  
Hace mucho tiempo fue aquello, sentado en el muelle cubierto de percebes, columpiando las piernas en el aire. El muelle Princesa Margarita en las largas sombras de la tarde, mirando el mar debajo de nosotros haciendo espuma con brazos y piernas y pelando los dientes. Un largo cuento le conté, sofisticado y sabio, un entramado de mentiras. Le conté que un hombre se había parado junto al mar a mear y que la meada seguía y seguía sin fin. Como una lengua de longitud infinita, toda enrollada en las entrañas de un hombre. En el muelle Princesa Margarita vimos a Ferej tragarse el agua como un tiburón. El agua estaba picada y refulgente el día que ganó el campeonato interescolar. En el muelle Princesa Margarita, tras un día de 1956 en que la buena princesa puso pie en nuestras humildes tierras. Del otro lado había cuatro cañones, remachados al concreto y mirando al mar. Petardos ceremoniales para dar la bienvenida a la princesa.

 

La carta había llegado esa mañana, un papelucho sucio que acabó con mi paz autoimpuesta. El nombre de Karim estaba escrito claramente al reverso del recibo del correo aéreo, y todo el espacio sobrante estaba lleno de mensajes de FELIZ AÑO NUEVO escritos a mano.

 

 

31 de diciembre de 1973

Querido Haji:
(O Peregrino de la Tierra Prometida)
Estoy sentado en nuestra oficina, o para ser más precisos, en nuestra bodega; me entretiene el sonido de las aserradoras, cepilladoras, lijadoras y perforadoras. Junto con el golpeteo rítmico de los martillos sobre los clavos, todo esto se combina para formar una obra maestra única en los últimos minutos del año. La atmósfera que prevalece no tiene nada que ver con que te escriba; es sólo para comunicarte que actualmente tengo un contrato con un cíclope de nombre Rahman, cuya cueva es este Taller de Carpintería. Supongo que te sorprenderá saber que también vivo en concubinato con su hija.

 

También te sorprenderá saber que hoy estoy celebrando mi primer aniversario de “A occidente, muchacho”. Son sólo 25 kilómetros al occidente, pero ya sabes cuán grande es esa distancia en realidad. Hace exactamente un año, una tarde de domingo, yo y otros amantes de la libertad nos preparábamos para ponernos en marcha y seguir a ese gran genio, amo y generador de electricidad, organizador y guía de nuestra expedición, el Capitán General Jabir Dumas (también conocido como Hamlet de fama ST9). Aquí entre nos, me enteré de la identidad de autor intelectual demasiado tarde como para arrepentirme, justo cuando estaban izando la vela, de hecho. Pero antes de que pudiéramos ofrecer un sentido adiós a nuestra patria querida, por siempre frondosa y verde, nos atajó un centinela navegante. Tuvimos que darle un buen soborno para arreglar las cosas. Tuvimos un viaje peligroso, durante el cual nos quedó claro que nuestro Hamlet no sabía distinguir entre el sur y un serrucho. Sin embargo, atracamos en una isla que resultó estar a cerca de 90 kilómetros al norte de nuestro destino. Una vez que atracamos, el viaje fue tranquilo y fácil, y puedo afirmar con satisfacción que llegamos aquí cansados pero de una pieza. En esto quedó la forzada aventura.

 

¿Qué te has hecho en el último año? Tu silencio parece acentuarse con el tiempo. Tu última carta tenía sólo una línea y ni siquiera la entendí. ¿Todavía estás trabajando o ya conseguiste lugar en la universidad? Escríbeme y dime cómo te va, mano. Quiero que me cuentes de todas esas mujeres que te traen ocupado. Mándame una foto si puedes. Quiero ver si ya engordaste más.

 

Yo he seguido mis estudios en la escuela nocturna. Cuesta muchísimo trabajo regresar del molino e irse derecho a la facultad. Como podrás imaginarte, no me está yendo muy bien. Tengo que ir todas las tardes. Empiezo a trabajar a la siete de la mañana, lo que no me deja mucho tiempo para estudiar en casa. De todas maneras, quien no arriesga…Me he interesado mucho en la poesía de los simbolistas franceses, pero como sabrás, no es fácil conseguir libros acá. Si ves algo relacionado con el tema, te agradecería mucho que me lo mandaras. Reembolso con paloma mensajera. ¿Sabes qué? Extraño aquellas conversaciones nuestras. Aquí no hay nadie con quién hablar, por lo menos de cosas serias. La gente nada más quiere hablar de los que atrapan desviando los fondos del gobierno.

 

Muchos cuates de por allá ahora están aquí. A Hassan lo agarraron queriendo escaparse con una muchacha de Goa en una ngarawa. Los detuvieron unos cuantos días y luego los soltaron, nadie sabe por qué. Hassan de alguna manera se las arregló para encontrar otra forma de escapar y ahora también está aquí. El Abogado se fue a una universidad de Boston para estudiar Química Internacional. No me preguntes, eso me dijo. Hace poco conocí a su hermano y me dijo que a nuestro Abogado le paga hartos dólares el gobierno norteamericano, que además le paga la colegiatura. Por eso también estoy pensando en hacerle una solicitud al Tío Sam.

 

¿Te la pasaste bien en Navidad? Aquí estuvo muy tranquilo, aunque Bachu se emborrachó y comenzó a decirle lelo a nuestro líder de la isla. Al pobre tipo lo corrieron de su oficina por decirle burro a su jefe. Por cierto, ¿te acuerdas de la hermana Amina Marehemu Rashid? Tenía como diez años cuando te fuiste. Ahora es prostituta. Ya no tengo espacio. Escribe pronto y no olvides la foto. Saludos de los cuates.

Con cariño,
Karim.

 

 

Jubiloso recuento de fechorías pasadas. Hubo una época… pero le dimos fin con un egoísmo desidioso. Ahora un tonto con poco estilo puede burlarse de tu hermana. Quiere que le mande libros de los simbolistas franceses porque no los puede conseguir allá. Te perdiste de lo peor, Rashid. Te perdiste de lo peor. Mandón mío. Tu hermana aparece como una nota al pie y ni una lágrima derramada por ella. Tú también, tú y yo, los dos hubiéramos visto que un vecino se hacía pordiosero y que vendía a su hijo por carne de tiburón. Y también nos hubiéramos reído. Lo único que nos enseñaron fue cómo ser humildes mientras ellos nos trataban sin ningún miramiento. Tú y yo, los dos teníamos algo… en este lugar frío y con frecuencia hostil me acuerdo mucho de ti. Fue una mañana de diciembre la primera vez que lloré por ti. Pero por entonces esta tierra despiadada había convertido tu sangre en polvo.

 

Era una calurosa mañana de diciembre, terriblemente seca y calurosa. Fuimos a pedir prestado un bote para ir a navegar porque estábamos aburridos de las vacaciones y sin nada que hacer. Él se fue por un lado y yo me fui por otro. Él consiguió un bote, yo no.

 

“Les habla su capitán”, dijo, asumiendo el mando.

 

Cuando vio que yo no le iba a discutir, sugirió que consiguiéramos a alguien más para que fuera con nosotros. En ese mismo momento un tipo llamado Yunis se apareció y nosotros nos abalanzamos a la batanga y la empujamos antes de que pudiera llegar a decirnos algo. A Yunis le apodaban Cable porque era muy obvio que tenía los cables cruzados. Era bastante inofensivo, pero había dejado que esa idiotez suya se le fuera por la cabeza. Sintiéndome un poco culpable lo vi parado en Ras Matengo mirando en dirección nuestra. Tal vez estaba acostumbrado a que la gente huyera de él.

 

Antes de que yo conociera bien a Rashid, Cable y yo pasábamos mucho tiempo juntos. Me contaba sus locos proyectos y yo le contaba los míos. Iba a construir un barco para navegarlo él mismo. Poseía varios manuales sobre construcción de barcos y navegación. Los de la oficina de control de navegación lo conocían bien y le decían capitán para darle gusto. Cable nunca parecía escuchar cuando le hablábamos y hasta los niños más pequeños lo molestaban. Una vez vi a un niñito de seis años meándole en la boca cuando estaba acostado bajo la sombra de un árbol. Sin decirle una palabra, Cable se levantó y se fue. Los adultos que lo estaban viendo se rieron y le dieron al niño unas palmadas en la espalda. He visto a Cable caminar junto a un grupo de muchachos sacando espuma por la boca del miedo. Pero en la arboleda junto al muelle, muy poca gente nos molestaba. Hicimos un club nosotros dos. En realidad era un campo de prisioneros de guerra. Yo era mayor y él, por supuesto, capitán. Yo le presumía lo bien que me iba en la escuela y él me contaba mentiras sobre las propiedades de su padre en la India.

 

Su padre vivía en una de las casas que mi padre tenía. Se suponía que era una tienda y parece ser que en algún momento fue una tienda con mucho éxito. Pero hasta donde recuerdo, lo único que tenía eran cajas de clavos oxidados y vitrinas con anzuelos de pescar viejos y cordel. Si alguien se paraba a comprar algo en la tienda, el padre de Cable le pedía dinero prestado. Iba a la mezquita diario, cinco veces al día, y siempre le pedía dinero a alguien. Hacía rondas con los vecinos y les pedía dinero. Iba a la oficina de seguro social y pedía dinero. No sé si sacaría algún dinero de todo eso, pero sí sé que a mi padre no le pagaba nunca la renta. Era delgado y bajito y la piel de sus mejillas estaba correosa y flácida. Tenía la mandíbula hundida porque ya no le quedaban dientes. Cable me decía que tenía grandes terrenos en la India pero que no le alcanzaba el dinero para el viaje de regreso a su tierra. Cable iba a construir un barco para llevar a su familia de regreso a su tierra. Mientras tanto, su padre quiso convencerlo de que consiguiera un trabajo, pero Cable siempre se negaba porque según él ya no iba a poder continuar con sus estudios marítimos.
Lo vi parado a la orilla del mar en Ras Matengo y recordé las veces en que nos sentábamos en la arboleda para comer fruta podrida y galletas robadas. En ese entonces mis padres estaban preocupados; pensaban que a mí también me faltaba un tornillo. Vi al idiota parado en la orilla, mirándonos navegar hacia las propiedades de su padre en la India.

 

Rashid se rio y dijo que esa vez nos habíamos salvado de milagro. Con toda la playa enfrente Rashid empezó a imitar los gestos alocados de Cable. Cruzó las piernas por debajo y meció su tronco para adelante y para atrás con un ritmo continuo. Cable acostumbraba hacer eso horas enteras cuando era más chico. Nos veía con una sonrisa. Sonrió, se despidió con la mano, se dio la vuelta y se fue.

 

— ¿Para qué hiciste eso? — le dije a Rashid.

 

Me ignoró y se quitó la camisa. Creo que le daba vergüenza mi antigua amistad con Cable.

 

— Hay que apurarnos — dijo — si quieres que vayamos a la isla y regresemos a tiempo para cenar.

 

Mandón estaba en su elemento. Yo no sabía nada de botes y él era un experto. También era un campeón de natación y tenía la marca nacional de los 400 metros. Era un futbolista con futuro y un lanzador con tiro de zurda lento muy eficaz. Tenía la piel clara, era guapo y llevaba un reloj con extensible de plata. Se lo había dado el Club Inglés de Criquet por haber sacado a siete bateadores en veintitrés carreras. Al principio estaba orgulloso de ser su amigo, pero con los años nos hemos llegado a conocer y ha dejado de darme órdenes.

 

Dios santo, cómo duele hablar así, como si lo que pasó no hubiera pasado. Mandón y yo caminábamos por la calle en pareja. Le escribíamos cartas de amor a Hakim, firmábamos “Carol” y lo veíamos pavonearse y presumir a su admiradora secreta. Hasta organizábamos citas entre él y “Carol” y siempre las cancelábamos a última hora. Mandón y yo pasábamos horas aciagas junto al campo de criquet hablando del futuro y del pasado.

 

Ese día de diciembre nos embarcamos a la isla Prisión. Los británicos habían usado la isla de cárcel por corto tiempo. Ahora sólo quedaba el perímetro del campo. Era una isla hermosa, con colinas que se extendían delicadamente y manantiales subterráneos que bullían en riachuelos. Estaba cerrada para los visitantes pero a nadie le importaba.

 

La vela de la batanga atrapó la brisa y nos deslizamos por el agua con sólo un leve ruido de desgarro. El mar estaba en calma y se veía azul bajo la luz matinal; Rashid comenzó a cantar. Cantaba muy mal y lo hizo para hacernos reír más que nada. Se dio la vuelta para ver tierra. Me acuerdo de eso porque después volteó a verme y me preguntó si no se veía hermosa desde ahí. Todo era paz y tranquilidad y la brisa soplaba lo suficiente para empujar el bote y refrescarnos pero además había otra cosa sentías como hubieras salido de un cuarto sofocante y como si estuvieras corriendo libremente en campo abierto. El agua estaba fresca, como uno se imagina siempre el agua, no como el agua tibia del grifo. Era el pueblo lo que parecía irreal, como una maqueta mal hecha en el despacho de un arquitecto. En el mar no importaba que los pantalones no te quedaran, que tu piel fuera clara u oscura. No había callejones apestosos que pasar, ni zanjas resbalosas que cruzar, ni adultos fanáticos y pudibundos que te humillaran. Ni siquiera había mujeres que te incitaran con sus cuerpos fuera de tu alcance.

 

— No puedo dejar así a Mamá y a Amina— dijo Rashid.

 

Su padre había muerto hacía un par de años. En el Msikiti Mdogo yo lo había visto de lejos haciendo las tareas propias de un hijo cuyo padre había fallecido: caminaba entre los deudos, aceptando las condolencias de vecinos y desconocidos con el rostro seco. Yo quería que derramara algunas lágrimas, por su propio bien. No se ve bien que un muchacho de dieciséis años vaya al funeral de su padre con el rostro seco. Después me dijo que no había llorado porque no había sentido nada adentro. Quería sentirse triste porque su padre había muerto, pero lo único que sentía era responsabilidad. Me dijo que su padre había sido cruel y distante con él desde que se acordaba. Y ahora se sentía muy aliviado de que el viejo cabrón se hubiera muerto. Yo le dije que no era bueno sentir ese rencor por un muerto. Entonces sonrió con esa sonrisa tolerante de hermano mayor y me preguntó por quién tenía que sentirlo. Le dije que los muertos necesitaban nuestras oraciones y él me dijo que las oraciones no le iban a servir de nada al pinche viejo. Me dijo que los ángeles del infierno se habían de estar sobando las manos a sabiendas de su llegada. Yo le dije que no estaba bien hablar así de su padre. Me dijo que yo no entendía porque tenía un buen padre que me quería y se interesaba en mí. Le dije que de todas maneras no estaba bien que quisiera que se fuera al infierno. Se quedó callado un largo rato y luego me dijo que el infierno no existía. Y fue ahí que le dije que estaba equivocado.

 

—No puedo dejarlas solas —dijo— ¿Qué van a hacer? ¿Qué van a hacer sola?

 

—No te vas para siempre —le respondí—. Vas a regresar para cuidarlas.

 

—Mamá se está haciendo vieja —dijo—. ¿De qué sirve que me vaya a alguna parte cinco o seis años para ser guardia forestal si voy a regresarme para encontrarme con que mi madre está muerta y mi hermana es una puta?

 

—No digas pendejadas, Mandón —le dije.

 

—Bueno —contestó—, a lo mejor no la estoy pintando muy bonita.

 

Le dije que su tono me recordaba a la pintura de Mundhir del Mar Negro.

 

Antigua carriola de una elite naval. Chalecos azul terciopelo y armazones de metal verde oscuro que saludan desde el barco de vapor. Buibui en una excursión marítima con una runfla de pillos para servir confituras. A pasear todo el día con chaperones musculosos y hermanos que se la pasan sacando fotos.

 

En la isla.

 

Persiana improvisada en la maleza para lordosis temporal con rodillas flexionadas.

 

Rápidas zambullidas en la playa llena de dunas traicioneras para lavar las migajas y partir hacia la ruinosa fortaleza de un imperio pretérito.

 

Pretérito de nombre.

 

Sobre las ruinas, Mandón leyó el salmo de la Vida y se entretuvo de manera significativa en lo del polvo al polvo y cantó “Rule Britannia”, con un nudo de emoción en la garganta. Para que no hubiera confusión en cuanto a sus intenciones, hizo un ademán de bendición con dos dedos.

 

Restos de ramas secas en el campamento del trivial agresor de la corona. Al darse la orden, la salva hizo volar los cachetes. Eso le va a enseñar al pendejo a pagar sus impuestos la próxima vez.

 

Restos de ramas secas de injurias sin ton ni son en covachas de carrizo del plan indonesio.

 

Más allá, el agua se convirtió en polvo y una lira musical fue descubierta por la Expedición Arqueológica Británica en la costa este de África en 1929, lo que confirmó la teoría de un plan de invasión indonesio. Fragmentos de cráneo encontrados por Blunt KCMG al borde de la barranca que sugerían vida humana antes del principio de los tiempos. Contando a partir del octavo milenio a.C. Antes de eso no cuenta.

 

En Barranca Blunt, Mandón se acuclilló otra vez y casi se ahoga con el olor.

 

En una gruta de palmas ahogada por la hierba y los tomates silvestres descubrimos una ciudad subterránea. No fuimos bienvenidos y huimos de feroces mandíbulas hasta que nos venció la fatiga y el hambre y nos desplomamos bajo un árbol de mango al cual inmediatamente llamamos Fuera del Pueblo.

 

Había mantillo de olor acre, humus putrefacto, y mangos maduros rezumando en el piso. Se votó que Mandón Botasgrandes subiera para conseguir alguna dádiva para la vanguardia hambrienta de una raza civilizadora. Mangos sobre el piso en letárgica satisfacción, rezumando como disentería en consonancia con las moscas. El capitán regresó con fosfatos en los ojos, la dádiva de un discordante cuervo picazo. Caímos sobre nuestras rodillas en humillante penitencia y luchamos por arrebatarles los mangos a las moscas. Dios estaba de nuestra parte.

 

Mandón Botasgrandes le sacudió el polvo a su botín mientras que la higiene resonaba en mi cráneo.

 

Yo tenía el Hambre en Suspensión y le advertía a Mandón que la Avaricia lo acabaría.

 

Ay, mamita de mi corazón, clamé, te necesito ahora más que nunca. Dime sinceramente, O Fuente de Higiene, ¿moriré primero de Hambre o de Disentería? O limpiadora de mi Culo, he escuchado tus consejos en las Buenas y en las Malas hablando en general, pero ahora un Texto aúlla cual sirena en mis entrañas para abandonar la Prudencia. ¿Será la Serpiente, víbora vil, que así me incita a comer contra tu palabra? Hacia un arbusto fui a hurtadillas y me atiborré culpablemente del fruto prohibido. Temblaron las entrañas de la tierra pero yo no hice caso, complacido de comer hasta la saciedad.

 

Ligero gruñido localiza cordón umbilical, aleteo distante en el corazón. Me arrodillé esperando que cayera el rayo, y Mandón miraba con asombro pagano. La Madre Higiene contuvo su mano. Salimos de esa gruta perniciosa, yo contenido y escarmentado, Mandón jubiloso y pleno.

 

Hacia la cascada.

 

Parecía que entonces debía haber un molino de agua como signo de progreso y como evidencia de alguna cultura indonesia antigua. Los pies en el fondo de la laguna, dando patadas en el agua con gozo adolescente. Bebimos el agua a nuestros pies, caminamos hacia las rocas limosas en medio de la laguna como crustáceos que salen cubiertos de limo. Posamos para una foto con la mano en la cintura para enseñársela a los cuates.

 

A esa roca la llamamos Pretérito Mis Huevos.

 

Cuando nos sentamos bajo la ondeante cascada, observé absorto lo que los antiguos viajeros debieron haber visto. En ese mismo lugar, algún sultán indonesio debió levantarse con el poder de la mirada humana para abrir hoyos en el incomprensible velo de la naturaleza. Alzaos, Mandón, y confiad en el poder de vuestra inmutable mirada. ¿Cuántos hombres como tú estuvieron donde tú y yo estuvimos entonces y no vieron nada de lo que vimos? Fuimos de los pocos elegidos de Dios… y nos sentamos junto a la pletórica laguna y vimos un mundo sin fin en nuestras humildes reflexiones… en una tonta y falsa ensoñación. Las palabras de los difuntos maestros del pasado que tañían yunques para endurecer nuestra autoestima.

 

Pero pronto llegó la hora de abandonar el paraíso de aquel campamento junto a la cascada para entrar en la última etapa de nuestra travesía. Mandón iba al frente mientras yo vigilaba la retaguardia. Al verlo abrirse paso entre la maleza medité otra vez el destino que el Todopoderoso nos había preparado. Pero, pasara lo que pasara, sabía que habíamos hecho nuestra parte para soportar el peso de nuestra raza. No obstante. Alrededor.

 

Regresamos a la playa donde habíamos dejado la batanga y nos metimos a nadar. Al menos Mandón lo hizo; yo me quedé de pie con el agua hasta la cintura y me lavé la mugre del cuerpo.

 

— No presumas —le grité.

 

Él me saludó con la mano, se volvió hacia la playa, y regresó en un santiamén. Le dije que era un presumido y sólo sonrió con satisfacción. Se sentó en la playa para secarse y me dijo que podía nadar de regreso al pueblo más rápido de lo que yo podía llevar el barco de vuelta. Se la pasaba presumiendo así y yo nada más. Le daba por su lado.

 

— ¿No me crees? —me preguntó.

 

—Te creo, Mandón —le contesté—. Ya deja de estar fregando.

 

Se estaba haciendo tarde y sugerí que regresáramos. Dimos la vuelta al bote y lo empujamos al mar. Yo me subí de un brinco y luego ayudé a Mandón a que se subiera. En cuanto extendimos la vela, Mandón se levantó, se despidió y saltó por la borda.

 

—Nos vemos en el pueblo —dijo, sonriendo en el agua.

 

Le grité que no fuera idiota, pero ya se había puesto en camino.

 

De repente un violento ventarrón llenó la vela y yo traté de controlar el timón. El viento estaba empujando el bote hacia el otro lado de la isla, lejos del pueblo. Intenté girar el timón y casi me volteo. Me senté horrorizado mientras el bote aceleraba como un animal enloquecido. Pensé en bajar la vela, pero en cuanto solté el timón, la vela aleteó violentamente y tuve que agarrar el timón para controlar el bote otra vez. Maldije al pinche idiota y su presunción. Él hubiera sabido qué hacer. Todavía estábamos yendo al otro lado de la isla, y ya me podía ver perdido en el mar y muriendo violentamente en las fauces de un tiburón o algo así. Pasamos la isla, el bote y yo, y todavía seguíamos en la dirección equivocada. Luego, tan pronto como empezó, el viento se calmó. Corrí a la vela y la bajé.

 

No la encontraba. Lo llamé, le grité, aullé su nombre. Quise dar vuelta al barco para regresar a la isla, pero en cuanto alcé la vela el viento la llenó y me llevó en dirección opuesta. No sabía qué hacer.

 

Me abandonaste, Mandón. Te pasaste con tus jueguitos.

 

Mandón, ¿qué te pasó?

 

Mandón, me abandonaste.

 

Mandón, ¿qué te pasó?

 

Mandón, me quedé sentado en ese bote muerto de miedo de que te pasara algo, pero no podía hacer nada. El bote era muy grande para mí, el agua era muy profunda para mí, y yo no te veía por ninguna parte, Mandón. Te llamé pero, Mandón, me estaba alejando de ti. Mandón, ay, Mandón mío, quisiste hacerme sentir tonto mientras nadabas a tierra y sí me sentí como un tonto, ¿pero a dónde te fuiste, Mandón? Hice todo lo que pude con el bote pero no pude dirigirlo hacia ti. Te hubieras admirado de su poder, Mandón, te hubieras admirado de su poder, aunque te estuvieras riendo de mí te hubieras admirado de su poder. Hice todo lo que pude… ¿Qué más se puede decir? Le di la vuelta al bote una vez pero perdí el control y tuve que bajar la vela. Cuando la subí el viento me alejó de ti otra vez.

 

Mandón, ¿qué te pasó?

 

Hice todo lo que pude.

 

Me quedé ahí y te llamé y te llamé y te grité.

 

Luego pensé que estaba haciendo tonterías, que estabas sano y salvo y de camino al pueblo. Luego pensé que nunca iba a poder regresar al pueblo y me enojé por lo que habías hecho, Mandón, y me paré en el bote y te insulté por huir y abandonarme así.

 

Y todo el tiempo me seguía alejando de ti en el bote.

 

Y todo el tiempo supe que te había perdido.

 

Te dije cabrón por hacerme sentir semejante dolor. Y todo el tiempo supe que habías abandonado.

 

Logré regresar a tierra. No sé cómo.

 

Te perdiste de lo peor, Mandón.

 

Esa noche desembarqué en Mbweni y caminé los cinco kilómetros al pueblo. No pasé del campo de golf. Me golpearon unos hombres con palos y piedras y me dijeron que el día había llegado. Me golpearon y me dijeron que ése era el día en que todos los árabes la iban a pagar. Me golpearon y me salió sangre de la cara y no recuerdo. Volví en mí en la playa junto al campo de golf. Se oían disparos en el aire. Primero no reconocí el sonido, parecían niños jugando con pistolas de juguete. Caminé por la playa sangrando y con debilidad. Llegué hasta Shangani antes de que me detuvieran unos salvajes con pangas y pistolas; me dijeron que era un askari de las barrancas y me quisieron matar. Me dijeron que habían invadido el cuartel y que el Primer Ministro se había rendido y que le habían dado una madriza. Me dijeron que el día había llegado y que los árabes la iban a pagar. Me dijeron que el sultán ya había huido al barco frente al puerto y que si lo atrapaban le iban a tirar el kikoi a latigazos y que se lo iban a coger por el culo antes de llenárselo de dinamita. Me dijeron que merecía morir por ser árabe, me dijeron que ningún árabe valía la pena. Me preguntaron dónde me había hecho esas cortaduras si no había estado en el cuartel. Me dijeron que todo había terminado y que por qués estaba temblando así. Dijeron: “Este tipo es un pelele. ¿Nos lo cogemos primero antes de meterle un balazo?” Dijeron que no tenían tiempo y luego: “Hay que matarlo antes de que los demás lleguen a las casas de los ricos”. Dijeron que si no se apuraban se iban a llevar lo mejor y que todas las mujeres que valían la pena iban a estar echadas a perder. Dijeron: “No hay que desperdiciar balar en él; mira, déjame enseñarle mi acero. Ten —me dijeron—.Agarra esto…” pero yo estaba demasiado cansado y débil y me golpearon y me orinaron encima y me dejaron inconsciente en la playa.

 

Te perdiste de lo peor, Mandón.

 

Traducción de Mario Murgia. 

 

FOTO: El escritor Abdulrazak Gurnah/ Crédito: Steve Parsons/PA via AP

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