“Mi escritura es un género bastardo”

Feb 22 • Conexiones • 2603 Views • No hay comentarios en “Mi escritura es un género bastardo”

POR MARTÍN LOJO LA NACIÓN/GDA

 

Hablar con Pedro Lemebel produce la misma sensación de alteridad radical y encantamiento que leer la prosa barroca de sus relatos y crónicas, o ver los registros de sus performances. La entonación abolerada y los adjetivos filosos del escritor, artista visual y militante chileno son las armas con que atrapa la singularidad del mundo marginal y castiga a la farándula cómplice del pinochetismo en las crónicas de La esquina es mi corazón (originalmente publicado en 1995 y editado en México en 2013) y De perlas y cicatrices (1997).

 

Ese estilo marca también el tono de su posición política que, ajena a toda conciliación heteronormativa, intensifica las diferencias para retratar el mundo homosexual en Loco afán (1996), sus “crónicas del sidario”, donde otorga un lenguaje afirmativo a aquellos a quienes “se les ha pegado la sombra”. Aunque las crónicas llevan lo mejor de su escritura, es más conocido fuera de Chile por la novela Tengo miedo torero (2001), en la que cuenta la historia de la Loca del Frente, un gay soñador que se enamora de un militante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, en la víspera del atentado contra Augusto Pinochet que la organización realizó en 1986. En esta entrevista, Lemebel cuenta cómo se gestó esa historia de amor en tiempos violentos.

 

—¿Por qué elegiste narrar en tu novela el atentado a Pinochet?

—Porque yo estuve ahí: yo vivía en un barrio muy contento hasta que me golpeó la puerta un joven muy hermoso. Me pidió que le guardara unos paquetes pesados. Decía que eran libros prohibidos. Presté mi casa para que se hicieran reuniones y para que se guardaran otras cosas.

 

—¿Sabías que eran integrantes del Frente Patriótico y que planeaban un atentado?

—Sacarse al tirano de manera violenta era impensable en Chile. Era muy difícil establecer una organización que resistiera al gobierno en una ciudad tan pequeña, donde todo se sabe, donde siempre hay una vieja mirando detrás de una cortina, dispuesta a delatar. Yo no supe nada hasta que conocí al joven que se presentó a mi puerta.

 

—¿Cuándo descubriste qué era lo que ocultaban en tu casa?

—Vivía con dos amigas en una casa abierta. Cuando llegaban los chicos del Frente a dormir, no me dejaban verlos. Eso ya era sospechoso. Un día llegué a la casa y estaba mi amiga acostada con la cabeza sobre un tubo enorme de cobre. Le dije: “Pero niña, por Dios, ¿qué es eso?, parece condón de dinosaurio”. Me dijo que eran unos planos de la universidad que había dejado el Carlos. Lo paramos, le quitamos la tapa y nos encontramos con la punta del rocket que se usó en el atentado.

 

—¿Nunca te sentiste en peligro?

—Un día, fuimos con una amiga gay a entregar unas bolsas y nos encontramos con la policía que detenía gente. Llevábamos las bolsas colgadas del brazo disimulando el peso. Nos preguntaron de dónde veníamos. Les dije “del mercado”, y nos contestaron: “¿Por qué no nos cocinan algo?” La homosexualidad también sirvió de escudo. Aunque mis compañeros me decían que si me agarraban, se iban a hacer un festín. En su tiempo la sacamos muy suave. Cayeron todas las casas de alrededor, que servían de seguridad, y la nuestra no. Era un lugar donde había homosexuales y hippies, había música todo el día. No era sospechoso.

 

—¿Cuándo decidiste escribir la novela?

—Tenía veinte papeles que escribí en esos años de urgencia y luego se perdieron. Los encontré en los años noventa y, al releerlos, vi que había material para una novela. La escribí en seis meses. No se llamaba Tengo miedo torero. Se podría haber llamado La loca del frente, por ser una loca como cualquier otra, y a la vez por el Frente Patriótico. Un día me encontré con una travesti vagabunda de casi ochenta años, que me dijo que hacía show de la Sarita Montiel. “¿Y qué cantas?”, le pregunté. “Bueno, El relicario y Tengo miedo torero, que va así: ‘Tengo miedo torero / que en la tarde tu risa flote'”. ¡Qué bello! Le puse el título por eso, me encantó. Es evidente que si no hubiera leído El beso de la mujer araña, no la habría escrito. Manuel Puig es una referencia gravitante en la novela. Pero allá resultó curiosa la participación de este homosexual en sucesos violentos. No estaba en la imaginación chilena la polvera explosiva ni el rímel de nitroglicerina.

 

—¿Cómo fue recibida en Chile?

—Cuando la escribí había un boom de la nueva novela, aunque se trataba más del nuevo mercado de los escritores jóvenes. En ese momento yo era el maricón de la crónica y no les importaba a los editores, que buscaban “novelistas”, “la representación del mundo”. Me tiré con esta novelita y me resultó. A Bolaño no le gustó. Le parecía una novelita rosa, un folletín. ¡Eso era, pues, niño! ¡Un folletín cursi!

 

—¿Por qué prefieres dedicarte a la crónica más que a la ficción?

—Soy un poco antificción, porque aunque la escritura sea un trabajo simbólico, necesito que lo que escribo haya pasado por este cuerpecito de alguna manera. Empecé escribiendo cuentos y me fue muy bien. Pero en algún momento sentí que se vivía una situación tremenda en mi país. Había un horror que estaba tapado por el esplendor económico de esos años, entre 1980 y 1986. Nos íbamos a Brasil y comprábamos de todo. Me di cuenta de que no podía escribir cuentos cuando la realidad estaba quemando mi acontecer. Por eso me dediqué a la crónica, que me quedó como anillo al dedo.

 

—¿Cómo encontraste tu estilo de cronista?

—Mi crónica no es la que hacen los cronistas latinoamericanos ahora. Los periodistas dicen que hago literatura y los literatos, que hago crónica. En ese intermedio se mueven mis letras y aparentemente se mueven bien. Mi escritura es una mezcla de estilos, un género bastardo, un pastiche de la canción popular, la biografía, el testimonio, la entrevista, las voces y los susurros de la calle. Con esos materiales, literarios o no, me muevo.

 

—También te dedicaste al performance con el grupo colectivo Las Yeguas del Apocalipsis. ¿Cuándo empezaron su trabajo?

—En 1987. Cuando entrábamos nosotros, ponían guardias: “¡Vienen Las Yeguas del Apocalipsis!”, como si fuéramos quinientos españoles bárbaros, y éramos dos, Francisco Casas y yo. Aunque después hemos entrado en la historia del arte latinoamericano, en ese momento nadie sabía qué hacíamos. Nos decían que hacíamos performance. “Ah, ¡qué linda palabra!”, decía yo, “suena como un pasaje a Nueva York”. Y así fue.

 

—¿Cuál era la intención del grupo?

—Quisimos poner en escena la homosexualidad, que no estaba en el programa del gobierno democrático que venía. Se hizo un gran acto al que se invitó a todos los artistas que apoyaban la democracia, menos a nosotros. Llegamos con unos abrigos largos hasta el suelo y nos sentamos en la primera fila. Cuando se apagaron las luces, nos sacamos el sobretodo y saltaron las plumas y las lentejuelas. Desplegamos un lienzo que decía “Homosexuales por la democracia”. Se quedaron con la boca abierta, hasta que empezaron a aplaudir. Después nos sacaron a empujones y se censuraron las fotos.

 

—¿Qué actos fueron los más importantes?

—Hemos hecho un trabajo más extenso por los detenidos-desaparecidos. En la Comisión de Derechos Humanos bailamos una cueca chilena, como la que bailaban las mujeres solas, cuyas parejas habían desaparecido. Hicimos ese baile descalzos sobre un mapa de América Latina lleno de vidrios. Con un micrófono pegado en el pecho, escuchábamos el latido de nuestro corazón que nos marcaba el ritmo, pero afuera se escuchaba sólo la quebradura de los vidrios. Ese trabajo sí me gustó, porque fue tenso. Zapateábamos con fuerza y no nos cortábamos. Nos criticaron porque supuestamente teníamos que reivindicar la homosexualidad y los desaparecidos no tenían nada que ver con nosotros. Pero pensábamos que la condición homosexual se reivindicaría en algún momento, mientras que entonces lo más importante y doloroso eran las víctimas de las violaciones a los derechos humanos, y nosotros poníamos el corazón donde nos dolía. Eran actos con una carga simbólica mucho más fuerte que el travesti y que la pluma. Los homosexuales también estábamos ausentes de la vida pública, recluidos en la peluquería.

 

—¿En Chile no se reprimía a los homosexuales?

—No tanto. Nos disfrazábamos de hippies y pasábamos un poco colados. Los gringos que van buscando el Auschwitz de los homosexuales chilenos no lo encuentran. El maquillador de Lucía Pinochet era una gorda muy gay. Servimos de adornos florales de la dictadura. Los paseos de Chile estaban llenos de topless y de homosexuales. Todas las locas tenían un pariente general o almirante. Las discos gay estuvieron abiertas en plena dictadura. En la Argentina había otros referentes de homosexuales, más relacionados con la izquierda, como Néstor Perlongher.

 

—¿Lo conociste?

—Sí. Maravilloso, Néstor. ¡Qué lástima que lo hayan reconocido tan tarde! Y que se tuviera que ir a Brasil. Lo conocí en Valparaíso el año en que se murió, y ya estaba muy mal. Esa noche le regalamos un guante de novia y seguimos de fiesta por la ciudad, pero él ya no pudo. El sida era un tema que no estaba presente en ese entonces en Chile. Estaba en Estados Unidos, era de los gringos. Nosotros aquí, indígenas, estábamos sanos.

 

*Fotografía. Archivo La Nación. Pedro Lemebel, escritor y artista chileno.

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