Miguel León-Portilla, humanista

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Miguel, como llamaban sus más cercanos colaboradores y alumnos a Miguel Léon-Portilla, fue un erudito, un verdadero conocedor de las culturas antiguas y sus enseñanzas que le ayudaron a redefinir nuestra cultura originaria

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POR ALFREDO ÁVILA 

 

Para Ascensión Hernández Triviño

A finales de 2006, Alicia Mayer, entonces directora del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, se propuso organizar una reunión sobre los quinientos años del bautizo del continente americano. Esa reunión se llevó a cabo al año siguiente y resultó en un importante libro; pero aquella propuesta tuvo otro producto, que me parece aún más valioso. Ese proyecto me permitió ver de cerca cómo trabajaba Miguel León-Portilla. También me da pretexto para resaltar su vocación humanista, con una perspectiva amplia.

 

En 1507 se utilizó por primera vez el nombre “América” para designar a nuestro continente. Ese año, el cartógrafo Martin Waldseemüller imprimió un mapa del mundo. Seguía el modelo elaborado desde el siglo II por el astrónomo y matemático griego Tolomeo, pero agregó en la extrema izquierda la costa oriental de los territorios a los que los europeos habían llegado quince años antes. Si bien es verdad que el nuevo continente apenas está esbozado y marcado con el lema terra ultra icognita, el cartógrafo se creyó en la necesidad de bautizar esos territorios. Lo hizo con el nombre de América.

 

El mapa fue acompañado de un pequeño volumen de poco más de cien páginas, con una introducción a la cosmografía, geometría y astronomía, junto con las relaciones de las cuatro navegaciones de Américo Vespucio.

 

A través de una colega, conseguí una copia electrónica con calidad real del mapa de Waldseemüller, del cual se conserva solo un original en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Tuvimos varias reuniones. Frente al enorme mapa, Miguel (él me pidió que lo llamara simplemente así) nos explicaba las características de la cartografía tolemaica. Para mi sorpresa, no ponía demasiada atención a la parte americana del mapa. La leyenda Tota ista provincia inventa est per mandatum regis Castelli (toda esta provincia ha sido descubierta por orden del rey de Castilla) le sirvió para hacer una broma sobre la mala traducción de la frase, que sugeriría que esa tierra fue inventada.

 

En realidad, era tanto lo que se desconocía de este continente al comenzar el siglo XVI, que bien poco se podía decir. Miguel lo sabía, de modo que no puso demasiada atención a esa parte del mapa, sino al resto. La erudición que mostraba era admirable. Bastaba con ver algunos de los trazos del mapa para que lo comparara con cartas hechas en el periodo medieval.

 

Muy pronto me di cuenta de que el historiador a quien admiraba por su conocimiento sobre los pueblos indígenas americanos, en especial los de habla náhuatl, era también un gran conocedor de la historia europea, de las navegaciones por las costas africanas y de los pueblos asiáticos.

 

Miguel parecía saberlo todo de la historia de la cartografía, desde las primeras representaciones geográficas conocidas hasta la hermosa imagen del nuevo mundo que elaboró Petrus Plancius en su Orbis terrarum de 1590, en el que divide al continente en dos partes: la del sur nombrada “América peruana” y la del norte –todo el norte– como “América mexicana”.

 

El original latino de la Cosmographiae introductio fue rápidamente traducido a varios idiomas. La versión holandesa conoció diversas ediciones, lo mismo que la francesa y la inglesa. Había también versiones en portugués y en alemán, pero al comenzar el siglo XXI no se había hecho una traducción al español. Miguel arguyó que esta falta se debía, con toda posibilidad, al poco aprecio que en España se tenía (y aún muchos tienen) al navegante florentino.

 

Era importante traducir la Cosmographiae Introductio. Miguel se entusiasmó con el proyecto de inmediato. Era noviembre de 2006 y, si se deseaba que el libro estuviera a tiempo para la reunión del año siguiente, debía entregarse al departamento editorial a más tardar en enero.

 

Al comenzar diciembre, León-Portilla leyó las traducciones francesa e inglesa de la obra en cuestión. Leímos la versión de Martín Fernández de Navarrete de los viajes de Vespucio, que le pareció muy correcta, aunque en las conversaciones que sostuvimos llamó la atención acerca de lo que, a su juicio, eran algunas imprecisiones. Las tres semanas de vacaciones de la Universidad le sirvieron para hacer la primera –y hasta ahora única– traducción al español de la Cosmographiae Introductio.

 

En enero de 2007, los manuscritos estaban listos. Ena Lastra e Israel Rodríguez pusieron manos a la obra para hacer los trabajos editoriales. La caja con tres volúmenes estuvo a tiempo para la conmemoración. Es una verdadera joya que, por desgracia, es difícil de conseguir y a la que se le debería hacer una reimpresión, no solo por su importancia intrínseca sino porque, como mencioné antes, es la única versión en español con la que se cuenta.

 

Sobra decir que Miguel León-Portilla tiene un reconocimiento especial en México y el mundo por sus notables investigaciones acerca de los pueblos indígenas americanos, mesoamericanos y nahuas, en particular. La filosofía náhuatl es el libro con más ventas del Instituto de Investigaciones Históricas. Visión de los vencidos es quizá el más reeditado por la Universidad Nacional. Ambos han sido traducidos a más de quince idiomas.

 

Tal vez ahora no se valore como es debido la importancia de aquellos estudios, pero hay que recordar que fueron publicados en 1956 y en 1959, respectivamente. En esos años de desarrollo y modernización del país, la llamada de atención de Miguel León-Portilla al pasado antiguo consiguió inculcar en la sociedad y en los gobiernos el orgullo por esas raíces.

 

Su labor no se limitó a la enorme tarea de desentrañar el pensamiento y la cosmovisión nahuas o en dar a conocer la historia antigua mesoamericana, sino que fue promotor de las culturas de los pueblos originarios actuales. Como defensor de los derechos indígenas participó en numerosas actividades y siempre fue muy crítico de las políticas que pretenden “modernizar” y “llevar progreso” a los rincones de México, pero pasando por encima de las tradiciones, usos, costumbres y la propia supervivencia de las diversas comunidades que conforman este país.

 

Como su especialidad fue la historia del pensamiento y de la cultura, sus mayores intereses respecto a los pueblos indígenas actuales fueron la preservación y cultivo de tradiciones, lengua y culturas. Este es un aspecto destacable de su trayectoria. Si bien su predilección por el náhuatl es conocida, encontró que la diversidad lingüística americana y mexicana en particular es sinónimo de riqueza, pues cada idioma es una forma de entender, comprender y transformar la realidad.

 

En esto se diferenciaba León-Portilla de quienes defienden a los pueblos indígenas desde una mirada folclorista. Cuando se considera que las comunidades originarias actuales son las mismas de hace quinientos años (aunque oprimidas por el colonialismo español y el Estado mexicano) se suele llegar a posiciones paternalistas. Los estudios de Miguel León-Portilla sobre el periodo colonial y de los siglos XIX y XX le sirvieron para comprender que la historia indígena no se detuvo ni se congeló en la época de la conquista, que siguió, y que el papel de los indígenas fue fundamental en los grandes procesos de la historia mexicana, incluidas la independencia y la revolución de 1910, aunque los resultados no los beneficiaron en nada. Al contrario, como señaló en una obra con motivo de los centenarios de 2010, pareciera que el Estado mexicano fue más duro con los indígenas que la monarquía española.

 

Cuando Miguel realizó el estudio introductorio y la traducción de la obra de Waldseemüller, me percaté de que no solo era el gran estudioso, promotor y defensor de las culturas originarias americanas, sino que también fue un humanista con un conocimiento erudito de las culturas del viejo continente.

 

Me aventuraré a decir que, en buena medida, es precisamente el conocimiento de la historia y de la filosofía occidentales lo que le permitió tener la sensibilidad para reconocer la riqueza de la diversidad cultural indoamericana.

 

Esto es claro si ponemos atención a los estudios que Miguel hizo sobre los humanistas europeos de los siglos XV y XVI. León-Portilla fue uno de los más profundos conocedores de los debates ocasionados por el encuentro de los americanos y los europeos. Lector de griego y de latín, supo hallar las raíces clásicas de los argumentos que pensadores como Juan Luis Vives o Bartolomé de las Casas emplearon en la construcción de la moderna doctrina de los derechos naturales.

 

Uno de los grandes humanistas de aquella época que con más ahínco estudió León-Portilla fue fray Bernardino de Sahagún. Como es sabido, el fraile nacido en 1499 en el reino de León, viajó a Nueva España con la finalidad de contribuir a la conversión religiosa de los habitantes de ese nuevo reino. Para conseguirlo, reunió a un notable grupo de colaboradores indígenas, que sirvieron como fuente para entender las tradiciones y costumbres de esos pueblos. Muy pronto, sin abandonar su objetivo primordial, se propuso dar un paso más: comprender y explicar esas tradiciones y esa cultura.

 

Formado en la Universidad de Salamanca, Sahagún era poseedor de un conocimiento universal, como suele llamarse, aunque ese término hoy sea muy criticado, por considerar que en realidad es eurocentrista. Tal vez estas críticas sean certeras, pero el humanismo universalista de Sahagún le permitió tener la disposición y las herramientas para intentar conocer y comprender una cultura que le era ajena.

 

León-Portilla supo que nuestro conocimiento del mundo antiguo mesoamericano se debe, en gran medida, precisamente al trabajo que encabezó Sahagún y a sus informantes. Por ello dedicó varios trabajos a su obra, pero también a su circunstancia, siguiendo la máxima de José Ortega y Gasset.

 

La lectura de las biografías (tanto en artículos como en libros) que Miguel hizo sobre Sahagún dan cuenta de un gran conocimiento de la historia de Europa y la de la península ibérica en particular.

 

A algunas personas les puede parecer paradójico que León-Portilla fuera uno de los más grandes conocedores de la monarquía española de aquella época, así como de su proceso de expansión. De hecho, se puede afirmar que fue uno de los más importantes autores de estudios sobre el nacimiento de la España imperial y sus principales protagonistas. Pocas personas como él conocen, por ejemplo, la trayectoria de Hernán Cortés, sus ambiciones y proyectos, así como su formación y cultura.

 

Si esto es así, es porque Miguel compartía el bagaje cultural que tenían aquellas personas de los siglos XV y XVI. En su juventud, leyó en griego el teatro clásico, así como a los filósofos presocráticos, a Platón y Aristóteles; leyó en latín a Ovidio, Virgilio, Julio César y Cicerón, entre otros.

 

Miguel León-Portilla fue un humanista, por eso es tan difícil calificarlo como historiador, antropólogo, lingüista o filósofo. ¿Quién pudiera imaginar que entre sus primeros estudios está el análisis de las obras de Henri Bergson, en especial, las que tienen que ver con la moral?

 

Así como sostengo que la disposición y capacidad de análisis de Miguel para comprender a los pueblos amerindios se debió, en buena medida, a esa sólida formación humanística, también concluyo que tal vez el mayor objetivo del viejo maestro fue, precisamente, mostrar que las culturas originarias de América y, de forma especial, de México, tienen un papel en eso que antes llamábamos historia universal.

 

Con humanistas como Sahagún, León-Portilla dio un nuevo significado a la concepción de “universalidad” del conocimiento. En parte gracias a él, hemos conseguido dejar atrás el eurocentrismo con el que habitualmente se le asociaba. Gracias a su obra entendemos que la aspiración a un humanismo universalista es todavía legítima, siempre y cuando reconozca la riqueza que la diversidad cultural otorga a la humanidad.

 

FOTO: Miguel León-Portilla en el Alcazar de Chapultepec, en julio 1968.  / Archivo EL UNIVERSAL

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