Marginales y excéntricos
POR JACOBO SEFAMÍ
I. En su conocido ataque al nacionalismo literario en “El escritor argentino y la
tradición”, Borges destaca a los judíos dentro de la cultura occidental: “Recuerdo aquí
un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de
los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esa preeminencia permite conjeturar
una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la
cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten
atados a ella por una devoción especial; ‘por eso —dice— a un judío siempre le será
más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental’; y lo mismo
podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra… Creo que los argentinos, los
sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los
temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y
ya tiene, consecuencias afortunadas”. Así, se podría conjeturar, siguiendo a Borges, que
la escritura judía sería el ejemplo de lo marginal, lo excéntrico y lo irreverente; se mueve
en los antípodas de la imposición nacionalista, y en ese sentido su función es crítica
respecto del discurso dominante. También se podría agregar el elemento lingüístico
desestabilizador. Ya sea que se empleen idiomas propios de los judíos en entornos ajenos
a los mismos —el yiddish en Nueva York, Buenos Aires o México; el judeoespañol en
Estambul, Salónica o Montreal—, o invenciones que diverjan del habla de la mayoría;
por ejemplo, la incursión del hebreo y el árabe de las comunidades de judíos sirios en el
inglés de Brooklyn (Nueva York) y Manchester, Inglaterra, en el portugués de Río de
Janeiro o en el español de la ciudad de México.
Pero, ¿en qué medida los rasgos antes señalados —en cuanto a su función “irreverente”
en el marco de las culturas dominantes— dan cohesión o unidad a la diversidad de
propuestas? ¿Es el desborde de los marcos de imposición de normas (territorio, idioma,
religión) la actitud consensuada del gesto de esta escritura? El crítico norteamericano
Harold Bloom destaca la Torá (los primeros cinco libros de la Biblia o Pentateuco), como
el texto de referencia: “Toda la escritura judía tiende a ser excesivamente interpretativa…
Lo que ha de interpretar, en último término y, sin embargo, indirectamente, es la Biblia
hebrea, puesto que ésa ha sido siempre la función de la escritura judía, o más bien su
carga: cómo abrir la Biblia para el sufrimiento particular de uno”. A pesar de que haya
escritores judíos que no aborden para nada el tema religioso, Bloom alude a la Biblia
como influencia obligada, aunque su presencia sea insospechada o invisible. Hay que
recordar —por otra parte— que la historia del judaísmo no sólo evoca una religión,
sino también ciertas constantes que derivan de la diáspora: marginación, persecución
(expulsiones, pogromos, genocidios) y alteridad que puede derivar en hibrideces
culturales, lingüísticas, raciales, literarias, etcétera. Una escritura judía presupondría un
cuestionamiento de la identidad (dado que siempre aparecen al menos dos pertenencias
identitarias) y/o una amalgama cultural que yuxtapone registros dispares, ya sea en el
ámbito culinario (tacos kosher, kipes con guacamole, gefilte fish a la veracruzana) o en
rituales que reinventan su tradición (tequila en el panteón en la víspera de Yom Kipur,
bolo después de la ceremonia de circuncisión, decir la oración del shemá como si se
tratara de persignarse). Hay que señalar, por lo demás, que todo escritor judío responde a
las premisas estéticas que rigen en su respectiva literatura nacional. Los escritores judíos
en México abarcan innumerables temas, y sólo en menor medida atenderán a sus orígenes
y experiencias personales.
Un excelente ejemplo para ilustrar la convergencia de las tradiciones judía y
latinoamericana es el enorme volumen de Isaac Goldemberg, El gran libro de América
judía, de 1998. Se trata de una amplísima antología de 1,236 páginas (publicada por la
Universidad de Puerto Rico), en las que se incluyen textos de 140 escritores. El libro
está dividido, a su vez, en trece libros englobados con letras en hebreo, en lugar de
números, y titulados al estilo bíblico. Además, elimina los nombres de los autores en
las entradas de cada selección (al final sí aparece una guía de fuentes), de modo que
el volumen se presenta como una voz colectiva y múltiple. Sin saber quién es el autor,
los textos colindan como si fueran anónimos y estuvieran escritos por la colectividad.
Nadie puede dudar de que Isaac Chocrón, Juan Gelman, Margo Glantz, José Kozer o el
mismo Goldemberg pertenecen respectivamente a las tradiciones literarias de Venezuela,
Argentina, México, Cuba y Perú pero, a la vez, nadie puede dudar tampoco que sus obras
emergen desde su idiosincrasia judía.
II. Los judíos llegan a México con los conquistadores y colonizadores españoles. Su
presencia está documentada en los juicios de la Inquisición en la Nueva España.
Hernando Alonso, miembro del ejército de Cortés, fue uno de los primeros en ser
quemado en la hoguera por sus prácticas judaizantes, en 1528. En esa historia de
persecución también entran las contradicciones. Al conceder las capitulaciones a Luis de
Carvajal en 1579, para conquistar y colonizar la provincia de Nuevo León, y llevar cien
hombres, sesenta de ellos casados, el rey Felipe II da instrucciones de no pedir ninguna
información (para comprobar que fueran “cristianos viejos”). Eso explica, quizá, que en
la ciudad de Monterrey prevalezca la cultura culinaria del cabrito, en lugar de la del
cerdo. Por otra parte, se han logrado identificar ciertas calles del centro de la ciudad de
México donde los criptojudíos residían: Donceles, Tacuba, Manrique (actual calle de
Palma); lo interesante es que se ubicaban a tan sólo dos calles de las oficinas de la
Inquisición (en la actual Plaza de Santo Domingo). Fueron periodos de tolerancia en que
los inquisidores y los gobernantes pretendían ignorar las prácticas de la pequeña
comunidad judía, tan próxima. Sólo cuando surgen conflictos de índole político y
económico entre la comunidad y el virrey marqués de Coruña en 1589, es cuando
vuelven los juicios, las torturas y la hoguera. Además de la conocida autobiografía de
Luis de Carvajal el mozo, en los últimos años han salido a relucir otros juicios,
incluyendo el de la hermana, Leonor de Carvajal (de 1595). A lo largo de más de seis
meses frente al tribunal, Leonor se ve obligada a referir los poemas y las canciones que
formaban parte del entorno cultural comunitario y que la incriminaban como judaizante.
Esta canción en torno al sábado, como día de descanso, justificaba su tormento y el de su
familia: “En todas vuestras moradas / Fuego no ençendáis / En el sábado que holgáis/
Porque serán condemnadas / Las almas si tal obráis”.
III. La libertad de credo en México fue decretada por Maximiliano en 1865, gracias al
previo triunfo de Benito Juárez en la Guerra de Reforma. Aunque judíos pudientes (sobre
todo de Francia, Inglaterra y Alemania) llegaron a México hacia finales del siglo XIX,
la migración mayor ocurrió poco después; primero, sefardíes desde los diferentes países
que conformaban el imperio otomano (empujados por las guerras intestinas y la Primera
Guerra Mundial) y, luego, ashkenazíes de Europa del Este, particularmente Rusia,
Ucrania, Lituania y Polonia, que huían de los pogromos y las hambrunas.
Con una asociación pública, creada en 1912, los judíos se establecieron mayormente en el
centro de la ciudad de México. Pocos años después, ya comenzaban a aparecer periódicos
y revistas. La primera literatura judía en el México del siglo XX fue escrita en yiddish:
Jacobo Glantz, Yitjok Berliner y Moisés Glikovsky (véase Tres caminos. El germen
de la literatura judía en México, 1997). En 1936, Diego Rivera ilustra la edición de los
poemas de Berliner titulada Shtot Fun Palatzn (La ciudad de los palacios), dedicados
a ciertos recorridos por los barrios bajos de la ciudad de México (Tepito es uno de
ellos). Glantz describe su extranjería frente al nuevo entorno mexicano, mientras
que Glikovsky presenta una mayor reflexión metafísica.
IV. En las décadas de los setenta y ochenta emerge una nueva generación, en que
se privilegia la perspectiva femenina. Las novelas históricas de Angelina Muñiz,
Morada interior (1972) y Tierra adentro (1977), se abocaron al conflicto de los
criptojudíos en el ámbito hostil de la España del siglo XVI, ya sea a través de la
recreación o invención de un diario que revela las intimidades de Santa Teresa
de Jesús, en la primera; o el viaje que se procura un adolescente hacia la tierra
prometida, en la segunda. Perteneciente a la generación de medio siglo (Juan
García Ponce, Salvador Elizondo, etcétera), Esther Seligson publica libros sinuosos,
sugerentes, eróticos, recreaciones de ámbitos íntimos, ensoñaciones poéticas. Sus
amplios intereses filosóficos la llevaron a explorar por igual la mitología griega,
el hinduismo, el taoísmo, el I Ching, el sufismo y la cábala. La morada en el tiempo
(1981) intenta una reescritura bíblica femenina en que se conciben las constantes
de la persecución judía desde un “yo” que absorbe todo el tiempo anterior y mira
la historia (repetida e interminable) de la diáspora. También de esa generación
es Margo Glantz, quizá la escritora judía más importante y reconocida de México.
Aunque su obra es amplísima, aquí destaco Las genealogías (1982), un libro que
revela una actitud crítica, escéptica, juguetona, irreverente, irónica y mordaz, en
donde lo judío se presenta como lo “abigarrado”, lo híbrido que mezcla tradiciones.
Mientras que en la primera parte se retrata el entorno cultural yiddish de Europa
Oriental, alrededor de la figura del padre, en la segunda se ciñe al ámbito intelectual
mexicano, centrado en el restaurante Carmel de la zona rosa. La poeta Gloria
Gervitz, por su parte, ha concebido un solo libro, Migraciones (iniciado con Shajarit,
en 1979), que se ha ido extendiendo a lo largo de su vida. En las primeras partes,
hace eco a las voces de mujeres migrantes de Europa Oriental. Con un verso ceñido,
que acude a los blancos como silencios, y a ciertas oraciones de la liturgia judía, el
poema alude a la pérdida de un pasado sólo rescatable a través de la memoria y la
escritura.
V. La conocida dramaturga Sabina Berman establece un diálogo con la abuela en
La bobe (1990), una novela en que se reflexiona acerca de la tradición judía y su
ruptura por la narradora. Con Dos mujeres (1990), Sara Levi Calderón (seudónimo)
transgrede la rigidez social para presentar una relación homoerótica que fuerza a
su protagonista a deslindarse de sus lazos familiares y comunitarios. En Novia que
te vea (1992) e Hisho que te nazca (1996), Rosa Nissán representa el mundo sefardí
contemporáneo en México (incorporando novedosamente el judeoespañol a esta
literatura), a través de la historia de una niña (después mujer) de familia turca. La
tensión está en establecer un modo distinto de percibir la mexicanidad, también
con alusiones claras a las diferencias entre los distintos grupos de inmigrantes
judíos. Jacobo Sefamí (Los dolientes, 2004) y Eloy Urroz (Un siglo tras de mí, 2004)
se ocupan de la variante árabe (oriundos de Damasco y Alepo, Siria) en sus novelas.
Ya sea como saga familiar en Urroz o como disquisición de rituales de luto en que
se permea la oralidad de una jerga mexicana constantemente salpicada por el léxico
árabe y hebreo en Sefamí, estas obras ofrecen perspectivas quizá inusitadas, dada
la preponderancia de las representaciones ashkenazíes. Aunque había alusiones a
su herencia sefardí en su poesía inicial, con Tela de sevoya (2012) Myriam Moscona
realiza la mejor representación de esos orígenes. Se trata de un libro múltiple, con
varias secciones, que van alternando secuencias, ya sea como novela autobiográfica
sobre las peripecias de una niña sefardí, diario de viajes, manual informativo sobre
el exilio sefardí y la desaparición del judeoespañol, o relatos fantasmagóricos de los
sueños y obsesiones interiores de una niña/mujer que habla con los muertos. En el
ensayo, destaca Esther Cohen con sus brillantes análisis de la cábala, e Ilán Stavans
que ha fungido como editor de innumerables obras, y ha también reflexionado sobre
la identidad judía en múltiples ocasiones.
Además de interesantes propuestas poéticas de Alejandro Tarrab y Jenny Asse, la
lista de escritores en la última década es bastante larga. Este escueto inventario
es, obviamente, incompleto e insuficiente; intenta, tan sólo, ilustrar algunos de los
modos en que se ha ejercido esta producción literaria. Aunque casi todos (¿o todos?
) los autores judíos expuestos anteriormente se rehusarían a encasillarse sólo como
judíos, su literatura es una buena muestra del carácter desestabilizador, excéntrico e
irreverente que como minoría procuran en la visión canónica y global de México.
*Fotografía: Margo Glantz/ARCHIVO/EL UNIVERSAL.