Michael Morris y la autodevaluación vital
Mala suerte, buena suerte sigue la batallas y derrotas de Leslie, una mujer alcohólica que seis años antes ganó la lotería, pero su gusto impulsivo la llevó a derrocharlo todo hasta perderse a sí misma
POR JORGE AYALA BLANCO
En Mala suerte, buena suerte (To Leslie, EU, 2022), intenso debut fílmico del londinense exdirector del teatro shakespeariano The Old Vic vuelto prolífico director de TVseries de 64 años Michael Morris (más una trayectoria como productor), con guion de Ryan Binaco basado en hechos verídicos, la eufórica madre soltera oestexana de un hijo puberto Leslie (Andrea Riseborough exoscareable veterana inglesa) celebra con pancarta y entrevista mediática de banqueta en su pueblaco su triunfo de 190 mil dólares en la lotería, pero seis elípticos años después, tras haber dilapidado su fortuna en obviables francachelas alcohólicas y escandalosos fastos itinerantes, abandonando a su vástago en manos de familiares o amigos, va a reaparecer en total deterioro físico, sin dinero ni trabajo, cuando es lanzada sin piedad de un motel de lujo a la calle y, abrazada a la maleta rosa con sus tesoros afectivos, toma el camino polvoriento y se dirige al pueblo donde habita su casi veinteañero hijo pintor de fachadas James (Owen Teague), quien pese a todos los abandonos padecidos la recibe con los brazos abiertos, sólo mientras replanifica su vida a la deriva, aunque termina corriéndola al descubrir que le roba billetes a su afroroomie Darren (Catfish Jean) y oculta botellas bajo el colchón, entonces la irresponsable Leslie busca en su pueblo natal en casa de los amigos que más benefició monetariamente en su momento feliz, unos envejecidos hoscos roñosos Nancy (Allison Janney) y Dutch (Stephen Root) que también acaban poniéndole la maleta a la puerta so pretexto de sus recaídas ebrias, no quedándole a Leslie otra solución que mendigar copas a desconocidos en el variopinto bar, vagar cual precarista sin techo, huir del vil asedio sexual del amigo de juventud Pete (James Landry Hebert) y acurrucarse en cualquier rincón por las noches, hasta que, sujeta al escondite de su maleta y vuelta objeto de burla para el perturbado afrodueño de un motel de cuarta Royal (Andre Royo) y su socio canoso exdrogadicto Sweeney (Marc Maron), la paria Leslie es gratuitamente contratada por éste como mucama milhabitaciones, un deleznable empleo que sin embargo va a permitirle a la conflictuada mujer un saludable respiro de dignidad reivindicadora, heroico alejamiento de la bebida e innombrable cercanía afectiva con el bondadoso Sweeney, en contra de la hostilidad de los enconados examigos retrógradas que, viéndola como animal raro exganador de lotería y no sólo en una feria, intentan paranoicamente hundirla aún más en el designio al parecer ineluctable de su autodevaluación vital.
La autodevaluación vital divide muy claramente sus dos horas de duración en otras tantas partes narrativas simétricas y contrapuestas, de las cuales la inicial se impone con ardor irrefrenable, una primera parte de excelencia que consiste en un omnipresente e impulsivo Leslie show mendicante que hace la radiografía pormenorizada sin piedad viviseccional de la triste y melancólica decadencia transdescendente de esa fémina degradada/autodegradada a merced de todos pero principalmente de sí misma hasta ir tocando infernal fondo, una parte simbolizada por la fetichización de la maleta rosa como signo de geográfica deriva existencial y aceptación/repudio en la mofa comunal y ancla/asidero último del fuero interno, un largo segmento inicial caracterizado por la fotografía de Larkin Seipie a golpes de cámara rabiosa y nocturnas body cameras de espaldas y de frente que siguen a la infeliz en su acorralado deambular de bestia ovillada, por la edición superelíptica de Chris McCaleb y por la música de la rockera Linda Perry a base de baladas country con insinuaciones irónicas (“¿Estás seguro de que es aquí donde quieres estar?”).
La autodevaluación vital se transforma de velada manera optimista y edificante en una segunda parte, que corresponde a la súbita iluminación reivindicadora de esa buena mujer Leslie empujando su embutido carrito del aseo (“Gloria a Dios, soy mucama”), o apoyándose en un solitario portal oscuro para resistir a la tentación de beber la cerveza que sostiene en el puño, como un acertijo que siempre se retiene con pudor y nunca se atreve a revelar de manera abierta y explícita o entrañable el potencial fervoroso con que está siendo enfocado ese extremo personaje femenino de Leslie capaz de empatizar de igual a igual con un guapo proscrito en el bar o dejarle un recado telefónico de perdón desgarrador al hijo casi adulto o responder con entereza a la falsa curiosidad de los niños que enviados por sus morbosos padres a interrogarla sobre aquella fortuna miserablemente volatilizada, porque en realidad esta segunda parte del destino dramático de Leslie se expresa a través de un régimen formal de cámara y edición milagrosamente equilibradas y se finca sobre la fabulosa e irrepetible química sentimental subrepticiamente amorosa pero siempre inconfesable que a ojos vista y en forma inesperada va dándose, produciéndose, generándose informulable, entre el ultraestoico Sweeney y la redimida antes irremediable Leslie, en un episodio ambiguo tras otro (“Antes de regresar a mi mierda”), sin desdeñar conatos de enfrentamientos y despido con recuperación de maleta-emblema y proyecto de absurdo de transformar prodigiosamente el casco de una heladería diez años deshecha en un imposible restaurante próspero a cuya regia inauguración ningún cliente acude.
Y la autodevaluación vital ha pasado de enarbolar el derecho de cometer y asumir sus propios errores (“Para Leslie”), a la tibia y tierna defensa de enfrentar la verdad individual, en forma de conmocionante videograbación resurreccional del viejo triunfo en la lotería, a punto de hacer partir de nuevo a la heroína, pero haciéndola merecedora del beso romántico del final feliz, pronto matizado por el tardío arrepentimiento de la traidora examiga Nancy y por la reconciliación con el hijo en el suntuoso restaurante-cascarón baldío (“Los ángeles siguen cayendo sobre mí”).
FOTO: Andrea Riseborough fue nominada como Mejor actriz en los Oscar 2022 por esta cinta.
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