Memorias de un refugiado

Sep 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 4931 Views • No hay comentarios en Memorias de un refugiado

POR DIEGO GÓMEZ PICKERING

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Mediterráneo. Del latín Mediterraneum. Mare Nostrum. Mar de todos, mar de nadie.

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El levantino, hijo del sumerio, del babilonio, del mesopotámico, del bizantino, del heleno, del romano, del cruzado, del otomano y del fenicio; nace andando y hollando camino. Por sus venas corre el exilio y su vida es un perpetuo devenir. Es su historia refugio constante, huella perenne, herida siempre sangrante. Así le describen sus poetas y sus cronistas. Sea Mihyar el de Damasco o Bashar el de Siria. Peregrinos, Adonis, Darwish y Cernuda. Peregrinas, Siria, Andalucía y Palestina. Peregrinos judíos, yazidíes, caldeos, maronitas, drusos, kurdos, circasianos, armenios, griegos, ortodoxos, alauíes y coptos. Refugiados todos.

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En los primeros siete meses del 2015 más de cien mil personas han cruzado el Mediterráneo con la intención de llegar a las costas europeas. Desde las playas de Turquía y de Libia hasta la isla italiana de Lampedusa y el archipiélago del Dodecaneso. Casi medio millón más, según organizaciones internacionales, han iniciado el periplo desde sus lugares de origen, lo mismo las montañas orientales de Eritrea que los desiertos dominados por el Estado Islámico en la cuenca del Éufrates, a fin de embarcarse. Algunos lo han logrado, muchos más han muerto. El paraíso de las élites y sus yates, el infierno de los refugiados y su eterno camino. Esta es la historia de uno de los supervivientes.

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Bashar

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Son pasadas las doce del día y el calor se asienta en la plaza del ayuntamiento en el centro de Malmö. La brisa, mezcla de los vientos del Báltico y del Mar del Norte, se siente con fuerza a la distancia. Los rayos solares acarician la piel y el ambiente, salpicado de gafas oscuras y sonrisas, es festivo. El bullicio del mercado público cercano se suma al del jardín de niños, a mis espaldas, que inicia el descanso matinal de los infantes.

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Basta cerrar los ojos para transportarse a Damasco. Por más lejana que parezca, la capital de Siria se siente aquí tan viva como el sol en la piel.

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Al Salaam Aleikum!”
“Aleikum Al Salaam!”
Kifak ente? Shu abarak?”
“Kulu tamaam, nushkurallah”
Alhamdulillah!”

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El ritmo del árabe levantino endulza los oídos y seduce el entendimiento. Un idioma que hace poemas, odas incluso; con sus respectivos héroes, como Bashar.

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El intercambio de cumplidos y saludos se extiende por minutos que parecen horas, años quizá, como los que han pasado desde la última vez que nos vimos. Eran otros tiempos, era otra Siria y otro Bashar. Su físico imponente no lo ha perdido, ni sus 2.1 metros de estatura. El abrazo es largo.

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“Qué guapo te ves”, una forma de decir que el encuentro le da mucho gusto. Bashar sabe que es mutuo.

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Cuando nos vimos por última vez durante el mes de Ramadán del 2011, Damasco despertaba de un letargo que habría de convertirse en la guerra civil más convulsa en la historia moderna del Oriente Medio y Bashar recién se había comprometido con Marua. Cuatro años y demasiada sangre, una historia para la que no alcanzarían todos los libros del mundo. “¿Cómo estás?” una pregunta insulsa que de manera torpe sirve para amainar el raudal de emociones y para cuya respuesta nunca puede estarse lo suficientemente preparado.

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Bashar apenas cumplió treinta y un años pero su semblante refleja muchos más. El mayor de cuatro hermanos, dos mujeres y dos varones, nació en el seno de una familia suní en Maidan, uno de los suburbios más tradicionales entre la clase trabajadora urbana de la capital siria. El consentido de su madre se convirtió también en su protector y proveedor desde que su padre muriese de un infarto cuando Bashar tenía 18 años. La pensión heredada como empleado gubernamental ayudó en esos primeros años para que la familia se mantuviese a flote, la inteligencia en las decisiones tomadas por Bashar garantizó que nunca se hundiera. Hasta que el destino quiso algo distinto para ellos, y para Siria entera.

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Cuando la engañosamente llamada “primavera árabe” llegó a Siria en marzo de 2011, a través de las manifestaciones púbicas en las calles de Deraa, nadie imaginó que el país entraría en una espiral de violencia que terminaría por llevarlo al límite de la autodestrucción. En ese entonces Bashar llevaba un par de meses de haber montado su primer negocio, un despacho de diseño e imagen en donde daba rienda suelta a su talento como diseñador industrial. Tras graduarse de la Universidad de Damasco y trabajar para una editorial por varios años, Bashar pidió un préstamo a su tío y decidió embarcarse por cuenta propia. El nicho elegido no podía ser más auspicioso, tras diez años de una política económica de apertura y la llegada al país de capitales e ideas lo mismo de Europa que del vecino Líbano y los países del Golfo Pérsico, Bashar Al Assad había logrado transmutar la Siria heredada de su padre Hafez, abriéndola al mundo. Sin embargo, la historia habría de enseñarle que mucho le faltaba por hacer.

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Los primeros meses del conflicto, en Damasco la vida continuó como si las crecientes protestas callejeras, ahora multiplicadas en Aleppo, Homs y Hama, estuvieran sucediendo en un país ajeno. “Nunca imaginamos lo que vendría” espeta Bashar. El negocio iba bien, había acordado un par de campañas publicitarias con una compañía local de teléfonos móviles y otra con el Centro Cultural Ruso. Incluso, el aire cálido y seco que antecede los veranos levantinos permitió a Bashar encontrarse con los ojos almendra de Marua durante una de las noches de poesía de las que era asiduo en los bajos del hotel Blue Tower. Ojos que aderezados con un poco de arak terminaron conquistándole.

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“Todo fue demasiado rápido, demasiado pronto, demasiado triste” dice con la mirada fija en el horizonte. Primero fueron los toques de queda por las tardes y luego el cierre paulatino de los bares, restaurantes, del cine y los cafés. Damasco se fue transformando. Llegaron las desapariciones, primero por días, luego por meses, de algún conocido, de algún amigo, de algún familiar. Los rondines de la policía secreta, las redadas de los grupos paramilitares, la marea de combatientes que hablaban persa y las noches en vela. Maidan, el barrio en el que creció de niño, se convirtió de repente en la última trinchera de una batalla más. Las manifestaciones monitoreadas por el gobierno dieron paso a los enfrentamientos con el ejército. Las tiendas no volvieron a abrir sus puertas y los autos vararon abandonados por el combustible. Cuando una bomba explotó en la casa vecina anunciando la llegada del invierno junto con el requerimiento escrito por parte del ejército para unirse al frente a la semana siguiente, Bashar supo que era imposible volver atrás. Sólo quedaba seguir. ¿A dónde? era la gran pregunta sin respuesta.

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La primavera

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Primero fue Marua, su primer y único amor, arrancada por su familia de la vorágine y ahora en Jordania. Poco después su hermana la mayor, que junto con un bebé de meses tomó un avión con su marido a Dubái para establecerse ahí, “en tanto las cosas se calmaran”. Le había de seguir el hermano menor de Bashar, pero en su camino sí hubo de interponerse el ejército, se lo llevaron al alba, obligándole a ponerse un uniforme verde olivo usado y a llevar al hombro un rifle tan descompuesto como su moral. Sólo dos años después, habiendo matado, matándose, pudo cruzar a hurtadillas la frontera siria con Turquía y comenzar su verdadera lucha por la libertad, aunque le llamasen desertor. Para Bashar, su madre y la benjamín de la familia no quedaron vuelos, ni tampoco dinero suficiente. La premura de los tiempos les hizo meter en un par de maletas las pertenencias más importantes y la documentación básica.

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La víspera, el mismo tío que le había prestado dinero para montar el negocio fue “levantado” por elementos de la policía secreta acusado sin pruebas de favorecer la insurgencia. Su crimen, como el de tantos otros, fue pertenecer a un credo equivocado, suníes en tierra de alauíes, chiíes perseguidos en donde predican wahabíes. Las señales indicaban el camino. Los primeros cien dólares los gastaron en un destartalado Mercedes azul marino a través de caminos minados de hoyos y francotiradores les llevó a través de la cordillera del Anti Líbano hasta la frontera. Los siguientes doscientos fueron repartidos casi en partes iguales entre los guardias fronterizos y aduanales sirios y libaneses; los primeros con el fin de acallar las demandas marciales de llevar a Bashar a cumplir su citatorio como conscripto, los segundos para garantizar la entrada de las dos mujeres y el joven en Líbano, aún sin contar de por medio con un “permiso” de internación.

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Dos mil dólares más del patrimonio se diluyeron en los tres meses siguientes. De la montañosa frontera llegaron al Valle de la Bekaa, inundado por tantos otros sirios que huían de su realidad. El campamento dispuesto por Naciones Unidas se convirtió en una nueva prisión; decenas de miles de almas en pena, la escasez de lo más básico, condiciones insalubres y el frío amenazante del invierno en ciernes. Un par de semanas para pensar. El tío del primo de la hermana del amigo de siempre les dio asilo en un maltrecho pero cálido departamento en uno de los barrios satelitales de Beirut. Los ahorros enflacaban pero las esperanzas crecían.

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Bashar consiguió un trabajo de segunda mano en una imprenta pero no así la documentación necesaria que justificase su presencia en el Líbano. La capacidad ahorrativa disminuía con los constantes sobornos y frente a la más mínima amenaza de ser delatados “ante las autoridades”. La vecindad libanesa con Siria convertía en una temible posibilidad la repatriación a Damasco. Las opciones se volvieron truncas y la rutina de lo habitual un sueño inalcanzable. Una transferencia de su hermana desde Dubái inyectó a Bashar un modesto pero nuevo presupuesto. Las noticias del escape de su hermano a Turquía, nuevos bríos. La familia, aunque dividida, volvía a serlo. El recuerdo de su padre, muerto hace tanto tiempo, presente.

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Cuando el tío del primo de la hermana del amigo fue detenido por militares libaneses y pasaron dos semanas sin saber de él, Bashar, su madre y su hermana la pequeña supieron que debían despedirse de Líbano. Ahorros nuevos convertidos en dólares frescos y transferencia emiratí convertida en billetes de avión con destino a Alejandría, los tres hicieron de nueva cuenta camino con lo puesto. Egipto, único país a la redonda sin solicitar visa para portadores de pasaporte sirio, fue la opción natural. Irak siempre significó Siria pero con más dolor y olor a muerte. De Alejandría, al menos desde Damasco, habían escuchado. Aunque nunca la historia completa. El Mediterráneo, sobre el que volaban, terminaría, a golpes de pecho, por contárselas.

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Malmö

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En Alejandría, a empezar de nuevo. Todo era distinto y al mismo tiempo lo mismo. El acento de los egipcios chirriaba en los tímpanos, sobre todo cuando iba acompañado de los insultos con que los locales se refieren a los refugiados sirios. Perro, terrorista, mendigo, prostituta, apóstata. Los castigados alejandrinos, vapuleados lo mismo por el depuesto Mubarak que por la plataforma política de los Hermanos Musulmanes, se convirtieron en el flagelo que criticaban cuando de sus “parientes lejanos” se trataba. El tiempo transcurría lento como los trabajos eventuales que conseguía Bashar. Un año que supo a cientos.

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La contestación hubo de llegar pronto, dos veces el mismo día. En la tarde en los escalones a los que daba sombra la nueva Biblioteca Alejandrina, conversando con otros como él, sirios. “¿Quieres salir de aquí? Yo te ayudo, 800 dólares por cabeza”. Bashar sonrió con esa sonrisa medio rota que ahora me regala sin pedir nada a cambio. Lo desestimó, pero no por mucho.

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En la noche, de vuelta a casa, la madre lloraba desconsolada. La impotencia se apoderó de Bashar. El casero quería llevarse ese mes algo más que el alquiler. La hermana menor estaba en edad casadera y darla en matrimonio al sexagenario era la mejor forma de asegurar que les devolviese a madre y hermanos los pasaportes con el sello que les garantizaba la residencia legal en el país. Poco importaban los cientos de dólares ya pagados al intermediario para lograr los sobornos necesarios. Poco importaba la primera esposa del peticionario, siempre habría lugar para una segunda, joven y fértil. Los pocos días de gracia para responder corroboraron a Bashar las respuestas que buscaba.

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A la mañana siguiente Bashar buscó al interlocutor de la otra propuesta. Dos mil cuatrocientos dólares sonantes, lo mucho de lo poco que quedaba. Corrían con suerte, esa misma tarde zarpaba un “barco”. Europa era la respuesta, aunque la interrogante siguiera.

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Los pasaportes, como la dignidad, irrecuperables. Alejandría quedaba atrás. Informaron a Turquía y a Dubái del viaje, pero nunca del destino. Eclipsó la noche y también su futuro. Fueron las doce horas más largas de su vida en un navío hacinado. La promesa del paraíso disfrazada del infierno de la realidad. La tripulación ausente, marejadas enormes en una tormenta anunciada que no les supo dejar desde Damasco. Rumbo perdido. Cuando el agua comenzó a meterse, el vínculo entre madre, hermano y hermana se rompió. Habiendo sobrevivido guerras y pesadumbres, no pudo nada contra la naturaleza de lo que estaba escrito. “Lo siguiente que recuerdo es estar en la cubierta a pleno rayo del sol con la guardia italiana”. Poco alentadora la misión de rescate que no pudo hacer nada por su madre ni por su hermana. Con la treintena de sobrevivientes a Bashar le desembarcaron en Sicilia, llevándole directo al centro de acogida de inmigrantes. ¿Inmigrante? Eritreos, nigerianos, afganos y tantísimos sirios. La primera noche del resto de su vida.

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“A la mañana siguiente nos abrieron las puertas y nos dijeron son libres”. Había que ahuecar espacio, para los que llegasen, tras de ellos, esa noche. Llegó en tren hasta Milán, sin dejar de hablar en árabe. De ahí hizo camino por Francia, Alemania y Dinamarca, hasta llegar a Suecia. “Aquí tenía ya un primo”. La sonrisa reaparece, ahora sí gratuita, graciosa. “De eso hace ya ocho meses”. Entregada la solicitud de asilo, Bashar tiene derecho a techo, ropa, comida, algunas coronas suecas y un vale de transporte. Su hermano ha llegado hace pocas semanas. La familia finalmente se reencuentra, aunque el Mediterráneo siga estando de por medio. Eterna barrera y puente entre su añorada Siria y su anhelado presente.

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*FOTO: En la imagen, pareja de migrantes luego de su arribo al puerto de El Pireo, próximo a Atenas, Grecia/Reuters.

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