Martin Scorsese y la depredación racial

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Ambientada en Oklahoma de los años 20, la película narra los asesinatos de los miembros Osage, una tribu rica en petróleo; una metáfora del nacimiento de una nación que devora a otra

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, EU, 2023), colosalista e inabarcable eternometraje ficcional 28 del ya octogenario ítalo-neoyorquino de culto internacional Martin Scorsese (de Calles peligrosas 72 a El irlandés 19), con guion suyo y de Eric Roth basado en la novela de superventas Los asesinos de la luna: Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, de David Grann, el ambicioso cuarentón veterano bélico Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) remonta en tren hacia un pueblaco del noroeste de Oklahoma a principios de los 20 para ser apadrinado por su poderoso tío lejano el ganadero también sheriff William Hale (Robert De Niro) que domina patriarcalmente en esa región donde una tribu de reubicados pieles rojas Osage se ha enriquecido a niveles inimaginables tras descubrir petróleo en la reservación asignada de la que eran dueños, y el inescrupuloso Ernest no tarda en colocarse como chofer personal de la imprevisible indígena opulenta Mollie Kyle (Lily Gladstone), enamorarla y enamorarse de ella, desposarla según los nuevos sincretismos ceremoniales pese a las reticencias de sus numerosas cuñadas y su enmudecida suegra (todas mortíferamente aquejadas de una diabetes congénita), hacerla concebir un par de bebés adorados, retirarse a la holgazanería, e ir postulándose como el heredero universal de la familia ajena, en especial luego de la muerte violenta de su indómita cuñada mayor siempre empistolada Anna Brown (Cara Jade Myers) y de otros parientes víctimas de envenenamiento y hasta de un atentado con explosivos, pues el vil traidor Ernest se ha sometido a las maquinaciones homicidas de su tío Hale coludido con asesinos a sueldo (e incluso con médicos por él chantajeados), y lo obedece al grado de administrarle dosis progresivas de veneno a su esposita, junto con inyecciones de una novedosa insulina salvadora, pero a resultas de las quejas de los jefes de la nación Osage y de un viaje de la propia Mollie a Washington, va a intervenir el mismísimo creador del FBI J. Edgar Hoover, representado por el implacable exranger texano Tom White (Jesse Plemons) que llega a investigar, detener y llevar a juicio al siniestro Hale y a un conflictuado Ernest que titubea en fungir como testigo protegido federal y acaba hundiéndose sin remedio y sin que nada pueda hacerse para revirar las consecuencias (en las que colaboró) de esa infame depredación racial.

 

La depredación racial revisa el pasado bárbaro de su país al invocar desde su título inglés mismo cierta poética y metafórica creencia Osage en unas descomunalmente crecidas flores de la luna cuya altura oculta cualquier luz tanto como a las indefensas flores más pequeñas, exactamente lo ocurrido también con la tumultuosa invasión blanca que arrasó y aplastó con crueldad a las naciones originarias americanas, pero poniendo aquí en la central escena-pivote una extraña, posromántica y vesánicamente antiépica historia de amor, más allá de lo simplemente tóxico o melodramáticamente interesado, entre el aventurero desalmado y la asertiva mujer amenazada pero uncida redentoramente al campo florido.

 

La depredación racial se expresa estructuralmente en una superproducción de largo aliento donde se acogen y conjuntan a la Scorsese desde Casino (93) archivos falsos o auténticos e irrupciones legendarias, una guía ilustrada para entender la cultura Osage, monologales voces narrativamente vehiculares de algún criminal en off, decenas de insertos documentales o reconstruidos para caracterizar a los hechos ficcionales cual datos microhistóricos y a las figuras reales en juego como tales porque son ya macrohistóricas irrefutables, y flashbacks explicativos a granel e incluso hasta provistos de sendos derechos a la repetición autorreferencial.

 

La depredación racial se vuelca y extrae sin embargo toda su potencia de los cuerpos presentes e ingentes, tanto de los cuerpos de los personajes incidentales como de los secundarios y los protagónicos (así sean intermitentes), que cobran crucial importancia, trátese de los indígenas descubridores del Petróleo sangriento (Anderson 07) que se bañan en el líquido viscoso como simios en pos del planetario hueso volador de 2001: odisea del espacio (Kubrick 68), o trátese de la silenciosa aborigen Mollie evaluada de “pura sangre” (como los caballos, a pesar de que “Sería más fácil encarar a alguien por patear un perro que por matar a un indio”) y con rostro permanentemente alucinado como en otra dimensión de la realidad que la vuelve inasible al tiempo que victimizable e inerme, la suegra posando en rincones a contraluz cual sombra expurgada de sí misma (soberbia fotografía del mexicano Rodrigo Prieto), o ese envejeciente DiCaprio abotagado y con deprimido gesto omega perpetuo cual patético Marlon Brando en El padrino (Coppola 72), un mito criminoso cuya homologación real estaría en ese histérico explosivo De Niro tan enjuto como prepotente incontrolable en sus afanes controladores para erigirse como el arquetipo más complejo y fascinante del film sembrado de ellos: fariseo maltrecho y mañoso citador bíblico, eje inexplorado e inagotable de la conspiración monstruosa.

 

Y la depredación racial culmina en modo metaficcional su larga e interminable saga reivindicadora, cediéndole el autoirrisorio epílogo a una espuria emisión radial que en su estudio recita y dramatiza todas las conclusiones y reactualizaciones del caso humano vuelto ridículamente truculento, banalizándolo, tornándolo tan espectacular y vacuo como ese plano cenital del enérgico redoble de un tambor ritual de los Osage que retrocede y retrocede perpendicularmente, al infinito, cual si quisiera y no pudiera englobar el furioso conjunto en un cine-ensayo impedido, con muchos culpables, condenas ejemplares y excesivos destinos truncados, mientras los crímenes verdaderos permanecen aún hoy en calidad de enigmas sin resolver, genealógicos, ominosos y fundacionales de una impune nación exterminando a otra.

 

 

 

FOTO: Protagonizada por Leonardo DiCaprio, Los asesinos de la luna está basada en la obra homónima de David Grann. Crédito: Especial

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