Apuntes sobre la temporada de Minería
Las recientes presentaciones de la Orquesta Sinfónica de Minería fueron una muestra tanto de la madurez como de sus limitaciones interpretativas
POR IVÁN MARTÍNEZ
Concluyó el verano y con él, la temporada anual de la Orquesta Sinfónica de Minería que, como celebración a sus 40 años de vida, la dedicó a las nueve sinfonías de Beethoven ejecutadas en su sede, la Sala Nezahualcóyotl, bajo la batuta de su titular Carlos Miguel Prieto, combinadas en buen balance tanto de repertorio tradicional, moderno y de vanguardia como de directores y solistas invitados en sus nueve semanas de labores. Asistí sobre todo a su segunda mitad y en ella hubo momentos fundamentales, algunos fascinantes y otros menos decorosos, tanto para el público como para quien asiste con oreja de crítico.
El sonido del que hablé tras su primer programa (“Beethoven reloaded”, Confabulario, julio 15), se mantuvo firme, global. De al menos la última década, que es la que he tenido oportunidad de asistir a ella como reseñista, ha sido la temporada más estable. Quizá no en términos de sus filas (comencé hablando de una alineación de primeras maderas que cambió dos semanas después y a las tantas siguientes otra vez), pero sí del sonido y de cómo se produce. Quizá tenga que ver con que su titular es también diez años mayor, lo que le hace, independientemente de la justa medida en que cada quien juzgue sus
capacidades, al menos diez años más maduro.
No es Prieto un director emocional, de interpretaciones arrebatadas ni siquiera sentimentales o que conmuevan, quizá nunca lo llegue a ser, pero estas semanas la solidez de su trabajo ha sido visible. Y no digo visible solamente como un sinónimo genérico de distinguible, como si sólo me percatara de su estabilidad rítmica o de la estabilidad artística en la construcción madura, completa y global de la arquitectura de cada una de las sinfonías beethovenianas, que en todas se lució; sino de lo que se ve y eso transmite. Al público: la sensación de un maestro más maduro, calmado, en control de sus emociones; y a los músicos: confianza, sensatez y autoridad, ésta última una condición criticable con regularidad por sus detractores, dentro y fuera del escenario. Por ejemplo: brinca menos, los
codos están más controlados y es más clara su batuta en la anacrusa.
Tras el primer concierto con Augustin Hadelich, los siguientes dos momentos más importantes del verano ocurrieron también con violinistas. El programa quinto lo protagonizó la concertino del ensamble, Shari Mason, con el Primer Concierto para violín, en Re, op. 19, de Prokofiev. Y el momento más emocionante fue su segundo movimiento, el Scherzo vivacissimo: sólo alguien con el aplomo y la seguridad de Mason podía agarrar (otra vez, mi elección del verbo no es casual) esta partitura así de rápida y sostenerla con firmeza en un sentido de tal fuerza, musicalidad y libertad. Sin atisbo de fragilidad. Su presencia sonora al comienzo del Andantino inicial también fue fascinante, en términos de matices, colorísticos y de fraseos, que ojalá hubieran sido mejor escuchados por el director huésped de la ocasión, Giancarlo Guerrero, limitado a seguir con corrección la métrica. De las tantas veces que he escuchado este concierto con esta solista, ha sido la más impresionante y no queda más que preguntar si no es momento ya de que lo grabe.
Guerrero, en cambio, ofreció el momento de mayor sopor de la temporada, al enfrentar tras el intermedio la Cuarta Sinfonía, en fa menor, op. 36, de Tchaikovsky. Aletargada, cayendo en su caminar, muriendo desde antes de nacer. Fandangos de Roberto Sierra con que comenzó la noche tampoco queda en mi recuerdo como fiel interpretación de tan colorida pieza. Nebulosas ejecuciones, como la del solista siguiente, el trompetista James Ready en su ejecución del Concierto para trompeta en Re de Giuseppe Tartini.
El otro momento fue más integral, el octavo programa quizá haya sido el mejor concierto sinfónico del año. Hay programas que en papel pueden verse variados, sin ton ni son, que es hasta escucharlos, sólidamente ejecutados de principio a fin, que hacen sentido como conjunto. Prieto lo abrió con la Paráfrasis orquestal de la ópera Aura, de Mario Lavista, que tuvo una lectura concentrada y dedicada, y lo concluyó con la que para este reseñista fue la mejor de las sinfonías de Beethoven en las interpretaciones del director, la Séptima, en La, op. 72: vibrante, elocuente, emocionante hasta los huesos. En medio,
Vadim Gluzman ofreció el Primer concierto para violín en la menor, op. 99, de Shostakovich. Quizá deba saber el lector que ni Prokofiev ni Shostakovich son compositores regularmente adeptos a mi sensibilidad, pero ¡qué cosa escucharlos con Mason o Gluzman! Con su nivel de pasión y entrega.
Nada me han quedado a deber las otras sinfonías, especialmente en el concierto de gala donde se hizo la Novena, con el excepcional coro visitante de Minesota Vocal Essence, pero antes de concluir, me siento obligado a utilizar unos caracteres para mencionar el esplendor sutil y preciso, de los solos del cornista Jeffrey Rogers y el clarinetista Elizandro Garcia durante el Minueto de la Octava; junto al fagot de David Ball en la Quinta, los alientos más destacados de la temporada.
FOTO: El jueves 31 de mayo la OSM interpretó obras de Haydn y Mozart con la interpr etación solista de la violinista Shari Mason y el violista Roberto Díaz, bajo la dirección de Carlos Miguel Prieto / Lorena Alcaraz / INBA
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