Michel Gondry: son las cosas las que cambian
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
Publicada en 1947, La espuma de los días fue la tercera novela que Boris Vian firmó con su nombre, ya que su sonado debut en el mundo editorial (Escupiré sobre vuestra tumba, de 1946) apareció bajo uno de los múltiples heterónimos que el inquieto escritor francés ideó a lo largo de sus treinta y nueve años de vida: Vernon Sullivan. Aunque tuvo el aval de Jean-Paul Sartre, que adelantó fragmentos en la revista Les Temps Modernes y a quien Vian rebautizó como Jean-Sol Partre para rendirle un tributo desopilante en calidad de personaje literario; aunque aborda temas que flotaban como un polen tenaz en el aire de la posguerra —la juventud entregada al amour fou preconizado por André Breton, el arraigo del jazz en la cultura musical de Europa, el desempleo y el apuro económico detonados por el conflicto bélico—, La espuma de los días no consiguió atraer el interés del lector sino hasta la década de los sesenta.
De esa época (1968) data la primera adaptación fílmica del libro, dirigida por Charles Belmont y liderada por Jacques Perrin y Annie Buron en los papeles de Colin y Chloé, la memorable pareja protagónica. Casi medio siglo después de dicha versión, el excéntrico cineasta y videoasta Michel Gondry (1963) construye a sus propios Colin y Chloé con ayuda de Romain Duris y Audrey Tautou —él infinitamente superior a ella— en una cinta que se lanza de cabeza y sin freno al vértigo surrealista creado por Boris Vian, asumiendo pero no sorteando del todo los riesgos que entraña tal aventura. Fiel al universo dúctil y metamórfico que caracteriza su imaginario visual, aunque también al orbe en mutación que en la novela de Vian se describe con una frase bella y exacta (“Las personas no cambian: son las cosas las que cambian”), Gondry plantea La espuma de los días (2013) como un viaje por el delirio romántico en el que cada escala es pretexto para un despliegue de fantasía que conduce al exceso formal en detrimento del fondo anecdótico. Pese a ello, y pese a las críticas que la reducen a un gabinete de curiosidades megalómanas, la película posee un encanto difícil de ignorar.
El encanto se debe no sólo a la magia artesanal que Gondry ha exhibido en sus videos musicales y en dos de sus mejores filmes —Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004) y Rebobinados (2008), cuyos logros se trasladan a La espuma de los días— sino a la audacia que permea su concepto de narración cinematográfica, y que remite a ciertos mecanismos usados por Terry Gilliam (Brasil, 1985), Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet (Delicatessen, 1991; La ciudad de los niños perdidos, 1995) y Jean-Claude Lauzon (Léolo, 1992).
Apoyado en la espléndida fotografía de Christophe Beaucarne, Gondry diseña un París con un aura retro-futurista en el que muy poco es lo que parece ser. Inmersos en esta ciudad maleable donde la música de Duke Ellington dota de circularidad a los espacios, los ratones duplican en miniatura las viviendas que los acogen e hileras de mecanógrafos teclean la historia que vemos en una lúdica puesta en abismo, Colin y Chloé gozan su amor loco hasta que ella cae víctima de un mal respiratorio —el crecimiento de un nenúfar en el pulmón derecho, extraña predicción del edema pulmonar que Boris Vian sufriría a partir de 1956— que obliga a Colin a buscar trabajos cada vez más absurdos para poder solventar los tratamientos médicos. La enfermedad de Chloé echa a andar un proceso de degradación y entropía que afecta tanto al departamento orgánico de la pareja como la propuesta visual de la película, que se desliza del color hacia el blanco y negro para representar un mundo que pierde lustre ante la agonía del ser querido. “Estoy desesperado y a la vez soy horriblemente feliz”, dice Colin en una página de La espuma de los días, y Michel Gondry traduce esta condición bipolar a una cinta con la estrambótica hermosura de las cosas que no cesan de transformarse.
*Fotografía: Romain Duris y Audrey Tautou dan vida a Colin y Chloé/Especial
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