Mario Molina, científico mexicano

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Mario Molina, Premio Nobel de Química en 1995, estudió el impacto de los compuestos industriales en la capa de ozono, investigación que generó cambios en las políticas globales para la protección del medio ambiente. Tras su muerte, el 7 de octubre, este artículo recuerda algunos episodios de la vida del científico

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POR FRANCISCO GONZÁLEZ CRUSSÍ
México llora la pérdida de uno de sus grandes próceres: Mario Molina. No se trata en esta ocasión de un jefe militar, ni de un artista, ni de un político, personajes a quienes es uso corriente aplicar el término de “prócer”. Esta vez lamentamos el fallecimiento de un científico de primerísimo rango y el primero oriundo de nuestro México en ser galardonado con el Premio Nobel de química. No estamos acostumbrados a ver al científico acaparando la atención del público. Buena parte de su vida transcurrió ─felizmente para él y para el mundo─ fuera del relumbrón de la popularidad. Los seres humanos vamos por la vida famosos o ignorados; generosos o disminuidos por la codicia; valientes o cobardes; unos orgullosos y otros sumidos en el más abyecto servilismo. Para quienes nos gusta detenernos a observar la procesión, siempre hay cosas que nos causan maravilla. Nos damos cuenta, por ejemplo, de que algunos han actuado impelidos por el más genuino y acendrado amor hacia sus semejantes. Otros, dotados de una sensibilidad muy superior al promedio, fueron capaces de crear belleza. Pero hay algunos, entre los cuales sobresale Mario Molina, que lograron ayudarnos, mediante un esfuerzo intelectual que nos llena de admiración, a entender un poco mejor este mundo en el cual vivimos. Todos ellos produjeron algo de valor incalculable. Porque lo que hicieron fue construir bienes positivos que desinteresadamente nos regalaron, y en esa forma contra-balancearon o contrarrestaron la histórica carga de crueldad, violencia, opresión, superstición e ignorancia que tanto mal nos ha hecho.

 

Mario J. Molina nació el 19 de marzo de 1943 en la Ciudad de México. Hizo aquí su escuela elemental y secundaria. Su afición por la ciencia se manifestó en él desde muy temprana edad: algo acuciante bullía en su interior, algo como de crisálida que está por eclosionar del capullo. “El hombre es esa planta endógena que crece como la palma, de dentro hacia afuera,” escribió Emerson. Mario Molina recordaba cómo se estremeció, de niño, al ver por primera vez amibas y paramecios con un microscopio rudimentario, de juguete. Contaba que improvisó un laboratorio en el cuarto de baño familiar, con ayuda de una tía, y que en ese espacio reproducía experimentos propios de cursos de química para estudiantes de nivel universitario. La suerte le sonrió: su padre, abogado y embajador, contó con los medios para enviar a su hijo de once años de edad a una escuela-internado en Suiza. Decía éste con humor que sus compañeritos suizos lo desilusionaron, porque su entusiasmo por la ciencia no era mayor que el que había visto en sus amigos mexicanos. Ya desde entonces su decisión estaba hecha: quería ser químico investigador. La suerte, se ha dicho, ayuda a sólo quienes saben aprovecharla. El joven Molina supo hacerlo.

 

Su formación ulterior ha sido bien documentada por sus biógrafos y por él mismo: hizo estudios de ingeniería química en la UNAM; quiso después obtener un doctorado en físico-química. Pasó dos años en Alemania, en la universidad de Friburgo estudiando el fenómeno químico de la polimerización. Regresó a México; fungió en la UNAM como profesor asistente en ingeniería química. Poco después, en 1968, salió a seguir estudios de posgrado en físico-química en la universidad de California en Berkeley, donde terminó un doctorado en 1972. Recordaba sus años en Berkeley como los más estimulantes de su formación intelectual, en parte porque fueron años de gran agitación social (lucha por los derechos individuales, movimiento social contra el racismo, protestas anti-bélicas, etc.), cuyas repercusiones provocaban serios debates en el ambiente universitario, y en parte porque fue ahí donde conoció a profesores y colegas que influirían profundamente en su carrera. Entre ellos cabe destacar al profesor Frank Sherwood (afectuosamente apodado “Sherry”) Rowland (1927-2012), con quien se trasladó a la universidad de California en Irvine, Este venerable profesor fue quien lo inició en el estudio de los compuestos llamados cloro-fluoro-carbónicos o “CFCs.” Los trabajos colaborativos de Rowland y Molina sobre este tema culminarían con el otorgamiento del Premio Nobel a ambos en 1995.

 

Se creía que los CFCs eran compuestos inertes, y en consecuencia potencialmente útiles para seguir la pista de los movimientos atmosféricos. A Sherwood Rowland le interesaba saber qué les ocurre a estas moléculas. Su hipótesis era que la luz solar las destruye en las grandes alturas del espacio. Fue entonces cuando Molina llegó como joven investigador de posgrado a trabajar con él. La formación de esta díada colaborativa no pudo haber sido más afortunada. Mario Molina investigó, con el rigor sistemático del verdadero científico y la incansable energía de su juventud, todos los posibles mecanismos de remoción de los CFCs. ¿Los absorbían los océanos? ¿Bajaban disueltos en la lluvia? ¿Los destruía alguna reacción química en la baja atmósfera? La conclusión fue que, aunque son moléculas muy estables, tras 50-100 años la luz solar termina destruyéndolos (fotolisis) en la estratósfera, como a cuarenta kilómetros de la superficie de la tierra. Se concluyó también que durante el proceso de remoción se producen átomos de cloro, los cuales catalíticamente destruyen el ozono (O3) en la estratósfera. Pero, como es bien sabido, una capa de ozono en la estratósfera actúa a modo de “escudo” absorbiendo entre el 97% y el 99% de la luz ultravioleta (UV) de frecuencia media emitida por el sol. De modo que, al disminuir el ozono, una mayor cantidad de radiación UV llega a la superficie de la tierra, con serias consecuencias para las plantas y los animales, incluyendo a los seres humanos. Los resultados de esta investigación fueron publicados en la prestigiosa revista Nature en el número de junio 28 de 1974. El reporte produjo una violenta respuesta tanto en el medio científico como fuera de él.

 

Los CFCs tienen múltiples aplicaciones industriales. Numerosos cambios en la molécula se han ensayado, y muchos se han comercializado. (Billones de kilogramos se producen anualmente de una variante molecular que sirve como precursor del Teflón). Los trabajos de Rowland y Molina, a los que hay que agregar las investigaciones de un sabio holandés, Paul J. Crutzen, experto en estudios atmosféricos (quien compartió con ellos, del otro lado del Atlántico, el Premio Nobel de 1995), identificaron grupos de CFCs que disminuyen notoriamente el ozono. Las compañías industriales que usan dichas substancias protestaron. Poderosos intereses financieros se vieron amenazados y desataron toda una campaña contra Molina y Rowland. Las grandes corporaciones, como muchas veces sucede, tuvieron a su servicio científicos mercenarios que se mostraron escépticos de los hallazgos del reporte, y negaron su veracidad. Para baldón del medio académico, al pobre Rowland se le negó toda invitación a organizar seminarios de química en universidades estadounidenses durante diez años.

 

Mario Molina no cejó. Continuó investigando todos los aspectos relativos al problema central aun después de haber dejado su puesto universitario para unirse a un laboratorio de investigación aeronáutica del instituto Caltech, y luego volver a la vida académica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Sus excelentes estudios evidenciaron cómo la actividad humana al eliminar el ozono causa cambios meteorológicos a nivel global. Su persistencia fue recompensada. Los escépticos hubieron de rendirse a la irrefragable, contundente evidencia. Lo mismo puede decirse de los gobiernos de varias naciones. Finalmente, el 26 de agosto de 1987, se firmó el llamado “Protocolo de Montreal,” un tratado internacional dedicado a proteger la capa de ozono mediante la eliminación de numerosos CFCs responsables de la reducción del ozono. Es de notarse que al otorgarle el Premio Nobel, la Academia de Suecia reconocía por vez primera la degradación ambiental causada por substancias hechas por el hombre. La labor del científico continuó sin menoscabo; honores y distinciones llovieron sobre su persona. Haría falta más espacio que el presente para enumerar los muchos y muy merecidos premios otorgados a este ilustre mexicano.

 

La vida de Mario Molina, sus batallas por imponer la verdad científica contra los intereses financieros, ponen de manifiesto que los males que nos aquejan no se deben tanto a carencia de conocimiento, como a la falta de sabiduría y buen juicio. En los últimos cien años hemos tenido un aumento sin precedentes de conocimiento tecno-científico, y sin embargo la codicia puede hoy, igual que siempre, cegar a la gente respecto a las cosas que verdaderamente aseguran su felicidad. Para corregir este caos, necesitamos seres como Mario Molina: hombres y mujeres cuya noble ocupación sea esparcir las semillas de la ciencia o los ensueños del arte. Sólo así será posible que florezcan los campos, que el clima sea más benévolo ─como literalmente trataba de hacerlo Mario Molina─ y que el germen del amor y del mutuo entendimiento multiplique sus bondades.

 

FOTO: El científico Mario Molina durante una visita a la ciudad de Valencia, España, en 2014./ EFE/Kai Fˆrsterling

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