Martín Dozal: el monje en su ermita
POR SONIA PEÑA
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Martín Dozal Jottar (1942-2015) llegó muy joven a la Ciudad de México desde su natal Huayacocotla, Veracruz. Maestro normalista y lector voraz, su ilusión era ser antropólogo y su gran frustración no haber podido ingresar a la UNAM; seguramente hubiera sido un extraordinario investigador porque su inteligencia y su vocación humanista saltaban a la vista. En 1968, como otros tantos jóvenes que creían en un país mejor, Martín se acercó al Movimiento Estudiantil por lo que fue confinado en la Cárcel Preventiva de Lecumberri, actual Archivo General de la Nación. Allí conoció al escritor José Revueltas con quien compartió celda en la crujía “M”. El encuentro con Revueltas fue para el joven maestro un parteaguas en su vida; gracias a él sus lecturas se ampliaron e incluso, fue justamente ahí, en la cárcel, donde comenzó a leer la obra del propio Revueltas, a quien desconocía. La convivencia cotidiana con el autor de Los días terrenales fue una experiencia que según palabras de Dozal “cambió su vida para siempre”.
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Conocí a Martín Dozal en abril de 2006 y ese encuentro resultó para mí tan afortunado como el suyo con Revueltas porque no sólo descubrí un ser humano excepcional sino que muchas veces percibí en sus consejos un tono paternal que acepté con cariño porque su figura dostovieskana me inspiraba el mayor de los respetos. También, y gracias a su testimonio, supe del sentido del humor de un Revueltas que bromeaba incluso sobre su propio encierro; de las pesadillas que lo atormentaban y lo despertaban gritando en medio de la noche; de su bondad para con los presos comunes –como “El carajo”–; de su irrevocable compromiso con sus compañeros de causa y, sobre todo, de su radicalidad que lo llevó a mantenerse “del lado moridor” hasta el final de sus días. También Martín Dozal se mantuvo en ese mismo lado, jamás cedió al canto de sirenas de los “puestos consuelo”, esos que los gobiernos regalan a los intelectuales o activistas a cambio de silencio. Martín vivió toda su vida en un departamento en el que apenas cabían tres personas, en el Barrio de San Lucas, Iztapalapa, y allí murió, rodeado de cientos de libros que presumía como su mayor riqueza: “Sólo necesito mis libros, mi pensión de maestro y este pedacito de corredor para tomar sol” me respondió un día que le pregunté por qué había rechazado una oferta de una universidad gringa para comprar su biblioteca. Martín se mantuvo fiel a sus convicciones, a su pensamiento que él definía como anarquista más que socialista y fiel a una pureza ideológica que no he visto en este país. Pero, ante todo, se mantuvo fiel a la obra de José Revueltas que conocía de memoria; bastaba con nombrar una situación o un personaje para que se levantara como resorte y encontrara el tomo y el párrafo donde aparecía dicha situación o personaje. Creo que no hay en todo México un lector más entusiasta, estudioso e informado de la obra revueltiana que Martín Dozal, llevaba un cuaderno donde anotaba las referencias bíblicas, el trato que le daba el autor a las mujeres, los cruces con obras de otros autores y los acontecimientos del Partido Comunista Mexicano que documentaba Revueltas, entre otras tantas inquietudes que lo impulsaban a leer y releer cada uno de los veintiséis tomos editados por ERA. Últimamente estaba interesado en saber qué hacían los hijos de la generación del ’68. Martín no paraba, se levantaba a las seis de la mañana y –disciplinadamente– como un monje en su ermita (la ermita de Iztapalapa) se dedicaba a leer y a escribir después del desayuno hasta la hora de la comida para continuar luego hasta la hora de la cena. Escribía en unos cuadernos escolares que numeraba cuidadosamente (como buen maestro) y aunque nunca llegué a ver sus notas intuyo que en ellas encontraríamos la esencia de Martín Dozal, ese joven poeta del que Revueltas le hablaba a Octavio Paz en una de sus cartas. Desprendido como pocos, no escatimaba en recibir en su casa a cuanto conocido le enviara (yo quería que todos supieran de su maravillosa existencia) y en cada uno dejaba huella porque su voz, al hablar de Revueltas, contenía la pasión y el amor que se percibe en aquellos que han conocido al hombre de carne y hueso, más que al personaje público. Martín padecía la escritura revueltiana y al hacerlo nos la transmitía a los novatos, en carne viva, quizá por eso uno no se cansaba de escucharlo y podía pasarse el día entero embelesado ante sus anécdotas carcelarias o sus hipótesis literarias.
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Para algunos, Martín Dozal fue “el compañero de celda de Revueltas” o “el joven que enfrentó al Secretario de Educación en el sepelio del escritor” o simplemente un chavo más del ’68 que tuvo la mala suerte de caer en Lecumberri. Para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo fue una especie de iluminado que supo trasmitirnos el amor a un autor marginado dentro del canon mexicano, y, gracias a esa pasión, muchos de nosotros aprendimos a admirar al ser humano detrás del literato. Es por eso que la muerte de Martín deja un vacío para los estudiosos de la obra revueltiana y una deuda pendiente para quienes gozamos de su enorme, infinita generosidad…
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*FOTO: Martín Dozal residió casi toda su vida en un departamento ubicado en el Barrio de San Lucas, Iztapalapa, donde también conservó una nutrida biblioteca por la que recibió ofertas de universidades extranjeras. En la imagen aparece con Sonia Peña, también especialista en la obra de Revueltas/ Cortesía: Sonia Peña.