“He vivido sólo a través de mi escritura”. Entrevista con Mircea Cārtārescu

Mar 13 • Conexiones, destacamos, principales • 6131 Views • No hay comentarios en “He vivido sólo a través de mi escritura”. Entrevista con Mircea Cārtārescu

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El autor rumano de mayor proyección internacional, Mircea Cārtārescu, sigue deslumbrando a sus lectores de lengua española. Con la aparición de El cuerpo, la segunda parte de su descomunal trilogía novelística Cegador, comparte en esta entrevista sus exploraciones en torno de la capital rumana, la infancia, el pasado, la historia y la política, a través de personajes inolvidables y poderosos en que parecería cifrarse la totalidad de la experiencia humana

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POR GENEY BELTRÁN
Entre 1993 y 2007, Mircea Cārtārescu (Bucarest, 1956) escribió uno de los proyectos más ambiciosos de la literatura europea contemporánea: la trilogía Cegador. Luego de la traducción del primer tomo al castellano, El ala izquierda, la editorial Impedimenta lanza ahora la segunda entrega: El cuerpo, vertida a nuestra lengua por Marian Ochoa de Eribe.

 

Las dos primeras entregas de Cegador hacen patente un dominio extremo de las posibilidades de la ficción. Al mismo tiempo que rompe con las expectativas modernas de la novela, no las destruye: las incorpora y las amplía hacia las fronteras con el mito, el inconsciente, el poema de prosa, el tratado de filosofía o neurología, la autobiografía de lo fisiológico, etcétera… Da la impresión de que El ala izquierda y El cuerpo son una sumatoria de todo lo que la novela ha buscado hacer desde Cervantes, Dostoievski, Proust y Pynchon: primero, exploración crítica de la realidad; luego, exploración racional de la conciencia; después, exploración sensible de la memoria y, ahora, exploración metafórica de la corporalidad.

 

Aunque algunas páginas de estas dos partes de Cegador son críticas de la dictadura comunista en Rumania, la memoria de la voz narrativa no se reduce sólo a la dimensión personal, política o histórica. Parecería que Cegador puede ser leída como una autoficción no fáctica sino metafórica, o simbólica. Aquello que el yo de la narrativa dice recordar despliega una potente persuasión vivencial y sensorial, propia de hechos que no ocurrieron una vez sino que parecerían estar ocurriendo en el presente, con un efecto de profunda y emotiva belleza pero también de gran precisión de la mirada narrativa.

 

Su ficción presenta sucesos prodigiosos y sorprendentes, que provocan el asombro ante lo inusitado, pero no es una escritura que responda al espíritu de la ficción fantástica europea del XIX, tampoco estrictamente del surrealismo y la asociación libre de la escritura automática. Hay una expresión de los abismos del inconsciente, de los recuerdos prerracionales de la niñez, de las visiones cósmicas que nacen del cuerpo pero abarcan todo el universo. En un capítulo de El ala izquierda se lee: “el sueño, la memoria y las emociones son mis dominios, mi mundo, el Mundo”. En El cuerpo se expresa: “sobre el estrato de mi manuscrito, reflejando fielmente cada bucle, punto y borrón, se extiende el gran manuscrito estelar, el polvo de neuronas gigantescas, interconectadas, bajo el cerebro de la Divinidad”. Sospecho que esta vinculación con el sustrato de lo inconsciente, que permite expresar la totalidad de Bucarest, El Mundo y La Divinidad, lo mismo que lo más profundo del cuerpo, viene de su naturaleza de poeta, ámbito en que Cārtārescu también ha destacado desde joven.

 

En estas dos primeras entregas de Cegador la exploración sobre la condición humana no parte sólo de una mirada racional. En El ala izquierda se lee: “mirar con el ojo de una larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es todavía un cerebro”. En El cuerpo, a través del personaje Herman, leemos que “la única maravilla” es “el hecho de que el mundo existe […]. Puesto que existimos, tenemos que saberlo todo, porque la propia existencia lo es todo y no se nos concede con mesura, sino íntegramente, a cada uno de nosotros”. Narrar el mundo desde la mirada de otras formas de conciencia y narrar el mundo integralmente parecen empresas que van de la mano. Para conseguir esa ambición, el escritor tiene solamente el lenguaje. Intrigado por el deslumbramiento que provocan las páginas de Cegador, he tenido oportunidad de conversar por correo electrónico con el gran autor rumano.

 

 

Muchas gracias, señor Cārtārescu, por esta oportunidad de conversar con usted. Deseo empezar con una pregunta sobre la época en que usted escribió las dos primeras partes de Cegador, en el paso de la cuarta a la quinta década de su vida. ¿Qué factores lo impulsaron a emprender la escritura de un proyecto literario tan ambicioso y tan absorbente?
“En definitiva, yo no soy nada más que literatura”, le escribía Kafka a su prometida Felice Bauer. Eso es también lo que he sentido yo toda la vida: que toda mi fuerza vital se ha encaminado a ese ámbito, y que he vivido sólo a través de mi escritura, es decir, sólo a través de la transformación de todo mi cuerpo y de toda mi mente, mi memoria y mis experiencias vitales en literatura. Cegador es la catedral de mi ciudadela y la más asombrosa aventura de mi vida. Los catorce años de su escritura fueron los más felices y más plenos que he vivido.

 

Alrededor de los 30 años pensé en escribir un libro total, que englobara todo lo que había visto y sentido en el mundo, que fuera el sustituto simbólico de toda mi persona. Aquel que lo leyera se vestiría con mi piel y miraría con mis ojos. El título lo encontré diez años antes de empezar el libro. Hacia 1983 había anotado en mi diario: “¡Qué maravilla sería escribir un libro titulado Cegador!” Escribí esa palabra en una caja de zapatos en la que guardaría las fichas y los materiales de la novela. La caja permanecería siempre vacía. Mi segunda idea, después del título, era escribir un libro de al menos mil páginas. No tenía la más mínima idea sobre lo que debería contener el libro o sobre cómo tendría que ser escrito. Empecé el libro en Bucarest, durante el invierno de 1993, a mano, en un cuaderno grueso. Me llevé ese cuaderno a Ámsterdam, en cuya universidad di clases entre 1994 y 1995, y continué escribiendo en una habitación minúscula de la buhardilla de una casa en Watergraafsmeer, y luego en un pequeño departamento de Noort. Terminé el primer volumen en Bucarest, a los 40 años, y lo publiqué en la editorial Humanitas. El segundo volumen lo empecé en Bucarest, pero lo completé en Berlín y Budapest, donde disfruté de una serie de becas acompañado por Ioana, mi futura esposa. No conocía a casi nadie en estas ciudades. Por la mañana escribía y por la tarde nos paseábamos por el barrio de los Museos o, en Budapest, por el Bastión de los Pescadores. Escribía tal y como vivía, sin un plan previo y sin borrones. Todo el cuerpo de la trilogía es así: una escritura limpia, a mano, sin tachaduras, como si lo hubiera copiado o me lo hubieran dictado. Así he escrito todos mis libros, como en un sueño.

 

Publiqué este volumen en 2002, y luego escribí otros libros antes de retomar la trilogía. El tercer volumen fue escrito en Stuttgart, donde tuve una beca de un año en el Schloss Solitude, y lo publiqué en 2007. Después de otra serie de libros, publiqué la novela Solenoide, que considero a la altura de Cegador, y a la que han seguido otros textos: poesía, ensayos y relatos.

 

 

¿Cómo se planteó usted, al dedicarse a la escritura de Cegador, su relación con el género de la novela o, más abiertamente, con la ficción? ¿Hubo alguna evolución en su forma de concebir la ficción durante esa época?
No me lo planteaba, trabajaba de manera inconsciente, sintiendo tan sólo que puedo escribir, aquí y ahora, no que sé escribir o que estoy destinado a escribir. Fue una especie de inspiración continua, como cuando escribes un poema. No tenía ningún plan, nunca supe hacia dónde se encaminaban las historias del libro, cada página me pillaba por sorpresa. No tenía la sensación de estar escribiendo una novela, sino un largo poema, un continuum de imágenes y especulaciones metafísicas, una especie de alfombra oriental tejida infinitamente. No pensé ni por un solo instante si ese texto podía ser leído, si lo compraría alguien, si lo aceptaría alguna editorial.

 

Naturalmente, todo se alimentaba de mis lecturas, de mi experiencia como lector y como universitario, de mis mitos —entre los cuales están los de sus compatriotas, Fuentes y Rulfo, pero también Frida Kahlo, cuya casa pude visitar en 2019—. Pero cuando escribía no tenía en mente conceptos de teoría literaria ni la influencia de otros autores. Vivía, de hecho, en otros mundos, como un fumador de hachís o como un enamorado, me fundía en mi propia escritura.

 

He sido siempre (y lo sigo siendo hoy en día) un hombre que escribe, no un escritor. No me han interesado las reacciones de los críticos o el éxito de ventas de mis libros. Cada uno de mis textos es un take it or leave it: me siento feliz si gustan a la gente, pero no me enfado si no le gustan, si los ignoran o si los tiran por la ventana. No soy un elitista ni un esnob: aprecio todas las formas de cultura y he escrito tanto literatura elevada y difícil como literatura más “popular”, para lectores comunes, para niños, etcétera. Sin embargo, no he sacrificado jamás la calidad de mi escritura. Creo que el lector normal, no especializado, merece buenos libros, bien escritos, al igual que el lector de élite.

 

 

Aunque la imaginación crea visiones de lo maravilloso, la prosa no cae nunca en la vaguedad ni en lo críptico. La mirada es prístina. No pude evitar pensar en que esta herramienta podría venir del realismo europeo del siglo XIX, concretamente de Flaubert. Entiendo que sus intereses críticos han estado dirigidos al posmodernismo, pero, ¿cuál es su relación, como lector y autor, con el realismo narrativo y con el tratamiento político de la dictadura comunista en su país?
Creo que, cuando aparezca el tercer volumen de Cegador, esa imagen mía de autor sin preocupaciones políticas va a cambiar de forma radical. Porque se trata de un libro puramente político, es la más radical e implacable radiografía del mundo rumano bajo la dictadura. En él dejo a un lado la búsqueda de la belleza y de los espacios transcendentales y me sumerjo en la historia. La historia de las cuatro décadas de totalitarismo comunista que destruyeron Rumania (y a mí con ella, al robarme la infancia y la adolescencia) está planteada en forma de sátira swifteana y de panfleto ácido, siguiendo el modelo de los grandes escritores sudamericanos como García Márquez, Roa Bastos o Carpentier.

 

La claridad de la visión es un elemento esencial en el arte. Yo diría que la imagen artística tiene que ser más clara cuanto más fantástico y onírico sea el arte. El sueño límpido, lúcido, de los surrealistas, donde cada objeto está pintado de forma realista, detallada, pero donde la relación de los objetos es extraña, es un ideal de acción artística en el que lo inverosímil se transforma en familiar a través de la ingeniería en la construcción de los detalles. Franz Kafka, al que he recordado más arriba, es un campeón de los sueños lúcidos. Se puede decir que toda su obra se compone de esa clase de sueños hechos verosímiles gracias a la precisión y claridad de la lengua alemana en que escribía, y a través de la minuciosa descripción de los detalles. Por supuesto, el abuelo de la modernidad literaria europea, Flaubert, no permanece ajeno a los “suplicios del estilo” gracias a los cuales es posible la precisión de la descripción. De él aprendió Joyce su escritura alucinante, y también lo hicieron Céline, Beckett… Sin Flaubert seríamos completamente distintos hoy en día.

 

 

Aunque El ala izquierda y El cuerpo tienen, en buena parte de sus capítulos, un narrador en primera persona, la narrativa se expande y explora la otredad y no sólo el yo, otros tiempos y no sólo el presente, la interioridad del cuerpo y no sólo la piel… ¿Podemos hablar de que es un yo sin límites, un yo que a través de la imaginación se libera de las limitaciones de un solo cuerpo y una sola percepción?
En Cegador no me propuse ninguna clase de límites en el espacio, en el tiempo o en el pensamiento y la imaginación. Las historias se extienden y se entrecruzan a lo largo de varios siglos de historia y, además de en Bucarest (que es el ombilicus mundi de la trilogía), en muchas otras ciudades: Nueva Orleáns en el primer volumen, Ámsterdam en el segundo, Bellagio en el tercero. No establecí diferencia alguna entre el interior y el exterior. Lo que sucede dentro de las fronteras de mi piel es tan importante como lo que sucede fuera de ella. Los volúmenes son cada vez más extensos, cada uno tiene cien páginas más que el anterior. Suman en total unas mil 500 páginas de literatura tal y como pienso yo que debería ser la literatura: densa y sin un minuto de descanso. Mi libro es compacto, implica paciencia y hábito de lectura, no es para cualquier lector. Lo que más me disgusta es que un libro así sólo se puede escribir una vez, resultaría extraño y absurdo intentar escribir otro volumen parecido. Tal vez uno sea incluso demasiado, un libro así puede matarte. Así pues, durante varios años después de terminar el libro, me pregunté qué debería escribir, qué podría escribir. Encontré la respuesta sólo al cabo de muchos años, en Solenoide, otro libro de casi mil páginas, diferente a Cegador y, en algunos aspectos, superior a éste. Pero no he conseguido igualar la escritura de Cegador. En mi último libro en prosa, el volumen de relatos Melancolía, me he adentrado en otro ámbito, el del cuento fantástico neorromántico, un cambio significativo en mi obra.

 

 

Hay novelistas que inician escribiendo poesía pero en algún momento la abandonan y se dedican sólo a la ficción. En su caso no parece así: ¿podríamos pensar que la ficción ha sido para usted el medio con que ha expresado en prosa aquel magma original del ser, el núcleo de historias que vienen del sueño, la memoria y las emociones primigenias de la especie humana, y que en otras épocas se expresaba a través del mito y la poesía?
El sentido de mi escritura no es publicar libros y convertirme en un escritor conocido, sino que es un sentido metafísico, de conocimiento de lo que soy y de lo que me rodea. La especulación metafísica, científica, artística, filosófica y, algunas veces, incluso teológica, es lo que más me gusta en literatura, porque expresa el poder de la mente para engullir la existencia y crear la existencia. Vivo la realidad como un niño: todo lo que veo me asombra, todo para mí es fantástico. No establezco diferencia entre sueño y realidad, porque sé que la realidad es sólo uno de los sueños producidos por la mente humana. No puedo renunciar a nada y no tengo límites: algunos de mis textos son realistas, otros surrealistas, otros sub-realistas, como decía Bolaño, otros son parábolas. No me comparo con nadie más que conmigo mismo en las diferentes edades en que he escrito mis libros, y sufro cuando veo que el muchacho de 24 años que escribió Nostalgia es mejor que mi yo de ahora, que el autor maduro de Cegador. Mi única ambición es demostrarles que puedo escribir todavía hoy algo mejor que ellos, y eso me lleva a escribir con esperanza y pasión.

 

Mis compatriotas me siguen considerando todavía poeta y, ciertamente, he escrito mucha poesía, sobre todo hasta los treinta años. Eso, por supuesto, ha sido de gran ayuda en mis novelas y relatos posteriores que, como ya he señalado, son de hecho poemas. Cegador no es tan sólo un libro inusualmente voluminoso, es también inusualmente denso, cada página puede ser considerada un poema. Poeta no es aquel que escribe libros de versos, sino el que ve la realidad con un ojo asombrado y la percibe como un milagro. “Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”, decía Jesús, definiendo así el milagro del mundo y de la poesía.

 

 

¿Qué ideas o prejuicios en torno del lenguaje y sus limitaciones debe abandonar el escritor si desea representar esta perspectiva prerracional o suprarracional, esa inmersión plural en la conciencia que hay en sus libros?
Siempre va a existir una tensión entre la acción de la vida y la acción de la escritura. En el caso de un verdadero autor, la escritura tiende a sustituir la existencia, él quiere ver, comprender, describir y decir todo, incluso más aún: comprender lo incomprensible y, al igual que Rimbaud, expresar lo inexpresable. Es un esfuerzo trágico e imposible, porque su resultado no es un universo, sino un pobre libro.

 

Diría aún más: al escribir, el autor pierde su propia vida. Cuando miro atrás, me veo a mí mismo ante mi escritorio, desde hace cincuenta años, sin demasiadas aventuras, sin demasiadas alegrías aparte de las de mi mundo interior, que atraviesa mi escritura. Durante todos estos años, habría podido vivir en éxtasis, sintiendo la vida con todas las fibras de mi cuerpo: he preferido tatuarlo entero con las líneas escritas a bolígrafo. He entregado mi piel a cambio de una piel textual y esto me provoca a veces una profunda melancolía. Sin embargo, no me arrepiento ni un solo instante, y lo único que lamento es no haber podido escribir más y mejor.

 

 

Aun sin conocer la tercera parte de Cegador, me resulta fácil afirmar que su escritura no parece tener límites a la hora de expresar la memoria, los sueños y las emociones, realidad exterior, cuerpo y conciencia: todo lo explora, todo lo registra, todo lo fabula. Echando la vista atrás, ¿hubo algo que se rehusó usted a incorporar en Cegador y que ahora echa en falta? En esta misma vena, yo le preguntaría: después de escribir Cegador, ¿cree que hay algo que la escritura literaria, sea una novela o no, aún estaría incapacitada para expresar? ¿Qué nueva frontera le queda por explorar a las próximas generaciones de autores de ficción?
Por supuesto que sí: de hecho, no he dicho en Cegador, y tampoco en el resto de mis libros, nada de lo que es esencial para mi vida y mi mente. He hecho alusión, como mucho, a lo que no he dicho porque no se puede decir. Los escritores son como los insectos que revolotean alrededor de la bombilla caliente: pueden rodearla, pero no la pueden tocar porque se queman las alas. La verdad de tu vida es algo tan aterrador que no puedes manifestarla jamás, ni siquiera a ti mismo. En todos los cuentos aparece un castillo con cientos de habitaciones, y al héroe le dicen que puede entrar en todas menos en una. Los escritores encienden, sucesivamente, las luces de su castillo interior, la cámara secreta; sin embargo, aquella donde se encuentra el monstruo, permanece sumida en la oscuridad. Pero esta oscuridad ilumina con más intensidad que todas las luces, y es ese fulgor lo que buscamos todos en los grandes textos.

 

Además de en Cegador, y mucho más que en él, me he acercado a la cámara oculta de las profundidades de mi ser en otros dos libros, Travesti [publicado en España como Lulu, Impedimenta, Madrid, 2011] y Solenoide. En Solenoide entreabrí la puerta y escuché el rugido amenazador del monstruo. Nunca he llegado tan lejos y no he escrito con más valentía sobre mí mismo como en Solenoide, el libro que, después de Cegador, más valoro de todo lo que he escrito. Sí, después de cualquier libro, por grandioso que sea, se puede seguir escribiendo, tal y como se ha escrito después de Guerra y paz, después de las Elegías del Duino, después del Ulises. Lo que no se puede hacer después de un gran libro es escribirlo de nuevo, porque ellos son el final del camino, no se pueden sobrepasar. Podemos, como mucho, transcribirlos en el espíritu de nuestra época, como hizo Pierre Menard de Borges con Cervantes. ¿Pero para qué?

 

 

El cuerpo llega a lengua española 18 años después de publicarse en rumano. ¿Qué impresión ha tenido usted de la recepción de su obra en España en Hispanoamérica? ¿Tiene usted algún interés en la literatura actual en español?
Me considero un hombre muy afortunado: he encontrado en España a un editor que cree de verdad en mí, Enrique Redel, el director de la editorial Impedimenta, una editorial que ha crecido de manera portentosa en estos últimos años, y a una traductora, Marian Ochoa de Eribe, con la que estoy enormemente en deuda. No todo el mundo cuenta con esa doble fortuna. Gracias a ellos, mis libros se han difundido bien en España y en Latinoamérica, sobre todo después de la concesión del prestigioso premio Formentor. El mundo literario hispánico es muy importante para mí, porque me formé leyendo los lujuriantes relatos del realismo mágico, y autores como Borges, Cortázar, García Márquez, Sábato, Vargas Llosa o Fuentes son mis ídolos literarios desde que era adolescente.
Y el público en lengua española, tal y como he tenido la ocasión de conocer en persona en España, México y Colombia, se encuentra entre las más entusiastas y competentes comunidades literarias del mundo. No olvidaré jamás mis encuentros con el público de Madrid y Barcelona, de Ciudad de México y de Guadalajara, de Bogotá y de Cartagena. En todas partes me han recibido extraordinariamente bien y me he sentido como en casa.

 

FOTO: La trilogía Cegador es el proyecto narrativo más ambicioso del escritor rumano Mircea Cārtārescu./ Cortesía Editorial Impedimenta

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