Munro, la rebelde puritana
POR JUANA LIBEDINSKYLa Nación/GDA
La nueva Premio Nobel de Literatura, Alice Munro, nació en un pueblo de la provincia de Ontario, Canadá, en 1931, en una familia de granjeros, estrictos presbiterianos que inmigraron de Escocia. Escribe desde su adolescencia, y a poco de pasados los 20 años, estaba casada con su primer marido, con dos bebés, un tercero en camino y una carrera literaria ya avanzada.
—Mira, los bebés finalmente dormían la siesta, quisieran o no, y entonces yo me ponía a escribir. No estaba pensando en ellos. Estaba pensando en mí. Quizá habrían sido más felices si yo les hubiese dedicado más tiempo a ellos y menos a mi literatura, no lo sé. Pero para mí no era una opción, sentía que tenía que luchar por ese espacio propio donde no era ni mujer ni madre. Hoy, como si los bebés estuvieran durmiendo la siesta, todavía me escapo al mismo sillón donde desarrollo mi vida espiritual. Pero, claro, ya no soy joven. Un tema realmente duro que debemos afrontar los artistas y escritores cuando llegamos a una edad avanzada es ver que nuestros poderes intelectuales o creativos, si bien no se han ido, se debilitan. ¿Qué hace uno entonces si no escribe? Yo no pude encontrar la respuesta.
Munro vive con su segundo marido, el geólogo Gerald Fremlin (de su primer marido, James Munro, tomó el apellido pero se divorció en 1972). Habla sobre el título de su libro Demasiada felicidad (2009), que corresponde a uno de los cuentos incluidos en esa colección: una narración de la vida de Sonia Kovalevski, célebre matemática y novelista rusa del siglo XIX:
—Estaba buscando en la enciclopedia otra cosa —confiesa— y encontré la historia de esta mujer. Murió apenas pasados los 40 años, después de una vida muy trágica porque, si bien todos la festejaban por ser tan brillante y tan linda, no la dejaban enseñar en casi ningún lugar de Europa por ser mujer. Murió por una causa muy tonta, algo como una neumonía que se pescó volviendo de una fiesta, pero justo había logrado comprometerse con el hombre tras el cual había estado durante mucho tiempo. Sabía que él la iba a hacer sufrir pero, también, que le iba a permitir seguir siendo matemática. Por eso sus últimas palabras fueron Demasiada felicidad. Empecé a escribir sobre ella y no pude parar; el cuento es de casi setenta páginas. El cuento largo es el formato que me resulta más natural.
—¿Es muy distinta la escritura de cuentos de la de novelas?
—No tengo la menor idea. Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento resulta la forma en la que me siento cómoda. Yo siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicos fuesen grandes y tuviese más tiempo, escribiría novelas. El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijos. Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa. Igual debo aclarar que las novelas que más me gustan son las cortas. Mi marido está releyendo el Ulises, libro grueso si los hay, y todas las noches, cuando me lee un poquito en voz alta, yo pienso: “Qué audaz que soy, cómo tengo el coraje de llamarme escritora cuando alguien escribió esa maravilla”. Pero supongo que hay que seguir adelante con lo único que uno sabe hacer…
—Lo primero que llama la atención al leerla es la complejidad de los temas que despliega detrás de una prosa aparentemente simple, ¿es eso a propósito?
—Escribo sin pensar si hay un tema de fondo, pero sé que una idea sólo me interesa si tiene alguna complejidad moral, si tiene varias aristas. No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma, de las rutas que se elige, uno se puede arrepentir tiempo después. Y hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta a un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De eso se trata ser humano.
—¿Y hasta qué punto son autobiográficas estas historias complejas que escribe?
—La vista desde Castle Rock es básicamente autobiográfica. Volver a mis orígenes para la que sería mi obra final era cerrar el círculo y me gustaba la idea de aprovechar el hecho de que mucha gente había escrito en mi familia. Eso me permitía disponer de buenos testimonios. Hubo una revolución en el protestantismo en Escocia, que puso mucho énfasis en la lectura individual de la Biblia. Por eso, aunque campesinos, mis antepasados tenían cierta cultura literaria, iban anotando lo que veían y llevaban diarios de viaje. Por supuesto, jamás hicieron ficción. Escribir sobre lo que uno pensaba hubiese sido visto como una forma de vanidad.
—¿Y usted lleva algún tipo de diario?
—Jamás. No tengo energía literaria que me sobre. Siempre me sorprendió que Virginia Woolf tuviese tiempo para llevar un diario además de escribir novelas y ensayos. No puedo entender cómo se las arreglaba. Claro que las mujeres inglesas de esa generación tenían servicio doméstico, algo que en Canadá nunca existió. Woolf de hecho escribió mucho sobre su mucama, sobre las peleas y enfados que tenía con ella. Pero en Canadá esto era impensable; la gente trabajaba todo el día —hombres y mujeres— en pequeños campos que no eran muy generosos. Mi gente es muy diferente de los americanos porque no eran ambiciosos, eso estaba muy mal visto. Había una fuerte ética del trabajo pero no para hacer dinero, que era considerado vulgar, sino como parte de un puritanismo. En mi familia no eran fundamentalistas religiosos, pero cualquier cosa que llamase la atención hacia uno mismo era considerado un pecado terrible.
—¿Se imaginaba que iba a ser “nuestra Chéjov” para los canadienses?
—Uff. Eso es muy fuerte. Obviamente es un honor, pero me gustaría que dejaran de llamarme así. No puedo decir que Chéjov me haya influido porque él es como Shakespeare: ha influido en toda la literatura. Si tengo que buscar conexiones personales, en cambio, empezaría con Eudora Welty. He leído sus cuentos una y otra vez, pero debo tener cuidado de no imitarla porque su encanto está atado a un lugar y un tiempo determinados. También amo a Katherine Anne Porter…
—Muchos dicen que usted es su equivalente en el Ontario rural.
—Si uno es un buen escritor, la voz tiene que ser única. Y quizá haya una conexión entre nosotras porque ambas escribimos sobre gente de campo, pero ella era de la clase media alta; no era uno de los nuestros.
—¿Se siente más bien heredera de Katherine Mansfield?
—Amo a Katherine Mansfield; la leí muy joven, cuando estaba embarazada de mi primer bebé, y cada tres o cuatro años releo sus cuentos. No sé cuánto afectó mi forma de escribir porque todo lo que uno lee deleitándose finalmente lo afecta. Realmente admiro esa manera que tiene de ir hilvanando distintas historias de una manera que parece muy fácil y natural, pero que con seguridad fue increíblemente difícil. Es una de mis escritoras favoritas, una inspiración.
—¿Qué cree que hubiese pensado Chéjov de conocerla?
—¡Qué bonita idea! Mientras hacía la investigación sobre esta mujer matemática (mira qué locura), justo no podía dejar de pensar si Chéjov, de conocerme, se hubiese enamorado de mí. Creo que no. A los hombres como él no les gustan las mujeres como yo. La matemática, por ejemplo, tenía una hermana de una gran belleza que quería ser escritora y pronto vendió un cuento a una revista editada por Dostoievski. Dostoievski inmediatamente quiso conocerla y le propuso matrimonio, a lo cual ella se negó. Dos semanas después del rechazo, Dostoievski se casó con su estenógrafa, es decir, con una mujer que siempre encontraría la palabra perfecta para él. Pero Chéjov, claro, se casó con una actriz que llevaba su propia fama a cuestas.
—Usted escribe básicamente sobre mujeres fuertes, ¿siente que puede ponerse en la cabeza de los hombres también?
—No puedo ponerme en la cabeza de los hombres por una simple razón: nunca voy a poder sentir, como ellos, que lo más natural sea que todo gire alrededor de mi trabajo y mis intereses. Una mujer de mi generación no podía ni pensarlo. Recuerdo una reciente entrevista al escritor irlandés William Trevor, a quien yo admiro mucho. El periodista contó, como si tal cosa, cómo la mujer de Trevor entró con una bandeja con té y galletas mientras ellos hacían la nota. ¡Ese egoísmo para mí es impensable! Yo escribo en un costado de la mesa, atiendo el teléfono si suena.
—¿Ve las series de televisión sobre mujeres actuales? ¿Qué opina?
—En América Latina les encantan las telenovelas, ¿no? Aquí tenemos las series americanas. Mujeres desesperadas me resulta ofensiva por el grado de riqueza que exhibe. De nuevo, el presbiterianismo me lleva a condenar ese tipo de despliegues. También vi Sex and the City; hay un capítulo en el cual la protagonista, de una belleza menos convencional, una abogada, ve a un hombre en la ventana del edificio de al lado y empieza a desnudarse para él, pensando que él estaba montando un show para ella también. Pero luego se lo cruza en el supermercado y resulta que él es gay y que toda la escena de seducción se la estaba haciendo para el muchacho que estaba en la ventana de un piso superior. Es una historia que dice bastante sobre cómo nos enamoramos de alguien por su sonrisa y su cuerpo bonito y no sabemos leer las señales de que todo está en nuestra cabeza. Pero el resto de la serie me pareció bastante predecible, basada en esa idea de encontrar un hombre que lo sea todo, un matrimonio que lo tenga todo: intelecto, sexo, amor. Y eso es imposible. La solución es encontrar un buen balance, pero cuando uno se enamora, no ve esto. Supongo que yo soy una romántica, pero a la vez soy una persona muy analítica y ambas cosas no van bien juntas. Para las generaciones anteriores, que podían mantener separados los intereses románticos y sexuales, todo era más fácil que para las generaciones actuales.
—¿Eso es lo que enseñaba a sus hijas?
—Lo único que traté de inculcarles fue que no pusieran todas sus esperanzas, todos sus sueños, en un hombre, lo cual es triste e hipócrita porque yo nunca seguí esa regla.
—¿Es feliz cuando está escribiendo?
—No lo sé. ¿Una patinadora profesional es feliz cuando está patinando? Es un trabajo duro, pero es lo que sabe hacer. Soy feliz cuando me viene una idea y puedo ponerme a trabajar de manera estructurada, y sé también que no soy muy buena tomando vacaciones. En mi tiempo libre lo que hago es ir manejando por el campo con mi marido, identificando el paisaje. Ésa es una ocupación concreta, muy buena para mí, y además mis libros tienen mucho sobre el campo y los paisajes, así que siento esos paseos como parte de una investigación previa a la escritura.
—¿Qué conoce de la literatura latinoamericana o en castellano?
—Conozco y he leído bien a Borges porque todo el mundo lo ha hecho. También al español Javier Marías, porque armó en una isla una orden de escritores y a mí me nombró la duquesa de Ontario, qué gracioso, ¿no? He mantenido correspondencia con él y me gusta su forma de escribir fría. Conozco mucho a Alberto Manguel y he leído a Vargas Llosa, García Márquez. Pero de todos los países latinos el que más me fascina es Brasil. Amo a Elizabeth Bishop, una escritora estadounidense, que vivió durante su infancia en Canadá y escribió sobre Brasil. Cuenta historias en las que a los personajes se les rompe el auto o tienen problemas matrimoniales. A mí, que Brasil me parecía el colmo de lo exótico, me encantaba pensar que podía haber allí gente corriente con vidas y problemas corrientes.
—¿Tiene algún placer secreto?
—No sé si es porque a mi edad me sigo rebelando contra la educación puritana, pero amo la ropa, amo salir de shopping y tener un almuerzo como éste que sea una excusa para arreglarme en medio del campo. Piensa que durante 30 años yo cociné cada bocado que mi familia y yo nos poníamos en nuestras bocas. Cuando nadie mira, devoro Vogue, pero me molesta ver los precios: me parecen indecentes. Antes, cuando podía, me escapaba a Toronto a recorrer los aparadores. ¡Ay, qué vergüenza! No sé si Eudora Welty se la pasaría pensando en este tipo de cosas. Al menos estoy segura de que Katherine Mansfield sí lo hacía, y ya conté que fue una gran inspiración, ¿no?
NOTA: Esta entrevista fue publicada el 26 de julio de 2008.
*FOTOGRAFÍA: La nueva Premio Nobel de Literatura, Alice Munro, nació en un pueblo de la provincia de Ontario, Canadá, en 1931/Archivo AP