Condenación eterna
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Nieto de Gabriel García Márquez y de Salvador Elizondo, Mateo García Elizondo osó tomar el camino del novelista. Se necesita, para sacudirse ese fardo, no sólo ser valiente sino operar un tipo infrecuente de vanidad, la debida a la templanza. El autor de Una cita con la Lady confía en su propio valor y en esta primera novela, lejos de actuar como niño rico prefirió despojarse de casi todo –tanto como su yonqui se despoja a la vez de la vida y de la muerte– y ejercer una de las formas más preclaras de la humildad artística: la variación.
Me explico. Para evadir a sus abuelos dio un paso más allá en su genealogía y buscó al maestro común de escritores tan distintos como García Márquez y Elizondo: Juan Rulfo. No le quita valor al desprendimiento de García Elizondo que Pedro Páramo (1955) sea un clásico al alcance de cientos de escritores y miles de lectores aún más allá de la lengua. Si García Márquez fue bautizado por Álvaro Mutis cuando vertió a Rulfo sobre su joven paisano, al llegar a la Ciudad de México donde nacería su nieto Mateo en 1987; si Elizondo tuvo a Rulfo, su colega como tutor en el Centro Mexicano de Escritores, como maestro absoluto, ello fue suficiente para que García Elizondo viajase en búsqueda de la raíz. Así, de manera explícita, desde la primera línea de Una cita con la Lady (Anagrama, 2019), su muerto-vivo es Juan Preciado y el Zapotal, otra Comala.
Dije variación, no imitación. Muchos, de jovencitos, escribimos cuentos y sucedidos imitando a Rulfo (o a Borges, lo mismo da). No faltaron, aquí y allá, quienes perseveraron, alcanzando a ver editada alguna de sus imitaciones. Se podría escribir –inclusive– una historia de la literatura escrita exclusivamente por imitadores. Pero una vez agotada la imitación y preservado el modelo, la variación se impone como seña de iniciados, mínimo o no tan mínimo homenaje y hasta como gesto de desesperación. La música es más expresiva al respecto que la literatura. De manera estentórea, juguetona u oblicua, Mozart hizo variaciones de Haendel, Reger de Bach y un largo etcétera donde la variación se impone como el homenaje que la virtuosa modestia le rinde al genio. García Elizondo lo admite, escondido tras su yonqui: “Arrastro mucho tiempo perdido tras de mí. Sé que todo se conjuga y se enlaza de alguna forma para llegar a este momento ensordecido y febril”.
Las imitaciones de Rulfo fueron cesando con el tiempo o porque quienes las ejecutaban maduraron o porque abandonaron la carretera. Hacia 1980, los Gardea y los Sada repoblaron el campo mexicano con otras tonalidades y un lenguaje que se alejaba del falsete rulfiano; más tarde vino Bolaño dándole al norte de México otra épica fúnebre, de la cual, fatalmente se desgajó la narconovela con su oportunismo periodístico y algunas de sus buenas plumas: el inmoralista Carlos Velázquez, Fernanda Melchor y su antropología del mundo mágico, la indignación transfigurada por el humor en Antonio Ortuño, para citar sólo a tres.
García Elizondo tiene un parentesco sólo fenoménico con ellos y aunque el español es de México (con algún colombianismo a manera de guiño), su mundo remite a William Burroughs y a los beatniks (tan mexicanos a su manera), pero no a Malcolm Lowry (falso amigo de García Elizondo aunque lo promocione así el redactor de la cuarta de forros).
Una cita con la Lady es, sobre todo, tras la goma de opio y la heroína, otro viaje al fin de la noche de un toxicómano, quien atraviesa la rulfiana zona de niebla entre la vida y la muerte en un momento cuya imprecisión es el logro mayor de García Elizondo: “No es fácil determinar el momento exacto en que crucé, porque pasé muy rápido de estar muerto en vida a estar en vida muerto, y mi experiencia no cambió tanto durante esa transición”.
Tampoco estamos –y podría serlo dados los estudios periodísticos del autor– ante el típico tejemaneje del guionista cuando le da por escribir novelas a toda prisa, creyendo que la literatura es cosa, también, de un “buen argumento” porque el de Una cita con la Lady, por cierto, no lo es. Es inverosímil un muerto-vivo dotado de un cuaderno donde cuenta su agonía. Eso sólo se le ocurre a un narrador desesperado por dominar el lenguaje y, a veces, por expresar un par de ideas capitales. Hace mucho tiempo que dejó de parecerme elogioso aquello de que tal o cual novela es “cinematográfica”. Nunca nos convencerán, en la pantalla, ni un Pedro Páramo ni un En busca del tiempo perdido.
Perdidas las imitaciones en bibliotecas o hemerotecas o en la Big data, aparecen las variaciones, más parecidas a la verdadera mímesis aristotélica que a lo que entendían los neoclásicos por la imitación. Por ello, la variación suele ser un lujo romántico y en México, partiendo de Rulfo, estaban las muy teoréticas de Cristina Rivera Garza y ahora, más novelesca, la de García Elizondo.
La variación, finalmente, suele ser confundida en nuestro siglo con la intertextualidad, cosa no tan revolucionaria como quisieran los novatores de oficio, ansiosos de revolución permanente en el arte. Por su forma y su desenlace, Una cita con la Lady es un relato conservador –pretendo ser malicioso– donde al yonqui se le ofrece lo que manda la ortodoxia: la condenación donde la muerte propiamente no es el fin de la vida sino la eternidad de un sufrimiento originado en ignorar la naturaleza de su tránsito.
García Elizondo lo imagina así: “El sueño es para el cuerpo, no para el alma, y enterrado aquí, a algunos metros debajo de mí, estoy seguro de que mi cuerpo sí descansa; pero para mí la muerte es un largo insomnio en el cual a veces pierdo el conocimiento, y cuando regreso sé que todo este tiempo he estado merodeando sin rumbo ni sentido ni saber exactamente qué es lo que estoy buscando ahora”. Novalis, acaso, se habría servido de lo aforístico para fijar esa ambivalencia, pero habría fantaseado con algo semejante.
Mi única objeción contra la novela de García Elizondo está en la página 132 cuando el autor cede al sentimentalismo y le regala, sin venir a cuento, a su yonqui el recuerdo de una buena infancia con papá proveedor. Un muerto-vivo no necesita de esas delicadezas.
La buena noticia es que Mateo García Elizondo ha escrito una sugerente (y fina) primera novela. No tan bueno será repetirle lo que seguramente ya le dijeron: la más difícil es la que sigue. Las variaciones, cuando son muy frecuentes, condenan al virtuoso a otro infierno, el del academicismo.
FOTO: Una cita con la Lady es la primera novela de Mateo García Elizondo./ Especial