El inventor de la política cultural

Jul 4 • destacamos, principales, Reflexiones • 3939 Views • No hay comentarios en El inventor de la política cultural

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

De todos los críticos literarios del siglo XIX acaso el más difícil de leer actualmente sea Matthew Arnold. Nacido en la Nochebuena de 1822 y fallecido en 1888 cuando nacía T.S. Eliot, fue hijo de un celebrado prefecto que legitimó el deporte en las universidades y se cuenta entre los Victorianos eminentes (1918), de Lytton Strachey. Matthew, vástago del doctor Arnold, realizó una obra no menos relevante. Liberal en las antípodas de John Stuart Mill, consagró al Estado como la Iglesia a venerar por los súbditos de la democracia porque sólo el ámbito de la sociedad política tiene potestad para salvaguardar y difundir la cultura.

 

Si nos escandalizamos de que un gobierno recorte los presupuestos universitarios, deshidrate museos y abandone a su suerte los sitios arqueológicos, dejando morir bibliotecas, librerías y editoriales, somos, sin saberlo, arnoldianos. En los años ochenta, cuando Margaret Thatcher hostigó a las instituciones culturales británicas, fue acusada de destruir el legado de Arnold, quien murió sin saber que muchas cosas que sólo prosperaron después de él, como la radio pública, la televisión educativa, los domingos de entrada gratuita a los museos, las ediciones populares de clásicos y hasta la promoción gubernamental de la ciencia, serían puestos a su póstuma custodia.

 

Pero Cultura y anarquía (1869), su obra insignia como crítico cultural, es ardua de entender sin ir y venir sin pausa hacia el aparato crítico, pues esta polémica contra el provincianismo de la cultura británica destaca por su robusto espíritu de parroquia. Arnold, como todos los victorianos, estaba obsesionado con el destino de la Iglesia de Inglaterra en manos de sus enemigos, los no conformistas, los católicos y otros sectarios, por quienes pedía tolerancia al mismo tiempo que los acusaba de difundir el filisteísmo, la barbarie y el culto al populacho. Entendía por “anarquía” no lo que fue pocos años después de su muerte –un movimiento terrorista que se llevó consigo a varias de las testas coronadas de Europa–, sino la ausencia de “cultura”.

 

 

Creía que cultura y más cultura eran el bálsamo que curaría la ignorancia, la miseria y la superstición. Fue más lejos, como lo señala René Wellek, uno de sus críticos menos pacientes: Arnold –cuyos celebrados poemas, a diferencia de su política cultural, no pasaron la aduana del siglo XX– llegó a creer que la poesía misma acabaría por substituir a la religión, pues en el fondo una y otra eran la misma cosa, útiles porque eran bellas (y no al revés como lo pensaban amigos y enemigos del Arte por el Arte). Y así como Eliot lo despreciaba a él, ante los románticos Arnold sólo veneró a Wordsworth, criticó el radicalismo de Shelley sin reparar en su poesía, tenía a Lord Byron por un caballero indigno de serlo y de Keats, aunque admitió que llegó a acercarse a Shakespeare en algunos versos, dijo que murió demasiado joven como para juzgarlo con rectitud.

 

Arnold nos cuesta porque los educadores, como la moral, pasan de moda. Más afrancesado que europeísta, quiso para el inglés algo similar a la Academia Francesa y por expresarlo fue denunciado, quizás con razón, por atentar contra las libertades del reino; fue corresponsal de Sainte-Beuve e imitador de sus peores mañas, erudito en griego y se dio a conocer discutiendo con pericia con todos los traductores de Homero al inglés. Menos exacta –aunque muy popular– fue su reivindicación de la nobleza espiritual de los celtas, de los que sabía muy poco, pero a quienes les ponderaba el haberle heredado a los británicos lo mejor de su carácter nacional, ensombrecido luego por la sangre normanda. Como todo su siglo, Arnold creyó en las razas aunque –es improbable que nuestro José Vasconcelos no lo haya leído– juzgó progresista al mestizaje.

 

Se alistó Arnold en la ya entonces antañona batalla entre los Antiguos y los Modernos, propia de la Francia del Gran Siglo, proponiendo –como Stendhal y Eugenio d’Ors– una diacrónica solución de compromiso. Moderno es aquel que se da a entender en todos los tiempos y antiguo quien se limita a alimentar a su propia época. El clásico Tucídides, según Arnold, siempre será un moderno, mientras que Sir Walter Raleigh, autor de una Historia del mundo (1614), tan sólo un eminente isabelino.

 

 

Mal reseñista de libros, como se comprueba leyendo sus series de Essays in Criticism (1853-1875), Arnold nació antes de que lo reclutasen los Estudios Culturales, a los cuales remotamente apadrinó. Tuvo un momento de oportuna inspiración, cuando le recordó a la Humanidad (empezando por sus criticadas ínsulas) que, pese a la confusión sembrada por los puritanos, era hija lo mismo de los helenistas y de los hebraizantes, de Atenas y de Jerusalén. El hombre culto –que para Arnold debía serlo todo buen ciudadano– se debe lo mismo a Sócrates que a los profetas. El primero le brindó el conocimiento de su humanidad; los segundos lo fertilizaron con la ansiedad del Absoluto. El crítico victoriano no fue, desde el luego, ni el primero ni el último en hacer esa distinción. Después de él, Lev Shestov escribió en 1938, Atenas y Jerusulén, un libro que saca rayos y centellas. Pero Arnold, por ser un spinozista discreto y quizá debido a su condición privada de agnóstico apasionado por las religiones, escribió –entre las que conozco– la explicación más transparente.

 

Stefan Collini dice que la voz de Arnold, en todos sus matices, sólo la puede entender un inglés. Yo agrego que la admiración absoluta del victoriano por Heine sólo puede compartirlo quien lo lea –como él– en el original alemán, porque es de esos poetas capaces de hacer trastabillar al mejor traductor, dejándonos a los ignaros sin cuentas claras. Lionel Trilling, quien hizo de su Matthew Arnold (1939) un modelo de lo que debe ser una biografía intelectual, recuerda que Arnold fue el primer escritor inglés en conocer, dado su modesto empleo de inspector de escuelas provincianas y en el novedoso ferrocarril, todo el Reino Unido, asiduo de sus más ignotos rincones. Henry James, quien asistió desde Londres a sus exequias en Liverpool, dijo que esa desagradable tarea fue una manda elegida por Arnold para alejarse de la poesía.

 

Como su maestro Sainte-Beuve, nada entendió Arnold de la novela moderna ni supo cómo y cuándo la prosa devino ficción, escandalizado porque “un bruto” como Dickens fuese enterrado en el rincón de los poetas de la Abadía de Westminster. Gracias a los rusos, un aficionado como Melchior de Vogüé arrojó luz sobre Le Roman russe (1886) y profetizó que el hombre cambiaría tras leerla. Arnold mismo reseñó Anna Karenina, a grandes rasgos, cuando apareció en inglés un año después y culminó su escrito elogiando el heterodoxo cristianismo del conde Tolstói, cuyas andanzas poligámicas, en contraste con su expresa gazmoñería, de conocerlas Arnold las habría repudiado como típicamente filisteas.

 

Para mi sorpresa, la crítica literaria fue muy lerda en tomarse en serio a la novela. Sólo hasta que un novelista se hizo cargo del asunto, ese género comercial y bastardo, denigrado por ser propio de mujeres –el público lector más conspicuo e inteligente en el misógino siglo XIX– fue vindicado. El valiente fue James, con “The Art of Fiction” (1884), quien no en balde prologó –para darse a entender– casi todas sus subsecuentes y complejas novelas.
Collini, otro arnoldiano, en su propio Matthew Arnold (1988), dijo que así como el victoriano honró la memoria del vizconde de Falkland, admirado por ambos bandos en conflicto durante las guerras inglesas del siglo XVII, la herencia de Arnold, en Inglaterra, se la han peleado izquierdas y derechas. Las primeras lo tienen por el apóstol de la democratización de la cultura; las segundas por ser quien concentra los valores de la cultura canónica frente a la anarquía posmodernista. Concluyamos con que Arnold, a tirios y troyanos, les forjó armas y armaduras cuya simetría, en el combate cuerpo a cuerpo, daba la impresión de ser la propia para una antigua batalla. Pero en realidad, decía él de Lord Falkland y se puede decir también de Matthew Arnold, los preparó para las contiendas del futuro.

 

FOTO: Matthew Arnold es autor de Cultura y anarquía (1869), obra referente de la crítica cultural en Gran Bretaña./ Británica

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