Mis lecturas 2022
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Para hablar de mis lecturas del año pasado me hice las siguientes preguntas:
— ¿Qué leíste en el año del centenario de Ulises, de La Tierra baldía, de Trilce, de El cuarto de Jacob, de la muerte de Marcel Proust tras publicar la primera parte de Sodoma y Gomorra?
—No sólo libros y capítulos de esos clásicos modernos, sino obras críticas dedicadas a su examen como Constellation of Genius, 1922: Modernism Year One (2013), de Kevin Jackson, y The World Broke in Two. Virginia Woolf, T.S. Eliot, D.H. Lawrence, E.M. Forster and the Year that Changed Literature (2018), de Bill Goldstein.
—¿Lo mejor de ese viaje a 1922 que fue?
—El ánimo celebratorio, junto a esa lectura de James Joyce, César Vallejo, Woolf y Proust, me llevó a perderme en los ocho tomos, al fin impresos aunque disponibles en línea desde hace rato, de The Complete Prose of T.S. Eliot (2021), enciclopedia que trastocó, en gran medida, mi percepción de la primera mitad del siglo “modernista”, como llaman los anglosajones a la centuria pasada.
—¿Consideras una obligación profesional leer a los autores de otros sitios de nuestra lengua?
– Sí, venturosa obligación. Así leí, del chileno Álvaro Bisama su Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha (Alfaguara), sobre un poeta eclipsado por los Neruda, los Parra o Gabriela Mistral. También me asomé, no del todo convencido, a la celebridad de otro chileno, Benjamín Labatut, autor de Un verdor terrible y de La piedra de la locura (ambos editados por Anagrama) y para finalizar, el voluminoso Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina (Taurus), del colombiano Carlos Granés, a mi entender uno de los libros más sugerentes del año en nuestra lengua (insisto en que hablo sólo de aquello que leí).
—¿Por qué Granés?
—Porque desarrolla magistralmente la tesis de que la perversa aportación nuestra al siglo XXI no sólo es el populismo, sino los gestos de la vanguardia artística latinoamericana que lo hicieron posible. Nacidos entre 1975 y 1980, Bisama, Labatut (más ensayista que narrador) y Granés ilustran cómo la generación nacida a partir del último cuarto del siglo XX es la que lleva la voz cantante en cuanto a pensamiento. De mis contemporáneos más estrictos, mantengo mi buena disposición y entusiasmo hacia los libros del argentino Luis Chitarroni, quien recopiló artículos y ensayos en Pasado mañana (Universidad Diego Portales).
—Ya no lees muchas novelas…
—De joven me advirtieron que ocurriría y ocurrió. Uno se sacia. Pero entre las novelas del año que leí y reseñé está El cuarto jinete (ERA), de Verónica Murguía. Fue el telón pestífero que cayó tras una pandemia que nos ocupó casi tres años. Obra de una erudita medievalista y resultado de su imaginación documentada (en el caso de ella no encuentro contradicción entre una y otra cosa), apuesto por El cuarto jinete como una ficción llamada a enriquecer nuestro canon. En 2022, además, se cumplieron en mi agenda los cinco años de la muerte de Sergio González Rodríguez (1950-2017) y escribí para Letras libres sobre algunas de las novelas suyas que había yo postergado. Fue una deuda de amistad pendiente y viniendo de él, como siempre, ha sido más que retribuida. Sergio fue valiente y extravagante a la vez. También leí Isla partida (Almadía), de Daniela Tarazona. Quería escribir sobre ella desde hace tiempo.
—¿Tienes jóvenes mexicanos en tu lista de ensayistas?
—Sí, uno de primera línea, el regiomontano Humberto Beck, autor de The Moment of Rupture: Historical Consciousness in Interwar German Thought, (2019), nacido en 1980 y quien se suma a la riqueza antes mencionada del nuevo ensayo en español, aunque el libro lo redactó en inglés. También subrayé los ensayos de Laura Sofía Rivero (nacida en 1993 y autora de la Enciclopedia de las artes cotidianas), una revelación, como se diría comercialmente, así como reseñé Guerras floridas, sobre los poetas Efraín Huerta y Vladimir Maiakovski, de Rodrigo García Bonillas (1987). Ese libro, además, tiene una significación especial.
—¿Cuál?
—Me lo regaló David Huerta la última vez que cenamos y 2022 fue, tristemente, el año de la inesperada muerte de quien se había convertido, desde hace rato, en nuestro poeta mayor. Desde el 3 de octubre, leo y releo a David. Lo haré siempre.
—Lo más significativo del año…
—Un libro esencial fue Spinoza en el Parque México (Tusquets), las memorias conversadas de Enrique Krauze, el primero de nuestros historiadores, quien ofrece un inagotable viaje a la Europa mexicana y al México judío. Lo hace a través del drama secular, tanto ideológico como religioso. Son 700 páginas indispensables, ya clásicas, para seguir la actualidad, a la vez urgente y metahistórica, de nuestro liberalismo.
—También reseñaste las memorias de Roger Bartra (Mutaciones, Taurus), así como Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes (El Colegio Nacional), de Javier Garciadiego.
—Bartra es el intelectual que resguarda la legitimidad democrática de nuestra izquierda. Y es necesario seguir poniéndonos al día en la biografía, como lo hizo Garciadiego con Reyes.
—Empezaste con los anglosajones (también reseñaste, editada por Sexto Piso, la Filosofía felina, de John Gray), pero qué hay del mundo latino…
—Del resto de mis lecturas, quien me frecuenta en Confabulario está bien enterado. Pretendo, no siempre con suerte, combinar lo nacional con lo universal, lo antiguo con lo moderno y hasta lo posmoderno, si me alcanza y por ello en 2022 reseñé, aquí, el libro póstumo de Roberto Calasso sobre Baudelaire, o memorias y libros olvidados de escritoras del XVIII o de la Bella Época, como Mademoiselle de Coigny y Renée Vivien.
—Hablaste de dos ensayos de 2021 sobre el destino de la literatura aparecidos en Francia: L’après littérature, de Alain Finkielkraut y La vie derrière soi. Fins de la littérature, de Antoine Compagnon. Uno es contra la cultura de la cancelación y el otro aborda en qué momento se jubila un escritor.
—Agregaría yo, de Mario Vargas Llosa, La mirada quieta ( de Pérez Galdós), en Alfaguara. Sergio Pitol me contaba que cuando decía admirar a Pérez Galdós creían que era una boutade y lo de Vargas Llosa acaba de poner las cosas en su lugar sobre quién fue y qué no fue el autor de los Episodios nacionales. Y vale la pena el Marcel Proust fragmentario dejado por Roland Barthes y reconstruido apenas.
—La guerra en Ucrania, a su vez, hizo urgente la relectura de Isaak Bábel, Anna Ajmátova y Mijaíl Bulgakov que en esos sangrientos lares nacieron, o se dieron a conocer. Y gracias al libro de Geoffrey Roberts (Stalin’s Library: A Dictator and his Books, 2022), se entra a la biblioteca privada de Stalin. Experiencia espeluznante: la tiranía más violenta no está reñida con el hambre de leer.
—Uno no quisiera hacer esas relecturas por esos motivos pero acaban por resultar adrenalina intelectual. Por ello, me acompañé de los Poemas traducidos (El Colegio Nacional), de Gabriel Zaid, para no olvidar las coplas de Fernando Pessoa que él traduce: “Agua que pasa y que canta/ es agua que hace dormir. / Soñar es cosa que encanta/ Pensar es ya no sentir.”
FOTO: La tierra baldía, de T.S. Eliot, alcanzó su centenario en 2022/ Library of Congress
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