Los obsequios de Felguérez

Jun 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 7645 Views • No hay comentarios en Los obsequios de Felguérez

/

Esta crónica narra la cercanía que el autor tuvo con el pintor y escultor abstracto Manuel Felguérez, recién fallecido este 8 de junio a los 91 años, y con quien compartía una pasión por la pintora Lilia Carrillo

/

POR RICARDO GUERRA DE LA PEÑA

En mi familia, mencionar a la abuela Lilia Carrillo es un tabú, probablemente porque tuvo la osadía de separarse de mi abuelo y casarse con Manuel Felguérez. En el colegio, cuando mencionaban el nombre de mi abuela durante las clases de arte o me encontraba con imágenes de sus cuadros en internet me invadía una sensación de culpa que no alcanzaba a entender. Papá nunca la mencionaba. Ni siquiera fue a visitarla cuando se encontraba convaleciente internada en el Instituto de Neurología. En cuanto murió, no tardó en deshacerse de su lote de cuadros y el departamento que heredó. Papá tampoco me hablo mucho de Manuel, salvo una vez que mencionó que le había enseñado algunas tácticas de scout.

 

Desde hace tiempo quería saber por qué el hermetismo de papá impidió que conociera a mi abuela y entender por qué no me atrevía a ver de frente sus cuadros. Esta búsqueda me llevó a escribir una novela de autoficción acerca de mi búsqueda por conocerla. Mi única fuente disponible de información, hasta el momento, era “La constelación invisible”, la biografía que escribió Jaime Moreno Villarreal acerca de Lilia.

 

Me atreví a enviarle un correo a la esposa de Felguérez, Meche, diciendo que quería conocerlos. Pensé que, debido al distanciamiento con papá, Manuel rechazaría mi invitación, pero acepto de inmediato. Ese mismo mes viajé a la CDMX junto a mi hermano para conocerlo.

 

En nuestro primer encuentro, hace alrededor de 6 años, Manuel me confesó que desconocía nuestra existencia, le había perdido la pista a papá desde que falleció mi abuela. Manuel nos platicó acerca de lo difícil que era para Lilia enfrentarse al lienzo en blanco y nos obsequió dos litografías, las únicas piezas de su obra que nos pertenecen. En ese primer encuentro no me atreví a preguntarle muchas cosas. Me sentí intimidado por su imponente estudio y los enormes cuadros recargados en las paredes. También me preocupaba preguntarle algunas cosas de Lilia por temor a incomodar a Meche.

 

A finales del año pasado mi proyecto de novela fue seleccionado por el FONCA, y como parte del proceso de investigación decidí volver a entrevistarme con Manuel. Me reuní con él hace 5 meses en su casa. En esta ocasión Meche decidió dejarnos a solas y pude conversar con él alrededor de dos horas. Manuel me platicó que su relación con Lilia se formalizó en el 57, a partir de su primera exposición en la galería Antonio Souza, titulada: “Lilia Carrillo: pintura – Felguérez: escultura”.

 

—Le hicieron caso a Lilia, en plan de crítica y de periódico, y a mí no me hicieron caso. Entonces, se me ocurrió pues que por qué no pintaba yo tambien. Empecé a pintar, y al pintar obviamente que me sirvió mucho ver a Lilia. Pintábamos esquina contra esquina, con caballetes dando la espalda, pero yo la veía pintar y un poco aprendía cosas. Así arranqué yo como pintor.

 

Dos años después, durante un viaje que hicieron para exponer en Estados Unidos, Lilia y Manuel decidieron casarse en Washington, aprovechando que allí los jueces pedían pocos requisitos:

 

—Compramos los anillos en la esquina, los más corrientes posible, no había dinero, y nos casamos. No hubo ni fiesta ni invitados —me confesó Manuel riendo.

 

Margo Glantz me platicó que durante varios años Manuel y Lilia vendieron figuritas de barro para nacimientos con el fin de sustentarse. Incluso Lilia pintó durante muchos años con el seudónimo de Felisa Gross.

 

—Un amigo arquitecto iba a ofrecer a galerías los cuadros de Felisa Gross, inventando que se trataba de una pintora húngara que quería salir de Hungría y no tenía dinero y mandaba sus cuadros a ver si se vendían para poderse venir. Ese era el cuento que él contaba y logró vender seis cuadros y de eso vivimos una temporada.

 

A pesar de vivir con lo justo, durante su matrimonio siempre antepusieron su pasión por el arte antes de generar dinero. Cuando trabajaron con Alejandro Jodorowsky, Manuel como escenógrafo y Lilia como diseñadora de vestuario, lo hicieron sin cobrar un solo peso. A pesar de que las inauguraciones de las obras, si es que antes no eran censuradas por el gobierno, solían ser exitosas, solamente generaban los ingresos necesarios para poder montarlas. Pudieron costear su primera televisión gracias al polémico premio que mereció Lilia en el salón ESSO, exposición que se llevó acabo en 1964, en el recién inaugurado Museo de Arte Moderno, y en el que los pintores de la escuela mexicana, que eran la gran mayoría, criticaron con dureza a los pintores abstractos, que en ese entonces en México se podían contar con una mano. De las palabras pasaron a los golpes, y según Manuel, volaron vasos de whiskys y algunos cuadros fueron destruidos.

 

Manuel me platicó muy divertido que una vez iba en un auto con Juan García Ponce, su hermano Fernando G. P. y Lilia, regresando de una fiesta en Cuajimalpa. De pronto, a Juan se le ocurrió que los hermanos anfitriones de esa fiesta eran amantes. Juan escribió un cuento acerca de ello y cambió el nombre de Cuajimalpa por Tajimara. Más adelante, con su grupo de amigos decidió hacer la adaptación para grabar la película del relato. Rentaron un set de grabación durante todo un día para revivir la fiesta frente a las cámaras. La bebedera y el relajo duraron las 24 horas de la grabación.

 

—En la película ves a Lilia revolcándose en el piso porque, con Alejandro Jodorowski, en esa época empezamos a inventar el baile del nudo, que luego se popularizó. Todos se agarraban de la mano, bailaban y se iban cruzando hasta que era tal la bola que todos caíamos al piso. Esa era una de las diversiones en las fiestas.

 

Cuando le cuestioné a Manuel por qué creía que papá le tenía tanto coraje a Lilia, me dijo que por la sensación de abandono, ya que pasó la mayor parte de su niñez con mi abuelo. Como las hijas de Manuel también pasaban más tiempo con su madre, él y Lilia tenían la libertad de dedicarse a pintar y viajar por el mundo. Aun así, Manuel fue muy categórico al decirme que es totalmente falso que Lilia haya abandonado a sus hijos. Le comenté que Ester Echeverría me había dicho que por más que Lilia los amaba, se sentía muy intimidada por mi abuelo, por lo que se le complicaba frecuentarlos. Otra de las teorías de por qué mi padre estaba resentido con Lilia era por su supuesto alcoholismo, a lo que Manuel me respondió:

 

—Ese es un defecto que todos te van a decir. Le gustaba beber y tenía su medida. Como yo la acompañaba y me gustaba, pues, no puedo criticarla porque me criticaría yo.

 

De la noche a la mañana, Lilia quedó paralizada de la cintura para abajo. Estuvo entrando y saliendo del hospital durante tres años hasta el día de su muerte. Para que Lilia pudiera continuar pintando, Manuel se mudó de casa y la acondicionó acorde a la discapacidad de Lilia. Cuando platiqué con Vicente Rojo me dijo que el trabajo que hizo Manuel en esa casa le pareció una prueba enorme de su amor a Lilia. Brian Nissen y Montse Pecanins me compartieron que estuvieron presentes el día que Lilia estrenó su elevador casero. Manuel también transformó el garaje en un estudio e ideó un mecanismo que consistía en dejar una franja en el piso pegada a la pared para que el lienzo pudiera subir y bajar y así Lilia lograra pintar desde su silla de ruedas. El mismo mecanismo lo repitió en el estudio de la casa de San Ángel, donde lo entrevisté, para facilitarle seguir pintando a pesar de los achaques de la edad. Manuel nunca dejó de pintar.

 

La imposibilidad de moverse le generó escaras a Lilia que muchas veces se le infectaban, por lo que tenía que ser internada. Brian Nissen me platicó que recuerda haber acompañado a Manuel a comprar mantas de piel de oveja para intentar disminuir las escaras.

 

—En el ISSSTE estuvo internada como 15 días, hasta que me dijeron: “Ya no tiene salvación por una infección que no se le pudo quitar, se va a morir, ¿qué hacemos?” Entonces me aconsejaron regresarla a casa. Esperando nada más que se muriera porque ya estaba desahuciada. Al igual que Manuel, Lilia continuó pintando hasta el día de su muerte. Roger von Gunten me confesó que ya estando Lilia postrada en cama, Manuel le continuaba llevando telas y pinturas. Detrás de su último cuadro, “El inconcluso”, como también titulé la novela que estoy trabajando, Manuel escribió: “Este cuadro se queda en casa”. Pero aun así terminó colgado en la cabecera del comedor de mi abuelo. Cuando le pregunté a Manuel el motivo, contestó:

 

—Ella había muerto, sus hijos eran los lógicos vendedores. Todo se les dio. Pero fue un cuadro que, por alguna razón, le gustó a ella cuando lo estaba haciendo. Este cuadro va a ser para ti, le dije, y le escribí detrás “Este cuadro se queda en casa”. Pero no lo cumplí —dijo con cierto arrepentimiento.

 

En este último encuentro, Manuel me obsequió dos cajas llenas de todos los recortes de las noticias de Lilia que aparecían en los periódicos, inclusive después de su fallecimiento. Un tesoro invaluable que me ayudará con mi novela. Tiempo después me hizo llegar un póster del homenaje que le hicieron a Lilia en Bellas Artes poco después de su muerte.

 

Antes de despedirnos, Manuel y Meche me invitaron a su habitación para ver un cuadro de Lilia. Quizá el último regalo que me dio Manuel es la oportunidad de escribir estas líneas para decir que esa fue la primera vez que no sentí culpa al contemplar la obra de mi abuela.

 

 

 

Este fragmento forma parte del trabajo de investigación realizado con el apoyo de la Beca de jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

« »