Más allá del neomexicanismo
POR ANTONIO ESPINOZA
A Ricardo Anguía (1951-2009), a cinco años de su muerte
No hay duda: fue una auténtica explosión pictórica. La década de los ochenta del siglo pasado vio un repunte vigoroso de la figuración en la pintura mexicana. En ese escenario destacaron artistas que se impusieron la tarea de rastrear las raíces culturales nacionales. Aquellos creadores, pintores y pintoras que empezaron a llamar la atención en los Encuentros de Arte Joven, en los salones, en exposiciones colectivas e individuales, fueron llamados “neomexicanistas” y se convirtieron en protagonistas centrales de la nueva figuración. Acuñado por la crítica e historiadora del arte Teresa del Conde, el término “neomexicanismo” resultó en su momento muy afortunado y sirvió para etiquetar la producción de artistas como Ricardo Anguía, Esteban Azamar, Janitzio Escalera, Julio Galán, Javier de la Garza, Arturo Guerrero, Marisa Lara, Rocío Maldonado, Dulce María Núñez, Adolfo Patiño, Georgina Quintana, Germán Venegas y Nahum B. Zenil, entre otros. Los neomexicanistas, al igual que los neoexpresionistas y otros autores neofigurativos, buscaron reivindicar el ejercicio de la pintura frente a los conceptualismos.
La producción artística de los años ochenta no se puede reducir al llamado neomexicanismo. La pintura figurativa de la época se distinguió por su pluralidad, se expresó a través de diversas modalidades o tendencias y no se limitó a la exploración de “lo mexicano”. A la distancia, podemos ver que en esa década se desplegaron una gran variedad de discursos plásticos y visuales. La producción de la época revela riqueza temática: la historia, la identidad de género, la patria, el poder, la religión, la sexualidad… fueron múltiples las propuestas de la pintura figurativa. Y aun cuando recientemente se hizo una revisión histórica de aquella producción artística (¿Neomexicanismos? Ficciones identitarias en el México de los ochenta, Museo de Arte Moderno, 2011), considero que la historia del “arte de los ochenta” todavía está por escribirse. Lo que quiero ahora es reflexionar sobre el boom pictórico de la época, partiendo de la premisa de que el neomexicanismo ha sido una camisa de fuerza que nos ha impedido entender la complejidad no sólo de la nueva figuración pictórica sino de otras expresiones artísticas de ese tiempo.
Nuevos mexicanismos
En la década de los ochenta se dieron transformaciones históricas fundamentales: la crisis del Welfare State, el avance incontenible del proyecto neoliberal y el colapso final del socialismo. En nuestro país, luego del fin catastrófico del “milagro mexicano”, sobre las ruinas financieras del populismo, los aires neoliberales comenzaron a soplar. En el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) se inició el paso del viejo modelo estatista de desarrollo al nuevo modelo neoliberal. De la Madrid inició el cambio de rumbo en la política económica y la “nueva era” del Estado mexicano (Héctor Aguilar Camín, Después del milagro, Cal y Arena, México, 1988). En ese México autoritario, que vio el resurgimiento de la “sociedad civil” en medio de una tragedia (el terremoto de 1985), la caída del bienestar de muchos mexicanos debido al programa de ajuste económico impuesto por el gobierno tras la crisis de 1982 y la burla a la voluntad popular en unas elecciones fraudulentas (1988), numerosos artistas realizaron su obra; creadores que fueron testigos de la decadencia del sistema político mexicano.
Tal fue el contexto en el que surgió y se consolidó la nueva figuración. Esta fue una suma de aventuras individuales que conformaron uno de los capítulos más intensos del arte mexicano. El crítico Luis Carlos Emerich, en su libro Figuraciones y desfiguros de los 80s (Diana, México, 1989), se acercó a la obra de los más destacados pintores figurativos de la época. Por su parte, Alberto Castro Leñero vio en su momento la riqueza de aquellas expresiones: “Como la raíz de bambú, la pintura mexicana de los ochenta crece en todas direcciones. Los pintores que surgen en esta década, incursionan en diversos lenguajes plásticos. Lenguajes abiertos por el diálogo que propone el arte universal y las raíces propias” (“La pintura mexicana de los ochentas”, en La Jornada, 22 de marzo de 1990).
La nueva figuración no fue sólo neomexicanista. Sin embargo, la irrupción de expresiones cargadas de elementos populares y nacionalistas llamó poderosamente la atención y requirió muy pronto de una definición precisa. Entrevistado por Angélica Abelleyra, Eloy Tarcisio afirmó que los artistas jóvenes “buscamos un medio de expresión propio que conjugue nuestra historia y la crítica al sistema, pensando en un arte auténtico en su tiempo e imbuido en un nuevo mexicanismo” (La Jornada, 19 de febrero de 1987). Dos meses después, Teresa del Conde publicó en el diario Unomásuno (25 de abril de 1987) el artículo “Nuevos mexicanismos”, a partir del cual se acuñó el término “neomexicanismo” para referirse a esta corriente.
El neomexicanismo se apropió de diversos elementos de identidad, rescató la iconografía patria, religiosa, popular, costumbrista, urbana y rural de la historia de nuestro país: imágenes y clichés provenientes del pasado que recontextualizó en discursos plenamente contemporáneos. Se sirvió de la hibridación, el pastiche y el reciclaje, para crear una estética kitsch; recurrió al humor, la ironía, la irreverencia, la parodia y la sátira, con el fin de cuestionar la Historia —con H mayúscula—, el poder, el sistema político mexicano, la cultura oficial, la high culture…
En el artículo mencionado, Del Conde dijo, entre otras cosas, del neomexicanismo: “Ojalá que continúe así: gestándose y proponiendo, sin pretender entronizar un nacionalismo más, susceptible de ser visto desde afuera como la esencia de lo netamente mexicano actual. Tal cosa podría propiciar una retórica improvisada, paródica y oportunista, muy apta para ser manipulada desde diversos ángulos”. La observación de Del Conde resultó premonitoria, pues el neomexicanismo se convirtió muy pronto en un producto netamente comercial, que incluso llegó a presentarse como la imagen nacionalista de un país moderno y primermundista, como quería el salinismo. Si aquellos artistas fueron favorecidos en su momento por una perspectiva amplia de mercado (¡el mercado del arte de los ochenta!), con el tiempo sus precios se desinflaron al igual que nuestra economía (el “error de diciembre”). En los años noventa, los neofigurativos pasaron de moda.
Paso ahora a reflexionar sobre los factores que hicieron posible y que moldearon en gran medida la nueva figuración en sus diversas expresiones: la tradición pictórica figurativa, el terremoto de 1985, el fenómeno de la posmodernidad y el movimiento neoexpresionista internacional.
Figuración arraigada
Para entender el surgimiento de la nueva figuración hay que tomar en cuenta el enorme peso de nuestra tradición pictórica figurativa. Si bien es cierto que a raíz del triunfo de la llamada Generación de la Ruptura sobrevino un boom del abstraccionismo, también lo es que los pintores mexicanos figurativos nunca dejaron de estar presentes. En los setenta, al mismo tiempo que los abstractos y conceptuales, los artistas figurativos trabajaban con entera libertad. Varias generaciones de pintores figurativos (desde los muralistas sobrevivientes hasta jóvenes creadores posteriores a la Ruptura) producían intensamente. Hubo incluso artistas figurativos que ejercieron una verdadera labor de liderazgo en la plástica mexicana. Pienso, sobre todo, en Rufino Tamayo, Francisco Toledo y José Luis Cuevas. Asimismo, en esa década iniciaron su carrera dos figuras emblemáticas de la nueva figuración: Alberto Castro Leñero y Nahum B. Zenil.
Otros dos pintores figurativos que se encontraban entonces en plena etapa productiva, Philip F. Bragar y Enrique Guzmán, pueden ser considerados como precursores de la nueva figuración, el primero del neoexpresionismo y el segundo del neomexicanismo. Ambos artistas, uno en activo y otro ya fallecido, decidieron aventurarse en el camino de la creación sin hacer caso a las modas. De esta manera, y desde sus muy personales enfoques, estos dos visionarios se adelantaron a su tiempo para anunciar el tipo de figuración que irrumpiría en los ochenta.
Con una trayectoria iniciada a fines de los años cincuenta, recién se había establecido en nuestro país, Philip F. Bragar (Nueva York, 1925) es autor de una obra (pictórica y escultórica) ruda, tosca, que lo mismo remite al arte primitivo que al expresionismo histórico. Escéptico, irónico, crítico de la civilización industrial, desencantado del progreso y dueño de un gran sentido del humor, Bragar ha creado una obra muy personal, en la que pone en evidencia la banalidad de la vida moderna. Sus personajes, a menudo seres feos y grotescos que ven pasar la vida con indiferencia, desde la soledad característica de nuestra época, fueron antecesores de los personajes terribles que produjo el neoexpresionismo.
Pero si Philip F. Bragar avanzó las premisas del neoexpresionismo, Enrique Guzmán (Guadalajara, 1952-Aguascalientes, 1986) hizo lo propio con el neomexicanismo. Hombre atormentado que se suicidó a la edad de 33 años, Guzmán fue pionero en los setenta en la utilización irreverente y subversiva de imágenes populares (civiles y religiosas) y símbolos nacionales. Abrevando en distintas corrientes (el dadaísmo, la pintura metafísica, el surrealismo y el arte pop) y con una cruda visión de la existencia, Guzmán creó una obra mexicanista de gran trascendencia (Carlos-Blas Galindo, Enrique Guzmán. Transformador y víctima de su tiempo, Conaculta/Era, México, 1992).
Mención aparte merece Gilberto Aceves Navarro (ciudad de México, 1931), pintor expresionista que ha sido maestro de varias generaciones de artistas, tanto en la Escuela Nacional de Artes Plásticas como en La Esmeralda. Al igual que Bragar y Guzmán, Aceves Navarro es un precursor de la nueva figuración pero también un formador de artistas que han seguido el camino del arte figurativo. El método académico del maestro, que tiene al trabajo gestual como su elemento esencial, resultó sumamente atractivo para numerosos jóvenes. Es un hecho que el gestualismo (un ejercicio de libertad creativa) enseñado por Aceves Navarro marcó a numerosos artistas figurativos: Franco Aceves, Sergio Hernández, Yolanda Mora, Oscar Ratto, Patricia Soriano, Germán Venegas y Mariano Villalobos, entre otros.
Terremoto
No son pocos los artistas que a lo largo de la historia han convertido su escepticismo en imágenes catastrofistas. En México, el gran iniciador de esta modalidad iconográfica fue el muralista José Clemente Orozco, quien impulsado por su pesimismo y su desencanto existencial, creó imágenes aterradoras de destrucción y muerte. La nueva figuración mexicana tuvo una vertiente catastrofista, impulsada en gran medida por el sismo de 1985, que dejó una huella indeleble en la memoria colectiva. Aquella tragedia marcó un cambio decisivo en la mentalidad de los habitantes de la urbe (el cual se hizo evidente en la elección presidencial de 1988), pero también incidió en la producción plástica, al reafirmar la “iconografía catastrofista” que practicaban varios creadores mexicanos, según observó Teresa del Conde (Historia mínima del arte mexicano en el siglo XX, ATAME Ediciones, México, 1994, p. 49). Un episodio dramático de la vida nacional como motivo de inspiración.
Con la lección orozquiana bien aprendida y con la experiencia traumática de 1985, los “catastrofistas” armaron discursos individuales cargados de escepticismo y desesperanza, aunque a menudo con buenas dosis de humor e ironía. El sentimiento apocalíptico que se alimenta del gusto, de la fascinación por la catástrofe (síntoma posmoderno, se dice) provocó el surgimiento de imágenes patéticas: cuerpos destrozados, desastres bélicos y naturales, paisajes desolados, etcétera. Jóvenes artistas como Estrella Carmona, Rubén Ortiz, Roberto Parodi, Georgina Quintana, Néstor Quiñónez, Diego Toledo y Germán Venegas, entre otros, crearon obras catastrofistas.
El catastrofismo produjo pinturas de gran fuerza expresiva. Dos de las más destacadas parecen haber sido inspiradas directamente por el terremoto. Me refiero a La persistencia de la memoria (óleo/tela, 1986) de Rubén Ortiz, y Nuestro valle (acrílico/tela, 1988) de Diego Toledo. En el primer cuadro, el autor se apropia del título del famoso cuadro de Dalí para ofrecernos una visión catastrofista de nuestra historia: la erupción de un volcán que arrasa con la memoria nacional simbolizada en una cruz, un Chac Mool y una pirámide; en el segundo cuadro, el autor presenta una visión de tipo nihilista, un paisaje desolador: el valle de México sembrado de cruces, convertido en panteón.
Posmodernidad
En México la posmodernidad fue recibida con desconfianza. Se le vio casi como una imposición del imperialismo. Se cuestionó sobre todo el que un concepto surgido en las sociedades postindustriales tuviera que ver algo con un país tan atrasado como México. Con igual desconfianza fue recibida la posmodernidad en el arte. Hubo críticos que consideraron al arte posmoderno un arte complaciente, que rompió con el espíritu de la vanguardia y los presupuestos de la modernidad artística, que rechazó lo que Octavio Paz definió como característico de la modernidad: la “tradición de la ruptura” (La otra voz. Poesía y fin de siglo, Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 50-51).
Ciertamente, los artistas neofigurativos nunca pretendieron insertarse en la “tradición de la ruptura”: no integraron un movimiento en sentido estricto ni concibieron al arte como un instrumento de transformación social. En un hecho, sin embargo, que no fueron pocas las obras neofigurativas caracterizadas por su sentido crítico y su carga irreverente y subversiva. Pienso, por ejemplo, en una de los cuadros emblemáticos de la posmodernidad pictórica: La carne de Cristo (óleo/tela, 1987), de Mónica Castillo. Se trata de una imagen sacrílega, una parodia burlesca de uno de los episodios fundamentales del cristianismo: la crucifixión.
Una exposición muy importante, que llamó poderosamente la atención y no precisamente por su calidad, fue En tiempos de la posmodernidad (Museo de Arte Moderno, 1988). Esta muestra, cuya curaduría estuvo a cargo de Esther Acevedo, María Estela Eguiarte, Blanca González y Eloísa Uribe, contribuyó decisivamente a crear confusión en cuanto a la definición del arte posmoderno. En la introducción al catálogo de la muestra, Acevedo señaló las características formales que se atribuían a una obra plástica posmoderna: “una revaloración del oficio, un desencanto ante las propuestas comprometidas socialmente, la utilización de elementos tradicionales y de carácter local, una vuelta a lo narrativo y a la figura, así como una glosa irreverente y burlona de las obras del pasado y un rechazo a la innovación” (En tiempos de la posmodernidad, INAH/UAM/UI/Conaculta, México, 1989, p. 11). En suma, un arte conservador.
A partir de un trabajo de investigación documental, Acevedo y su equipo construyeron un marco en el cual insertaron a numerosos artistas que supuestamente encajaban dentro de los parámetros establecidos de la posmodernidad. Fue así que en la exposición del MAM (que incluyó pintura, escultura, fotografía, grabado y diseño arquitectónico, en la que participaron poco más de 30 artistas) vimos obra de autores tan diferentes entre sí, que difícilmente se podía establecer un criterio para definir al arte posmoderno. La selección resultó por demás arbitraria, lo que hizo sospechar que el criterio de las curadoras para elegir a los participantes fue tan sólo que vivieran en tiempos de la posmodernidad.
A propósito de la exposición, Teresa del Conde publicó un artículo en el que expresó sus desacuerdos (“Posmodernismo en el MAM”, en La Jornada, 18 de junio de 1988, p. 18). Del Conde se quejó de la “pobreza de calidad pictórica” predominante en la muestra: “Si esto es lo posmoderno, olvidémonos de la tradicional calidad de la pintura mexicana y pongámonos a la moda”. La crítica de arte concluyó su artículo definiendo al posmodernismo: “un pastiche que abreva irreverentemente en el pasado sin pretender glosar estilos (como sucedió con los historicismos arquitectónicos decimonónicos), haciéndolo con sentido monumental y a la vez caprichoso”. Al igual que otros críticos, Del Conde vio en el arte posmoderno tan sólo una modalidad ecléctica sin pretensiones críticas y rebeldes. Lo cierto es que la posmodernidad marcó a los artistas de la nueva figuración y se convirtió en un abrevadero para muchos de ellos, ya sea que la interpretaran como una propuesta conservadora que negaba el espíritu de la vanguardia o como una propuesta progresista que planteaba una radicalización de la misma.
Neosalvajismo y transvanguardia
La nueva figuración mexicana se nutrió de influencias diversas. Fueron dos los movimientos pictóricos internacionales que más influyeron en los artistas figurativos nacionales: el neosalvajismo alemán y la transvanguardia italiana. Surgidos en los años setenta, estos movimientos neoexpresionistas revitalizaron la pintura y recuperaron la imagen, cuestionada fuertemente por el abstraccionismo y el conceptualismo que marcaron el periodo inmediatamente anterior. Ambos hicieron acto de presencia en el contexto del resurgimiento de la figuración que inició desde los años sesenta.
El neoexpresionismo surgió como una corriente artística que buscaba recuperar la imagen dramáticamente expresionista de la pintura alemana vanguardista de principios del XX. El término Nuevos Salvajes asocia a los neoexpresionistas germanos con los fauves, aunque también abrevaron en los movimientos expresionistas prototípicos (Die Brücke, 1905-1913, y Der Blaue Reiter, 1911-1914), en la nueva objetividad por su crítica social y su sátira y en otros maestros expresionistas como Max Beckmann, Otto Dix y George Grosz. Inspirándose en la realidad social y representando al mundo en toda su crudeza, los neosalvajes germanos continuaron y renovaron la tradición expresionista alemana.
En México se pudo apreciar la pintura neosalvaje germana en una exposición memorable: Origen y visión. Nueva Pintura Alemana, presentada en el Museo de Arte Moderno en 1984, durante la gestión de Helen Escobedo como directora. Dicha muestra, en la que participaron destacados exponentes del movimiento neoexpresionista alemán (Georg Baselitz, Dieter Hacker, Jörg Immendorff, Rainer Fetting, Anselm Kiefer, Markus Lüpertz y A. R. Penck, entre otros), tuvo una influencia decisiva: la obra de los neosalvajes alemanes “redefinió las expresiones de no pocos pintores jóvenes mexicanos de primera línea” (Teresa del Conde, “Una mirada a los ochenta”, en La Jornada Semanal, 7 de enero de 1990, p. 31).
La transvanguardia italiana, por su parte, surgió y se desarrolló en torno al crítico y teórico Achille Bonito Oliva. En Aperto 80, dentro de la Bienal de Arte de Venecia, Bonito Oliva anunció el surgimiento de la nueva corriente artística, a la que denominó transvanguardia. Incluyó en este grupo a cinco jóvenes pintores de diferentes regiones de Italia: Francesco Clemente, Enzo Cucchi, Sandro Chia, Nicola de Maria y Mimmo Paladino. Así iniciaron su camino al estrellato estos talentosos creadores, formando parte de una corriente vanguardista que tendría repercusiones importantes tanto en Europa como en América.
Marcada por el eclecticismo, la transvanguardia fue una tendencia que abrevó en el arte de la Antigüedad clásica, en las culturas tribales africanas, en la metafísica de De Chirico y Carrá, en los maestros del Novecento, en el futurismo y el simbolismo, en la iconografía manierista y barroca, siempre a través de citas fragmentarias en un juego irónico y paródico entre el sueño y la realidad. Bonito Oliva concibió a la transvanguardia como un neomanierismo, un arte en tiempos de crisis que en lugar de mirar al futuro asume una “posición nómada” y transitoria respecto a todos los lenguajes del pasado, se mueve “en todas direcciones” y es a un tiempo “enigma y solución” (La Transavant-garde Italienne, Giancarlo Politi Editore, Milán, 1981, pp. 13-14). Clemente, Cucchi, Chia, De Maria y Paladino desarrollaron propuestas personales, lenguajes distintos aunque igualmente inspirados en la historia del arte, en la reconciliación entre pasado y presente.
No fueron pocos los pintores mexicanos que abrevaron en el neosalvajismo alemán y la transvanguardia italiana: Alberto Castro Leñero, Estrella Carmona, Patricia Soriano, Eloy Tarcisio y Germán Venegas, entre otros. Debe subrayarse, sin embargo, que los artistas mexicanos supieron asimilar y adaptar a su genio estas influencias para crear sus lenguajes personales.
Epílogo
Así, la pintura neofigurativa de los ochenta ofreció múltiples propuestas estilísticas. No todo fue neomexicanismo. Poner en la mesa esa diversidad de expresiones fue la gran virtud de la exposición ¿Neomexicanismos? Ficciones…, que incluyó pintura, escultura, fotografía y algunos registros de performance y videos realizados en esa década. Pero hace falta profundizar más en el tema, no solamente en cuanto al arte de los ochenta en general sino también en lo individual (es imperdonable que de la mayoría de los artistas aquí mencionados no existan estudios monográficos). Eso sí: hay que ir más allá del neomexicanismo.
*Imgen: “Vista aérea del Valle de México” (1983), de Eloy Tarcisio.
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