Puertas demasiado pequeñas

Oct 12 • Ficciones • 3113 Views • No hay comentarios en Puertas demasiado pequeñas

POR AVE BARRERA

 

Presentamos un fragmento de la primera novela de Ave Barrera (Guadalajara, 1980), Puertas demasiado pequeñas, que obtuvo el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo y que será publicada en noviembre por el sello editorial de la Universidad Veracruzana en su colección Ficción.

 

 

Subo nuevamente a la camioneta y agarro por todo Revolución hasta González Gallo, luego en Lázaro Cárdenas la avenida se va volviendo carretera, y entre más carretera es con más confianza piso el acelerador.

Pasando el puente de Zapotlanejo el rechinido de los resortes del asiento me hace voltear. El hombre de la mirada de duende me acompaña. Sostiene con ambas manos su bastón entre las piernas.

—Qué bonita está la barranca, ¿verdad? Uno ni se lo espera, y de pronto ahí está. Repentina y verde, verde…

Hago como que no lo escucho. Clavo la vista en la carretera.

 

—¿Nunca te contaron de la maldición de la barranca de Huentitán? Fue por los indios caxcanes que se arrojaron al vacío huyéndole a los grilletes de los conquistadores. Es por eso que nada prospera ahí, siendo un lugar tan bonito. ¿Te das cuenta? La ciudad entera le da la espalda. Sólo gente pobre se va a vivir allá. Cuánto quisieran los gringos tener una vista así, de la tierra que se abre. A ver, dime tú, ¿cuándo fue la última vez que te asomaste al mirador de la Cola de Caballo?

 

—Bueno, y tú quién eres —digo por fin, al ver que no deja de hablar—. ¿Una alucinación, un espíritu chocarrero, o qué?

 

—Yo me llamo Luis Barragán. Y el motivo de que me encuentre contigo ahorita es porque vas en el sentido equivocado. La casa queda para allá —señala a sus espaldas con el pulgar.

 

Me orillo y detengo la camioneta en un claro junto a la carretera. La maniobra requiere toda mi atención y cuando vuelvo a mirar él ya no está. Salgo de la camioneta, respiro, trato de calmarme. Camino unos pasos hacia el monte y me oculto detrás de los matorrales para orinar. Miro el cielo pardo. El viento me zumba en las orejas. Los racimos de Santa María se estremecen como olas amarillas inundándolo todo con el olor de las hierberías del mercado Corona. No es el hecho de estar perdiendo la razón la cosa que me inquieta. La cosa que me inquieta es este lazo profundo, este nudo ciego que me jala de muy adentro y que entre más lo estiro más me duele.

 

Subo de nuevo a la camioneta. Enciendo el motor. Miro hacia ambos lados de la carretera y arranco fuerte con un volantazo de ciento ochenta grados que hace crujir el asfalto. Acelero. No quiero pensar. En lo único que pienso es en que no quiero pensar y me quedo imaginando a los indios que caen desbarrancados, con la cara llena del asombro de sí mismos.

 

Entro de nuevo a la ciudad, recorro calles bien conocidas, me estaciono frente a la entrada de los leones chatos. Meto los dedos por debajo de la puerta de metal y tiro del alambrito para abrir. Atravieso el terreno baldío. Abro la puerta del cristal roto, reconozco el frescor, los olores del jardín. La casa me recibe con el grito eufórico de un hombre que corre desnudo cuesta abajo por la ladera de pasto, para saltar en la orilla de la alberca y caer con una gran explosión líquida que llena el aire de vida. Veo la maraña de cabello gris flotar sobre el azul marino. Sócrates nada boca arriba con los ojos cerrados. Llego hasta la terraza donde la guacamaya contonea sus patas de un lado a otro sobre el respaldo de una de las sillas. Al verme contrae las plumas y libera una gota de excremento muy quitada de la pena. El Gordo sale de la casa y se detiene nervioso frente a mí. Sin levantar la mirada me toma la mano izquierda y la estrecha. Siento su tacto de niño, la almohadilla húmeda del pulgar. Lo jalo hacia mí y lo abrazo. Quisiera abrazarlo más pero su cuerpo se pone rígido y se separa con pasitos alegres, toma en su brazo a la guacamaya y le acerca una zarzamora al pico.

 

Sócrates sale de la alberca y se enreda una toalla en la cintura. Sonríe. Sus ojillos rasgados asoman detrás de la pelambrera mojada.

 

—Fui con los estudiantes de odontología y me sacaron la muela, mira —se jala el cachete y me enseña el hueco en la encía—. No me dolió nada.

 

Todavía estoy perplejo y no sé qué responderle.

 

—Qué bueno que llegas —dice—. Yo solo no iba a poder acabarme todo este pollo.

 

En la barra de la cocina hay una caja grande de Kentuky, toma una pieza y le da una mordida. Corre a la alberca, avienta la toalla y se arroja al agua con el bocado en la mano.

 

Me da mucha risa. La risa me cosquillea dentro. Bulle. Me brota por los ojos en un llanto azucarado y fresco. Entro a la casa. Recorro el pasillo hasta el fondo como si alguien me llamara desde allá. Me descalzo antes de salir al patio de los cántaros para sentir el suelo mojado con los pies. La puerta del ventanal está entreabierta y se alza la cortina con el viento, pero del otro lado no hay nadie. La jacaranda henchida de flores llueve sobre el patio con cada ventisca. Un gorrión entona su himno brevísimo y vuela. Es el principio.

 

 

*FOTOGRAFÍA: Enrique Ampudia Melo, secretario de Gobierno de Veracruz; Raúl Arias Lovillo, rector de la Universidad Veracruzana, Ave Barrera, ganadora del Premio Latinoamericano Sergio Galindo, y el escritor Sergio Pitol, durante la entrega de este galardón en abril pasado/Tomada de http://www.avebarrera.com/

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