Música y materia en la poesía de Eduardo Lizalde
En la poesía de Lizalde puede leerse su pasión por la ópera, lo mismo que sus influencias literarias
POR ROBERTO CRUZ ARZÁBAL
Pienso en Eduardo Lizalde y recuerdo su voz, la cadencia de sus versos. Casi cualquiera que lo haya escuchado recordará su voz grave y su hablar pausado y cadencioso. Tenía voz de barítono, como él cuenta, igual que su hermano. Venía de una familia no de músicos sino, mejor, de melómanos.
Asocio su voz con dos cauces distintos pero complementarios. El primero, la lectura de los poemas que marcaba el ritmo, con cierto histrionismo —no uno repelente, sino justo— de algunos de los más conocidos. El segundo, sus presentaciones de óperas y lecturas literarias en la radiodifusora Opus 94. Tengo un recuerdo entrañable de las cápsulas en las que hablaba de ópera y presentaba grabaciones históricas y novedades. En mi juventud, mi madre y yo las escuchábamos en la cocina por las tardes, antes y después de comer. Gracias a esas intervenciones conocí el mundo de la ópera guiado por su voz y sus anotaciones emocionadas y justas. Recuerdo su voz lenta y cavernosa que explicaba los portentos de Callas o de Wunderlich, la misma que nos acompañó en el descubrimiento de Villazón y Netrebko. En las distraídas sesiones de escucha, aprendíamos que el entusiasmo no hablaba a gritos, sino que tenía también la forma de la cadencia y la generosidad.
Desde joven, Lizalde quiso incursionar en la ópera. Era, decía, una pasión de vida. Quizá por la incómoda verdad que supone amar sin cortapisas, Lizalde reconocía que el amor a la ópera era “indefendible”. Alguna vez escribió que el gusto por la ópera era “una afición que se adquiere o no, como el gusto de las berenjenas”. Se resignaba, como muchos que la disfrutamos, a tramas cursis y singulares pactos de ficción. La ópera es escena, pero sobre todo es canto emocionado. El patetismo operístico se funde en el estremecimiento que produce escuchar a una diva cantar las notas desgarradas de amor de Tosca o la muerte afligida de Madame Butterfly.
Ese patetismo encuentra su contrario en no pocos de sus poemas. Buscando un equilibrio imposible entre el arte y la vida, pienso en un poema de La zorra enferma (1974) que podría ser el libreto de una ópera bufa sobre la vida intelectual en México: “¡Aullad!/ Comencemos a impostar ahora/ los aullidos de esa noche./ Salmuera para nuestras barbas./ A espada, a hierro moriremos/ (matanga, dirá la changa),/ que nadie duerma en veinte años.”
Junto con poetas como Castellanos, Bonifaz Nuño, Bohórquez o Becerra, Lizalde participó de una de las últimas radicalizaciones modernas de la poesía en México. La última frontera modernista que abrió la poesía al mundo cotidiano, al juego y los medios masivos; la misma cuya poética consistió en hacer de la poesía un espacio para que todo entrara, incluso el desdén por ella (aunque en los últimos años el mérito se le regatee a la generación y se privilegie a uno de entre todos ellos, Gerardo Deniz). En sus poemas conviven Góngora y Agustín Lara, Toña la Negra y Mahler, Wittgenstein y Charlie Brown. Pero no es la convivencia el mérito, sino haberlo mezclado en una música que funcionó como el hogar definitivo del poema. Su poesía supo desconfiar de la dicción poética sin renunciar a la hospitalidad del mundo.
Explicó en una entrevista, sobre lecturas de Darío: “No me cautivaba tanto el contenido como el sonido del idioma”. La música de las emociones y el sonido del pensamiento. Un binomio que cruza su poesía, desde la más amargamente impostada hasta la más furiosamente intelectual. Entre ambas posibilidades que se afirman en su obra late una posición vital que no se entrega a la primera.
Leerlo superficialmente, a pesar de su impronta sonora, es quedarse con unos gestos y lugares comunes. Muchos de esos que se han escrito hasta la saciedad, bucrocráticamente repetidos, en los pocos días desde su muerte. Los símbolos vacíos de tanto decirse, los sobrenombres tomados literalmente de repetir sus títulos.
Leerlo con atención es reconocer que en las contradicciones hay espacio reservado para el mundo como hecho y no como idea. Influido lo mismo por Hegel y Rimbaud que por Wittgenstein o Paz, su pensamiento es tensión de ideas contrarias, a veces irresueltas; su poesía es materia verbal que señala la materia del mundo. Al descreer de tropos poéticos, creó un mundo verbal poblado de materiales y cosas. Como escribió su sobrino Luis Ignacio Helguera, melómano también y extrañado poeta: “los muebles pueden simbolizar la madera, la materia nombrada por el poeta, la cosa inanimada a la que él quisiera regresar a veces”.
Lo inanimado cobra vida como símbolo en el poema, pero no permanece en él como signo. Toma cuerpo en un mundo poblado de acciones, reacciones y metamorfosis. Escribió apenas Cruz Flores, para él la poesía “es un medio de interpretación del mundo que no sirve de nada pero, al descreer de toda razón absoluta, comunica al cuerpo con el confort precario de escribir”. El mundo es material en sus poemas no a pesar sino porque es pensable. Así en “Sol”, de La zorra enferma: “La luz del Sol/ dicen los químicos/ —también lo dice Góngora—/ nos da manzanas rubicundas.// Es falso:/ el Sol todo lo pudre;/ nosotros arrancamos/ de sus garras los frutos.” Las palabras pierden su valor como alegoría y retornan al acto de nombrar la materia con la materia misma.
Mostraba una desconfianza casi epicúrea en la poesía, algo de eso queda en los manierismos retóricos que a la sensibilidad contemporánea pueden parecer chocantes o insuficientes. Pero algo o mucho de eso queda también en el fervor de la materia que habita su poesía. No es un fervor que suceda en la superficie ni en la lectura inmediata, es consecuencia de la repetición mental, memoriosa de una voz como la suya mientras se leen los poemas, la candencia de la lectura propia que es de pronto una invitación a la cadencia del poema. Dice el poema “Kinderland”: “Si pudiéramos hoy volver al mundo, a la materia/ del niño que reposa al fondo de nuestro viejo cuerpo,/ hacia el pasado, por nuestras entrañas,/ a la tierra inicial…”
Volver a la materia. Imponernos su ritmo geológico y darle el ritmo de nuestro pensamiento. Volver como el verso de la canción melodramática buscando la singularidad, como se busca en la cantante que canta una vez más el aria sabida. A la materia de la que están hechas las palabras y las cosas. Eso es su obra para mí: música y materia.
FOTO: Cortesía Javier Narváez
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