Manon, otro fracaso
POR IVÁN MARTÍNEZ
En un medio como el de la ópera oficial mexicana, cuya principal cualidad no es precisamente el desarrollo constante, sino sus tantos y tan variados altibajos que solo empatan con la diversidad de nombres que van y vienen en cada producción, es más bien el instinto artístico de algún involucrado lo que continúa generando algún triunfo y atrayendo al poco público que le queda: en la nueva producción de Manon de Jules Massenet estrenada el pasado martes 11 en el Palacio de Bellas Artes, son los casos de la soprano María Katzarava y del tenor Arturo Chacón.
A alguien se le está olvidando que la ópera es más que las arias de sus protagonistas y mucho más que canto, y esta puesta de Manon, sin detallar la flaqueza de la propia partitura de Massenet, fue débil en todos los demás ángulos.
De poco sirve una escuela para cantantes profesionales o un registro nacional de voces, dos de los proyectos más ambiciosos de la actual administración de la Compañía Nacional de Ópera, si además de los protagonistas, son el canto, la dicción y la presencia de un solo secundario el que figura con decencia en escena; me refiero al siempre correcto barítono Armando Gama, como el primo Lescaut.
Si eso funcionara, tampoco serviría de mucho dentro del trabajo firmado por Félida Medina: la nimiedad de su pobre escenografía —tres sencillos practicables que se reacomodan a cada acto y que más estorban al trazo escénico que lo que debieran apoyarlo— es superada únicamente por su iluminación, tan chocante como incoherente; no sólo cambia a un ritmo dispar al que se está contando, sino que los colores chillantes de, por ejemplo, el ciclorama del quinto acto, provoca a media sala cubrirse la vista.
Sigue sin entenderse el uso excesivo y exagerado de créditos: nombrar en esta ocasión un “diseño de escenografía e iluminación” es tan pretencioso como llamar al trabajo de Alain Guingal o el de Antonio Algarra el de directores.
Coordinar las entradas de los músicos en el foso, no siempre atinadamente, y seguir con la batuta lo que sucede arriba, casi siempre desaforadamente, en el caso del concertador Guingal; o proclamar un trazo escénico que no es visible (por indisciplina, según se justifica ya en pasillos) y el estudio de un desarrollo dramático insostenible sin los protagonistas, de lado del debutante regista Algarra, no son precisamente trabajos que deban aplaudirse.
Grises en general los frutos del paso de John Daly Goodwin como director de un coro afinado pero de dudoso ensamble, del de Cristina Sauza como diseñadora de un vestuario poco acorde a la luminosidad de la París de cualquier época, y del de Evelia Kochen como coreógrafa; hace mucho una nómina tan amplia de actores y bailarines no estorbaba tanto en escena.
Sin autoridad ni dirección artística en un género tan completo y detallado, cada quien hace lo que puede y el resultado general solo puede salvarse, como dije, gracias al instinto personal de algún involucrado.
Durante la noche del estreno, fue un regocijo escuchar el canto firme y delicado, siempre de líneas y matices impecables de María Katzarava, de actuación casi siempre deliciosa como Manon, salvo su inmóvil “Obéissons, quand leur voix appelle”; y el de Arturo Chacón, rebosante en cada uno de los planos vocales y escénicos de su Des Grieux. Memorables, su aria “Je suis seul!… Ah! fuyez, douce image” y el impulsivo dueto con Manon de la segunda escena del tercer acto.
Al parecer, según la entrevista realizada por mi compañera Alida Piñón y publicada en este diario el pasado miércoles 12 de marzo, la soberbia ya no es un problema en la Ópera de Bellas Artes. Su director, el tenor Ramón Vargas, acepta haberse equivocado y reconoce como pretensión haber lanzado su gestión, hace un año, como la Nueva Época de la Ópera de Bellas Artes.
Eso debe ser, para algunos, una buena forma de “curarse en salud”, pero como ya he dicho, el problema no es de actitudes personales ni de lo que ocurra en los pasillos, cuando lo que importa es lo que se ve y escucha en el escenario. La falla de quien encabece la Compañía seguirá siendo la falta de firmeza; esa con que el mismo Vargas criticaba cada proyecto de gestiones anteriores en los que no participaba como cantante o maestro, o con la que en estas mismas páginas, por allá de 1925, Carlos Chávez pugnaba por una crítica severa que evitara a los malvivientes de la “indolente seguridad”.
Sin la firmeza en la programación de quien ofreció que Bellas Artes no sería más una agencia de colocación, sino un escaparate disponible solo para cantantes de carreras consolidadas, y sin entender que el control de calidad debe pasar también por todos los detalles dramáticos y escénicos, la Ópera de Bellas Artes seguirá siendo el mismo nido donde solo una golondrina logre volar.
*Fotografía: La soprano María Katzarava y el tenor Arturo Chacón en la ópera “Manon”, de Jules Massenet/CORTESÍA INBA
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