María del Carmen Rovira o la honradez intelectual

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A un año del fallecimiento de la filósofa española que dejó un gran legado en las nuevas generaciones de estudiantes de humanidades en México, esta entrevista, realizada en 2020, hace un recorrido por la trayectoria de la última filósofa de Mascarones, el espacio universitario donde comenzó sus andanzas por el pensamiento filosófico bajo la batuta de José Gaos  

 

POR JOSÉ MANUEL CUÉLLAR MORENO
El 24 de enero de 2020, la doctora María del Carmen Rovira Gaspar (1923-2021) me recibió en su casa de la colonia Nápoles gracias a las intercesiones de mi querido amigo Luis Patiño Palafox. Me hizo sentar en su sala, me ofreció un vaso de Coca-Cola (“las aguas negras del imperialismo yanqui”) y hablamos cerca de dos horas sobre la filosofía mexicana y sobre sus estudios en la antigua Facultad (la Casa de los Mascarones). Carmen Rovira nació en Huelva, Andalucía, en 1923, y llegó a México en el 39. Se graduó con una tesis sobre los eclécticos portugueses bajo la batuta del transterrado español José Gaos. Estudió a fondo el pensamiento novohispano y decimonónico, muchas veces a contrapelo de la filosofía analítica y el marxismo. Escarbó en archivos, coordinó antologías, realizando mejor que nadie la encomienda gaosiana de guardar un estricto y literal apego a las fuentes príncipes. Fundó en 2003 el Seminario de Filosofía en México.

 

Carmen Rovira falleció el 19 de septiembre de 2021. Era la última filósofa de Mascarones.

 

A usted le tocó vivir una época de oro de la filosofía mexicana, los años previos a la construcción de CU. La Facultad se ubicaba en la Ribera de San Cosme y la discusión se desbordaba de las aulas para invadir los billares y los cafés de chinos. El alumnado lo constituía, para usar una expresión de Rosario Castellanos, “muchachas bien peinadas (por dentro y por fuera) y muchachos anémicos y atormentados cuya energía nerviosa estaba alrededor de los libros”. ¿Quiénes fueron sus profesores?

 

Habré comenzado la carrera hacia 1945. Me tocó de profesor José Gaos, que luego fue mi director de tesis. También me dio clases Eduardo García Máynez, de Leyes, muy bueno; Julio Jiménez Rueda; Juan Hernández Luna, que sabía bastante; Juan David García Bacca; Samuel Ramos; Oswaldo Robles; Francisco Larroyo; Héctor Rodríguez. Estos dos últimos eran neokantianos, aunque, a decir verdad, nunca me han convencido los neokantianos. En cambio a Kant lo he estudiado mucho. Paula Gómez Alonzo me dio Introducción a la Filosofía. Nos daba sólo a Platón.

 

El que era un santo era Samuel Ramos, una persona muy educada y muy fina. Pero su Historia de la filosofía en México (1943) es deficiente. Como profesor no era exactamente bueno. Nos regalaba la calificación.

 

Además de Gaos (1900-1969), que había sido rector de la Universidad Central de Madrid (su rector más joven) y de García Bacca (1901-1992), que había pertenecido al Círculo de Viena y que lo misma traducía las obras completas de Platón que escribía sobre la teoría cuántica de Heisenberg, rondaba por los pasillos de Mascarones una personalidad de inteligencia y de erudición intimidantes: Joaquín Xirau (1895-1946), exrector de la Universidad de Barcelona.

 

Con Joaquín Xirau no alcancé a tomar clases. Aquí, en México, tradujo Paideia, de Werner Jaeger, y escribió sus mejores libros: Amor y mundo (1940), Lo fugaz y lo eterno (1942), Vida y obra de Ramón Llull. Filosofía y mística (1946). Al hijo, a Ramón Xirau, lo estimé mucho. Un hombre muy sencillo, muy buena gente, muy inteligente, muy distraído y muy nervioso. Fumaba mucho. Un día, delante de mí, se metió el cigarro al revés.

 

A García Bacca lo traté poco. Se fue a Venezuela. Era sacerdote, pero dejó los hábitos y se casó. José Manuel Gallegos Rocafull, en cambio, siguió siendo sacerdote en México, sacerdote de izquierda. La hermana de Gallegos Rocafull era íntima amiga de mi abuela materna, en Madrid. El mundo es un pañuelo. Gallegos Rocafull escribió La experiencia de Dios en los místicos españoles (1945). Un libro estupendo.

 

Volviendo a Ramos, fue él quien inauguró la cátedra de Historia de la Filosofía en México en 1941. Para cuando usted estudió la carrera, sin embargo, Ramos no enseñaba Historia, sino Estética. Era, además, el director de la Facultad. ¿De qué manera influyó Ramos en su decisión de dedicarse a la filosofía mexicana?

Yo me inclinaba mucho –todavía me inclino– por la filosofía medieval, pero decidí dedicarme a la filosofía mexicana leyendo a Samuel Ramos (o, mejor dicho, viendo las fallas de Samuel Ramos) y con el afán de criticar a Antonio Caso y a José Vasconcelos. De Caso se ha hecho un ídolo. Se le llama el Maestro de México. Caso, sin embargo, critica a Marx y a Engels sin haberlos leído. Eso para mí no es permisible. Tampoco es permisible que haya copiado a Emmanuel Mounier letra por letra (sin citarlo). Yo admiro a Marx, a Engels, a Lenin, a Trotski. Soy creyente. Pero soy de izquierda. Tiendo a la izquierda totalmente.

 

Caso también hablaba mal –ahí tenía razón– de Stalin, un tirano terrible. Sus dos hijas iban a la Facultad, pero nunca me hice amiga de ellas.

 

José Vasconcelos (1882-1959) es una especie de oveja negra de la filosofía mexicana. Fundó la Secretaría de Educación Pública (1921) e impulsó una fuerte campaña de alfabetización. Cargaba mulas con 100 libros para que hubiese por lo menos un salón de lectura en cada pueblo del país. Pero hay un segundo Vasconcelos, el de los 30 y el de los 40, supongo que a ese Vasconcelos se refiere usted, el Vasconcelos que expresaba sin ambages su posición política hispanista y católica.

 

Así es. Vasconcelos terminó siendo un fascista. En su revista Timón alaba a Hitler. Cualquiera puede tener la ideología que quiera y hay que respetarla. Lo que no tolero es la hipocresía.

 

Otro filósofo que nunca me ha caído bien es el obispo Emeterio Valverde y Téllez (1864-1948). Muy preparado (compiló la Bibliografía Filosófica Mexicana), pero muy fanático. Yo no me fío de alguien que decía que debería volver a funcionar la Inquisición en México.

 

Su paso por Mascarones coincide con un fenómeno que cimbró la Ciudad de México: el existencialismo (de inspiración francesa) y la “filosofía de lo mexicano”, del Grupo Hiperión. Se llegó a decir de esta corriente que era “una epidemia de sarampión intelectual”. ¿Cómo se llevaba usted con los hiperiones?

 

Cuando entré a la Facultad me dije: “Voy a ser novia del más inteligente de mis compañeros.” Y ése era Emilio Uranga (1921-1988). Afortunadamente terminamos. Él fundó el Grupo Hiperión. Era una buena persona, tenía buen carácter. Me desilusioné totalmente de él al poco tiempo. Pero sí, era buena gente (en ese entonces).

 

En el Hiperión estuvo Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Luis Villoro, Laura Mues, Fausto Vega (muy amigo mío, amiguísimo) y Salvador Reyes Nevárez.

 

Recelé siempre de la “filosofía de lo mexicano”. Para mí, como para José Gaos, no podía haber una “filosofía del mexicano” como no podía haber una “filosofía del francés”.

 

Usted ha reiterado en diversas ocasiones que su formación estuvo marcada por José Gaos, quien se llamaba a sí mismo un “transterrado español”. Gaos llegó a México antes del triunfo de Franco, en el 38, y causó revuelo casi enseguida por su elocuencia y sus novedades germanas: la fenomenología de Husserl, el existencialismo de Heidegger. Tradujo para el Fondo de Cultura Económica El ser y el tiempo (1951). Era la primera vez que esta obra de Heidegger se traducía íntegra a otro idioma. Los hiperiones se revelaron en contra del magisterio de Gaos y de la ortodoxia heideggeriana. Usted, sin embargo, parece haber continuado fielmente por la ruta trazada por su maestro, no la ruta fenomenológico-existencialista, sino la historicista. Gaos había sido, al fin y al cabo, discípulo dilecto y directo de Ortega y Gasset.

 

Lo que yo sé se lo debo a Gaos. Él me enseñó la honradez y el rigor en la investigación. Es un cuento eso de que haya ideas en abstracto. Las ideas sólo se pueden estudiar en la historia. Su Seminario empezaba como a las cuatro y acababa a las ocho u ocho y media. Era algo muy curioso. Entrábamos de uno en uno. Yo he seguido con esa costumbre en mi Seminario. Él se sentaba en una silla reclinable y el alumno en una silla frente a él. Él se mecía y cerraba los ojos mientras tú leías. Era terrible. Un día le dije: “¿Me oye, doctor?” Yo creí que estaba dormido. “Sí, sí, la oigo. Siga.”

 

Gaos nos trataba de “señorita” y “señora”. Nunca nos decía “alumna”. Hay una frase de José Gaos a Alfonso Reyes que me sé de memoria: “Lo que no logró el matrimonio, lo logró la maternidad. La señora Rovira hace quince días que no aparece por el Seminario.” Se trataba de mi primer hijo. Yo, naturalmente, me olvidé del Seminario.

 

Una vez le llevé a Paulina, mi única hija. “Mire, doctor, ésta es mi hija.” “Ay, está mona”, me dijo. “¿Cómo mona?, le respondí. ¡Está bonita!” Él se echó a reír. A Gaos no le gustó ni que me casara ni que tuviera hijos. Lo invité a ser testigo de mi boda. No fue. Dijo que estaba en Acapulco. Yo creo que era una excusa, pero me escribió una carta muy bonita que por desgracia ya no encuentro. Me decía que fuera muy feliz, que me realizara plenamente en ese aspecto, que no olvidara la filosofía. Gaos era muy sensible. Parecía un hombre adusto, pero era sumamente sensible. El hermano de Gaos era ingeniero, Carlos Gaos, muy amigo de mi papá (también ingeniero). Vinimos a México en el mismo barco, un barco alemán.

 

Yo seguí mucho tiempo en el seminario estudiando a Luís António Verney. Lo mejor de Gaos, en mi opinión, es su Historia de nuestra idea de mundo y La mano y el tiempo.

 

Cuando Gaos se separó de su mujer se fue a vivir a la casa de Vera Yamuni, en San Ángel. La casa tenía un jardín muy grande y al fondo del jardín una casita. En esa casita vivía Gaos.

 

Vera Yamuni (1917-2003) era muy amiga mía, a pesar de que era mayor. Una estudiosa del mundo árabe (escribió El mundo de las mil y una noches). Tuvo una muerte trágica. Horario Cerutti y yo fuimos luego a ver la biblioteca de Gaos. Gaos me había dejado un fólder con mi nombre. “De Gaos para Carmen Rovira.” Ese fólder desapareció. Nadie sabe dónde fue a parar. Eso me duele. Me hubiera gustado saber qué me dejó. No tengo ni un libro firmado por él. Por culpa mía. Nunca se me ocurrió pedirle una dedicatoria.

 

Rafael Moreno, Bernabé Navarro y Olga Victoria Quiroz Martínez eran otros alumnos de Gaos, anteriores a mí. Ella hizo la introducción de la filosofía moderna en España. Bernabé estudió a los jesuitas. Y yo, la introducción de la filosofía moderna en México.

 

El siglo XVIII mexicano lo juzgo muy interesante. Francisco Xavier Clavijero, Francisco Xavier Alegre, Pedro Márquez. Márquez tiene una frase estupenda: “El verdadero filósofo es cosmopolita.” Propiamente la Independencia la hicieron estos jesuitas del XVIII. Con ellos se educó Miguel Hidalgo

 

Un día le dije a Luis Villoro: “Fíjate que allá abajo está Gonzalo, mi novio, y queremos irnos al cine, pero tengo Seminario con Gaos.” “Ah, me dijo Villoro, yo arreglo esto”. Villoro alcanzó a Gaos, que subía las escaleras, ya en CU: “Oiga, doctor, quiero decirle algo: que Carmen Rovira no va asistir a su Seminario.” Gaos dio tal grito (“¡¿Qué me dice usted?!”) que mi novio salió corriendo. “No, no, doctor, aquí estoy”, le dije. “Ah bueno, pase.” Yo quise mucho a Villoro. Era muy buena gente y muy noble.

 

En 1997, usted coordinó Una aproximación a la historia de las ideas filosóficas en México. Siglo XIX y principios del XX (UNAM). Un arduo trabajo de recuperación de autores y de corrientes que ha cosechado frutos y que está lejos de concluir. ¿Quién va a continuar su trabajo?

 

Hay muchos. Está, por ejemplo, Héctor Eduardo Luna. Es buenísimo. Muy dedicado y muy serio. Montserrat Ríos, muy inteligente. Fernando Téllez. Xóchitl López, que tiene una excelente preparación. Y Luis Patiño. Tengo mucha confianza en Luis Patiño. Ha escrito muy bien sobre Lucas Alamán.

 

FOTO: La filósofa Carmen Rovira/ Xóchitl López/ Cortesía familia de Carmen Rovira

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