Memorias incompletas del desempleado Rodríguez
POR ALEJANDRO BADILLO
Soy el desempleado Rodríguez. Camino por las calles con mi maleta abultada, repleta de solicitudes de trabajo, fotografías en diversos formatos y recomendaciones laborales. Nadie lo sabe pero, en las noches, con la minuciosidad de un relojero, alumbrado por la mala luz de una lámpara, lleno decenas de formatos con letra menuda y precisa, como si mi caligrafía pudiera evidenciar un perfil eficiente y, al mismo tiempo, humilde. Creo que cualquier detalle, por más nimio que sea, puede detonar el último convencimiento, esa corazonada que necesita el empleador para contratarme. Sin embargo, hasta el momento, por más esfuerzos que hago, no he tenido suerte. Subo a un autobús del transporte público y acompaño —con una simpatía que esconde una secreta envidia— a los afortunados que se dirigen a sus trabajos. Miro sus trajes recién planchados y el gesto ansioso cuando un alto se prolonga demasiado y miran de soslayo, procurando no delatarse, sus relojes.
No siempre he estado en esta situación. No siempre he sido un barco encallado esperando un golpe de suerte para volver al mar. Hace años trabajaba en una empresa de seguros. Hice mi vida, mis planes y mi futuro, alrededor de la venta de pólizas de autos, de riesgos médicos y hasta de estudios. Mi discurso era efectivo y provocaba una sonrisa de complicidad seguida de una probable esperanza de compra. No había semana en que no vendiera algo. Enumeraba riesgos, escenificaba con talento las ventajas de contar con un seguro que rescataría a una familia de la desgracia financiera. Mis artes actuaban hasta en los individuos más reticentes que ablandaban el gesto y me aceptaban, al menos, mis tarjetas de presentación. Nunca preví que el que estaba en riesgo era yo. Este año toda mi suerte cambió. Era como si tuviera una enfermedad invisible. Cada póliza de seguro era rechazada con cortesía. Cada cliente seguro se revelaba, a los pocos segundos, como un fracaso en ciernes. Mi productividad bajó. En los pasillos de la empresa mis compañeros me evitaban y las secretarias apenas me dirigían la palabra. Entonces, sin mayor ceremonia, con un magro cheque y un ademán apresurado, me despidieron. Tranquilicé a mi mujer diciéndole que el mundo era un lugar de oportunidades, que muchos clientes satisfechos me ayudarían a encontrar un nuevo empleo. Sin embargo, en el fondo sabía que mis palabras eran mentira: el futuro era un paisaje cenagoso y, partir de entonces, no sólo tendríamos que ajustarnos a una vida más austera sino a inventar esperanzas de la nada.
Ir por la vida casi sin dinero tiene sus ventajas: se cultiva una meticulosa previsión y una personalidad estoica. Cada moneda es un tesoro y cada gasto, por pequeño que sea, involucra una decisión de vida o muerte. Por esta razón, después de un tiempo de búsqueda, me volví más reflexivo. Cuando voy a una papelería a sacar copias de mi currículum o cuando estoy en la antesala de una entrevista pienso en el limbo en el que vivo: deseo conseguir trabajo pero, al mismo tiempo, disfruto la libertad que sólo otorga la falta de obligaciones. Cambiar de planes mientras camino por la calle me provoca una felicidad no exenta de culpa: un acto prohibido que debo mantener en secreto, sobre todo cuando encuentro a algún conocido en la calle y, después de un instante de vacilación, entramos a un café o, peor aún, a una cantina. Algunas veces se unen al convite más desempleados, seres consumidos por la desesperanza y por la búsqueda. Redimidos por la confidencia, por los comentarios procaces y certeros, pedimos las primeras copas que serán las únicas, pues nuestros exiguos ahorros no dan para mucho. Bebemos muy poco a poco mientras jugamos fragorosas partidas de dominó. Las copas al fin se consumen y, sin estar una pizca borracho, después de una victoria que, en esos instantes, me hace olvidar mi frágil presente, les digo a mis compañeros que mi trabajo es buscar trabajo y que, de alguna forma, esa actividad me otorga un lugar respetable en el mundo. Mi breve discurso cosecha un ambiguo silencio que se extiende a las mesas contiguas. El barman parece aprobar a la distancia mi confesión y la espera crea un espacio apenas ocupado por el regodeo de una mosca sobre nuestras cabezas. Entonces, mis compañeros, al fin solidarios, me palmean la espalda y salimos del lugar con una felicidad conforme y efímera.
Hay días esperanzadores. El cielo parece más claro y creo vislumbrar una señal de fortuna cuando encuentro un asiento vacío en el transporte público. Mientras pasan tras las ventanillas edificios, cruceros y gente, me digo que mi búsqueda es un dardo quizás lanzado al azar y que por eso ha fallado demasiado. Pero de inmediato recapacito y me convenzo que, por elementales probabilidades, debo estar cerca del blanco. Sin embargo regreso a casa con las manos vacías. Ceno mirando la televisión y pienso en lo que haré cuando se averíe. El tiempo que desgasta objetos y que obligará a nuevos gastos es, en realidad, mi enemigo. Vuelvo a las calles con nuevas direcciones para visitar. Saludo, me siento, apunto teléfonos en una pequeña libreta de notas. Llego a oficinas en las que individuos casi iguales me ofrecen un gesto vacío y un formato que casi conozco de memoria. Lo lleno y me pregunto si mi perfil será el adecuado, si aceptar el café instantáneo que me ofrece una recepcionista en un humeante vaso de plástico podrá cambiar mi futuro o es mejor rechazarlo para dar una señal de energía y suficiencia. He estado tanto tiempo sin trabajo que pienso que he ensayado cualquier cantidad de estrategias y combinaciones que calculo exitosas: el apretón final de manos que trato de demorar para transmitir confianza; la pulcra y elaborada sonrisa que sobrevive al embate de una negativa.
Una vez mi suerte pareció cambiar y me llamaron para una segunda entrevista. Era una empresa que fabricaba jabones entre otros artículos de limpieza, algunos de nombres tan extraños que parecían medicamentos. Alisté mi mejor traje y me informé para no delatar mi inexperiencia en el ramo. Era el único en la sala de espera. Me sentía como el astronauta que ha sido seleccionado para el lanzamiento definitivo y espera, entre incrédulo y ansioso, que no haya un desperfecto final. La secretaria pronunció mi nombre y me condujo a una oficina cuyas paredes vacías parecían interrogarme. Un hombre de cabello engominado, de impecable traje de lino, me saludó. Sus dientes brillaban. Empezaron las preguntas de rutina que sorteé con la seguridad de un delantero que esquiva al último defensor antes de enfilar al arco contrario. El hombre me miró directo a los ojos. Después, casi en cámara lenta, metió mi expediente en un fólder y pareció meditar su decisión. Quedaron al descubierto las venas que recorrían el dorso de sus manos y sentí que mis huesos se desmoronaban uno por uno. Mientras el hombre empezaba a articular una palabra pensé que, llegado a este punto, no podía aceptar una nueva negativa. Simplemente no podría soportarlo. Incluso una demora en la decisión final sería, para mí, un salto al vacío. Es difícil explicarlo pero sentí que no estaba preparado para enfrentar la situación. El mundo entero, con todo su caos, su violencia y su terrible belleza, se me vino encima. Justo cuando la palabra salía de los labios de aquel hombre me levanté del asiento y salí de ahí dejándolo con un palmo de narices. Sobra decir que ya en la calle me detuve y estuve rondando un buen rato la cuadra, como perro extraviado que no sabe qué hacer con su ofuscación. Pero pudo más la vergüenza y opté por emprender el regreso a casa. Antes de ir a la esquina en donde pasaría el camión me refugié en un bar de mala muerte y gasté los últimos pesos del día en una cerveza tibia que presagió las noches que pasaría en vela, reconstruyendo febrilmente aquella palabra que no tuve el valor de oír.
A veces pienso que he muerto: seguramente, el día de mi despido, aturdido por la situación, con el cheque apretado entre mis manos, crucé la calle con el semáforo en verde, fui atropellado y quedé como alma en pena, vagando por un empleo reservado sólo a los mortales. Sin embargo, a pesar de esta posibilidad que gana peso con los días, despierto, apago la alarma del despertador, le doy un beso a mi mujer, bajo a la cocina a prepararme cereal con leche y salgo a la calle, como el torero que sale a un ruedo inexplicablemente vacío, esperando encontrar algo que, a estas alturas de mi vida, no sé si exista.
* Autor de Tolvaneras (Cuadrivio, 2014).
* Fotografía: Leticia Barradas / El Universal.
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