Maquiavelo, el consejero de los soberanos
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A casi cinco siglos de su aparición en las cortes italianas, El Príncipe de Nicolás Maquiavelo fue el primer tratado que buscó establecer los conceptos sobre el ejercicio del poder con intenciones prácticas
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POR RAÚL ROJAS
La primera vez que vi un ejemplar de la celebrada obra de Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, fue durante una excursión organizada por el IPN. Uno de los más pérfidos porros que ha tenido la institución participó en la expedición; leía del librito que sacaba de su bolsillo en las pausas que teníamos. Ese personaje haría carrera posteriormente en la Secretaría de Gobernación y de ahí pasaría a la cárcel, varios años. Terminó su trayectoria como director de una secundaria (sí, en México todo es posible, es el Mexican Dream). Al igual que él, innumerables lectores han intentado encontrar la clave de la política en el escrito de Maquiavelo, como si fuera un elíxir que basta ingerir para poder operar todas las palancas del poder con inigualable maestría.
Maquiavelo (1460-1527) escribe durante una época en la que la península italiana está dividida en multitud de pequeños estados. Algunos eran principados, otros eran gobiernos oligárquicos o bien regiones en posesión de las monarquías absolutistas francesa y española. Maquiavelo nació cerca de Florencia, escaló puestos y llegó a ser funcionario civil, actuando como emisario de la ciudad-estado en misiones al extranjero. Propuso organizar un ejército de ciudadanos, muy diferente a uno de mercenarios, y lo comandó para someter a la ciudad de Pisa. Cayó en desgracia cuando los Medici recuperaron el control de Florencia en 1512. Maquiavelo fue arrestado, torturado y exiliado. Finalmente se retiró a su finca y se dedicó a teorizar sobre política en vez de participar en ella, como siempre anheló. De toda esa experiencia diplomática y de la observación puntual de los aciertos y errores de los gobernantes, es que Maquiavelo deriva las reglas que ofrece en El Príncipe, un compendio de consejos para un soberano genérico. El libro, aunque aparentemente escrito desde 1513, apareció cinco años después de la muerte del autor.
Lo fascinante de El Príncipe es que Maquiavelo no busca endulzar el ejercicio del poder. No se refiere para nada a los monarcas como instalados en el trono gracias al derecho divino. No elabora una teoría de la justicia o de la ética para de ahí derivar posibles formas de gobierno. No se hace ilusiones sobre el pueblo bueno. Su libro no es “filosofía política” tradicional, sino política a secas. Maquiavelo se limita a exponer de qué manera el príncipe se puede apoderar del poder y cómo hay que conservarlo. Si eso implica aniquilar al enemigo, que así sea, no hay límites religiosos o éticos que haya que respetar. Por eso el nombre de Maquiavelo se convirtió en adjetivo para referirse a esa clase de política en la que el fin justifica los medios.
Se ha llamado a Maquiavelo el “padre” de la ciencia política, lo cual es una exageración que deja muy mal a ese apartado de las ciencias sociales. Algunos filósofos han analizado los escritos de Maquiavelo desde un punto de vista más general, el del efecto de lo accidental en la historia. En la tradición idealista hegeliana, la historia de la humanidad discurre como un proceso que posee una lógica inherente, explicable racionalmente. La historia sería un proceso descifrable, que además avanza hacia un estado final, propulsada por la “Idea”, forjadora de lo real. Maquiavelo, por su parte, pone el acento no en entelequias abstractas sino en la actuación de personajes históricos, los que pueden alterar el curso de los acontecimientos al actuar de manera contundente. El poder político no respeta una lógica inevitable, más bien, es para el que se atreva a arrebatarlo. Es esto lo que se ha llamado el “materialismo aleatorio” de la historia anclado en el “ansia del poder”, tema que desarrollaría Nietzsche siglos después.
El Príncipe tiene la estructura de un manual, como los llamados “espejos de príncipes” (speculum principum) propios del medioevo. A pesar de ser relativamente corto, está dividido en 26 capítulos, cada uno con títulos muy explícitos. El capítulo 18, por ejemplo, trata de la palabra empeñada por el príncipe: “Todo el mundo comprende que es loable que un príncipe respete su palabra y viva con integridad, no de la astucia. Sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos muestra que los príncipes que han logrado más son aquellos que no se atan a su palabra y que han sabido actuar con astucia, agitando cerebros. Al final han superado a aquellos que han actuado por lealtad”. Es éste, sin lugar a dudas, uno de los fragmentos de El Príncipe más citados: resume en unos cuantos renglones la poca o nula importancia de la verdad en el quehacer político. El príncipe crea su propia realidad: veraz es lo que en cada momento específico le conviene para el ejercicio del poder.
Más aún: al enemigo se le puede combatir con las leyes, como a los hombres, o con la fuerza, como a las bestias. El gobernante debe dominar las dos variantes, debe ser “bestia y hombre”. El paradigma es el legendario héroe Aquiles, quien fue criado por un centauro, mitad hombre y mitad caballo. Cuando el gobernante actúa como bestia, debe ser zorro, para evadir las trampas, y león, para destrozar a los lobos. No sería necesario actuar así, si “los hombres fueran todos buenos”. Pero esa segunda naturaleza que asume el gobernante hay que saberla disimular. No obstante, los hombres “son tan simples y tan centrados en sus necesidades inmediatas, que aquel que engaña siempre encuentra a quien engañar”. Y por eso: “para mantener al Estado a veces hay que operar contra la palabra empeñada, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión”. Pero de la boca del soberano siempre deben salir sólo frases rellenas de las cinco virtudes “piedad, lealtad, integridad, humanidad y religión” porque los hombres “juzgan más por los ojos que por las manos”. Y es que “todos pueden ver lo que aparentas ser, pocos van y te tocan. Esos pocos no tienen el coraje de oponerse a la opinión mayoritaria respaldada por la majestad del Estado”. Ese es en esencia el mensaje de la obra, que el lector puede equiparar con muchos ejemplos modernos. De ahí que El Príncipe no haya envejecido tanto en los casi quinientos años que lleva desde su publicación en 1532. Aquel astuto maleante de mi juventud sabía lo que hacía, se ejercitaba mentalmente en el arte de convertirse en centauro. Stalin tuvo también su copia personal, anotada profusamente. Mussolini escribió incluso un insulso ensayo sobre la obra.
El Príncipe consiste en dos grupos de capítulos: la primera parte, hasta el capítulo 11, es más bien de interés histórico, ya que habla de los tipos de principados en Europa y la manera de realizar conquistas, algo seguramente muy relevante en el Renacimiento, pero menos hoy en día. Del capítulo 12 al 25 se tratan diversos aspectos del ejercicio del poder, y el capítulo 26 concluye con un llamado a la acción, una “exhortación para liberar a Italia de los bárbaros” (que serían principalmente los franceses y españoles). Maquiavelo piensa que la situación en Italia ha madurado para que aparezca un líder como Moisés, Ciro o Teseo, que pueda “configurar un nuevo orden”. Ese nuevo líder podría venir de la familia gobernante.
El Príncipe está dedicado al Duque Lorenzo II de Medici, quien gobernaba Florencia y además había demolido la República Florentina, que era en realidad la res publica de un reducido número de oligarcas. El Duque Lorenzo seguro que no necesitaba consejos de Maquiavelo. Lo que el teórico florentino escribe es precisamente lo que Lorenzo hacía. La legendaria Casa de los Medici acrecentó su poder al ritmo que crecía su banco, que llegó a ser el más grande de Europa. Desde Florencia estaban en condiciones de navegar la ola del embrionario capitalismo que comenzaba a sepultar los usos y costumbres del medioevo. Los Medici podían canalizar inversiones en la naciente manufactura textil, por ejemplo, lo que los hizo aún más acaudalados. Los Medici gobernaron Florencia por generaciones y de sus filas emergieron cuatro sumos pontífices de la iglesia católica. No contentos con sólo dominar Florencia y los estados papales, los Medici lograron ubicarse además en cortes extranjeras a través de una política de maridajes con familias poderosas, una estrategia de poder que curiosamente Maquiavelo deja de lado en El Príncipe, pero que hoy en día se estudia con los diagramas de las redes sociales que los Medici crearon, como una telaraña envolviendo Europa.
La segunda parte de la obra (del capítulo 12 al 25) entra más en detalle, más bien en aquellos detalles que el aprendiz de político necesita conocer. Por ejemplo: lo mejor para un Estado es tener un ejército regular y no de mercenarios, quienes huirán al primer peligro. En toda conquista y guerra hay dos principios operando: la fortuna, que no siempre es controlable, y la “virtud”, que en el caso de Maquiavelo habría que traducir más bien como “habilidad”. La fortuna es impredecible, pero en tiempos de paz se debe planear cómo paliar las contingencias, como cuando se planean diques para evitar inundaciones. La virtud del príncipe consiste sobre todo en aparentar que la posee. Lo que en realidad cuenta es su efectividad, sobre todo respecto a la guerra: “Un príncipe no debe tener otro objetivo, ni otro pensamiento, ni otra ocupación que no sea la guerra”. Ese es “el único arte que se espera que el que comanda domine”, es lo que hace que “príncipes se mantengan en el trono y que ciudadanos ordinarios se conviertan en príncipes”. Y si el príncipe tiene un pasatiempo, no puede ser más que la caza.
Dentro de esa lógica militarista, Maquiavelo recomienda que en el caso de nuevos territorios conquistados la población debe ser bien tratada, para que no busque vengarse, o debe ser “aplastada” para que no le sea posible. En las repúblicas, sus habitantes se reorganizarán bajo la bandera de la libertad. En principados, la población aceptará a cualquier nuevo príncipe, ya que están “acostumbrados a la obediencia”. En el caso de las repúblicas, el príncipe debe destruirlas, o instalarse dentro de ellas para poder controlarlas. Además, la crueldad se debe aplicar “de un solo golpe” y no a lo largo del tiempo. Esa estrategia mejora la situación del príncipe “ante los ojos de Dios y de los hombres”. Por eso, Maquiavelo dedica todo el capítulo 17 a dilucidar si es mejor ser amado o ser temido. La respuesta es clara: es más seguro ser temido. El mejor ejemplo es Aníbal, que mantuvo la unidad de sus ejércitos aplicando “una crueldad inhumana”. Mientras que “los hombres deciden a quien pueden amar”, es el príncipe quien determina “a quién deben temer”.
Todo lo anterior no quiere decir que el príncipe no deba evitar ser odiado. Debe gobernar bien y debe evitar convertirse en un bandido. Mientras no toque la propiedad o las mujeres de sus súbditos, estos vivirán contentos y sólo tendrá que cuidarse de “la minoría ambiciosa”. A los enemigos externos se les mantiene a raya con un ejército bien armado, a los internos, evitando ser odiado. Pero además es mejor si el príncipe actúa con “grandeza y coraje, seriedad y fortaleza” y para eso debe “acometer grandes proyectos”. Un ejemplo sería el rey de España, quien expulsó a los árabes de la península y después a los judíos, haciendo crecer cada vez más a sus ejércitos. Bajo la “cobertura de la religión” atacó África, Francia e Italia. Mantuvo a sus súbditos permanentemente asombrados de su siguiente proeza (Napoleón Bonaparte, ávido lector de Maquiavelo, aplicaría la misma receta). Dentro de ese esquema, si hay que tomar partido en una guerra, hay que hacerlo por el vencedor, y si aún no está claro quién será, hay que esperar hasta que el desenlace sea obvio; entonces se puede tomar partido. Nunca hay que permanecer neutral hasta el final, ya que “el vencedor será tu enemigo”.
El texto de El Príncipe circuló en pocas copias todavía en vida de Maquiavelo y logró evadir la censura papal cuando fue publicado, pero ya para 1557 la iglesia lo había agregado a su lista de libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum. Para entonces ya llevaba quince ediciones. Además, entonces como ahora, prohibir algo ayuda a hacerlo más notorio. Se acusó a El Príncipe de ser una obra que glorificaba la corrupción y la inmoralidad en la política. Aún así, el escrito fue rápidamente traducido a otros idiomas y todos los pensadores políticos de la Ilustración tuvieron que tomar partido, en pro, o en contra. Uno de los príncipes de verdad que criticó a Maquiavelo fue Federico II de Prusia, quien apenas coronado publicó, con ayuda de Voltaire, su “Antimaquiavelo: Ensayo de Crítica sobre el Príncipe de Maquiavelo”.
Muchos años después, Federico II escribió en su testamento político: “Debo reconocer, desgraciadamente, que Maquiavelo tenía razón”. Ya nadie estudia el Antimaquiavelo, mientras que El Príncipe se sigue editando alegremente.
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