Decir el desastre de la ciudad: “Tercera Tenochtitlan” y “Algaida”

May 28 • destacamos, principales, Reflexiones • 1437 Views • No hay comentarios en Decir el desastre de la ciudad: “Tercera Tenochtitlan” y “Algaida”

 

El desgaste del entorno urbano será el gran protagonista de estos poemarios de Eduardo Elizalde

 

POR CARLOS ULISES MATA
Por varias malas razones que no viene al caso debatir —ignorancia, preferencia periodística y crítica por otras franjas de su obra, inercia que lo asocia con la figura viril del tigre—, Eduardo Lizalde no es percibido distintivamente como un poeta de/sobre/desde o a propósito de la ciudad.

 

Sin embargo, Lizalde es uno de los más vigorosos contribuyentes a ese rico capítulo de la poesía mexicana, fundado por Bernardo de Balbuena en 1604 y vivísimo hoy, cuyo censo parcial levantó en un muestrario reciente Claudia Kerik, quien en La ciudad de los poemas (Ediciones del Lirio, 2021) reunió a más de 200 poetas de la Ciudad de México entre 1881 y 2021.

 

Y puesto que es irrealizable elaborar la corografía poética de esta ciudad —describir sus alturas y sus valles, la escasez o abundancia de los ríos verbales que la recorren— para situar en ese mapa la específica contribución de Lizalde, conviene decir que su rasgo primordial reside en la enunciación del desastre y en la constatación del infierno en que devino la antigua urbe mexica, presente en otros autores, sí, mas no con la pertinacia y fuerza de convicción de don Eduardo.

 

Sólo explícita en su obra a comienzos de los años 80, la ciudad en la obra anterior de Lizalde es una insinuación, el marco imaginado aunque no visto, mucho menos transitado, en que transcurren sus tres libros de la luminosa década previa: El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1975) y Caza mayor (1979). En esos conjuntos magníficos, los ámbitos citadinos se indican aquí y allá —“La ciudad ha perdido su Beatriz”; “La ninfa en el camión”, “Ciudades”, más los poemas de irónica alusión obrera y revolucionaria—, pero no llegan a caracterizarse ni se le dan a ver al lector, con la excepción del bar “El Paraíso” y de las calles, más parisinas que chilangas, en que el exquisito Lizalde compraba un buen queso Reblochon.

 

Cerrado, aunque nunca del todo, el ciclo de exploración moral —privada, pública y política— cumplido en esos tres libros, con Tercera Tenochtitlan (Katún, 1983), Lizalde entró de lleno a decir en su obra el desastre de la ciudad. A esa agobiante tarea dedicó el poeta los siguientes 20 años, tras los cuales volvió con dos piezas de primera categoría: la segunda parte de Tercera Tenochtitlan (UNAM, 1999, unida a la primera) y Algaida (Aldus, 2004).

 

Sin ser los únicos que pueden estudiarse, hay dos aspectos llamativos en la que debe considerarse primera pieza del díptico citadino de Lizalde, formada por las partes al fin ensambladas de Tercera Tenochtitlan. Uno es su condición de libro largamente padecido, contra la voluntad del autor, creciendo a solas, como él mismo dice, “irritándome y atrayéndome como lo hace a diario con todos nosotros la ciudad que le sirve de tema”. Y el otro es su paradójico carácter de poema ceñido y justo, incluso simétrico (365 versos en la 1ª parte; 379 versos en la 2ª).

 

La tensión surgida de esos rasgos de opuesta gravitación —pasión ingobernable y orden— se traslada con nitidez al poema bajo una forma típica de Lizalde en que se alían el lenguaje riguroso, la frialdad de la argumentación poética y la declaración de cosas terribles: “Al centro la gran mancha de petróleo o de tinta / un Rorschach la falena nictálope / de la ciudad velada por su niebla letal / un continente de aeronauta pelusa / un grajo inmenso que se petrifica a la mitad del vuelo”.

 

Del mismo modo en que más tarde lo hará en Algaida, en Tercera Tenochtitlan Lizalde funde con su mirada las etapas históricas, por la razón comprensible de ser una e indistinta la ruina: “Miro hacia atrás contra la carne translúcida / y la vista se sumerge en este pozo de sangres/ cuelga seis siglos sin tocar el fondo”.

 

Así anulado el transcurrir del tiempo, el ojo descarnado (en los dos sentidos) del poeta observa una tras otra las tres encarnaciones de la ciudad mexica: la original, fundada en 1325 (“un valle que se admira/ terrestre paradoja/ desde los ojos verdes de un reptante monstruo/ que circunda el hundido territorio”); la erigida al consumarse la Conquista (“Otros sobre estas ruinas ya de ruinas/ sobre los despojos emplumados/ de la gran Tenochtitlan/ y sus floridos opresores/ alzarán ciudades/ antes del terremoto devastadas”); y la tercera, la desfigurada del siglo XX por el cáncer del crecimiento bestial, la fealdad y la contaminación, de la cual recoge Lizalde un puñado de postales terribles… Del Centro (“la Catedral preside este cortejo de resucitados/ con los lomos del Sagrario heridos/ por el ácido fecal de las palomas”), Churubusco, los llanos de Portales, Xochimilco (“de diftéricas aguas insalubres”), reconociendo su emblema de horror en Tláhuac y Chalco, antiguas zonas lacustres: “cardúmenes de fango enrarecido / cuatrocientos kilómetros de moscas y canales / mierda eminentemente histórica y chinampas”.

 

Aunque sería reductivo ver en Algaida la continuación de Tercera Tenochtitlan, impresiona observar que ésta concluye con una visión que reaparece en el poema de 2004: los fantasmas humanos de la ciudad son vistos como los “fogueados nativos, los vástagos medrosos y bullentes/ que habitamos el vientre, eterno, inexpugnable/ de la indómita monstrua”, cuyos rasgos no es difícil reconocer en los “Anclajes, pistas, señales, ataduras, amarras/ de la madre mayor, de la gran ciega”. Cierto es que los unen más semejanzas (el uso del monólogo dramático, la composición mediante escenas), pero otros tantos rasgos los hacen distintos. Lo esencial es que ambos son modulaciones perfectas de la misma y rimbaldiana temporada en el infierno, concluida en Algaida con la contemplación, contra Dante, del astro de la muerte: “Guardo la pluma exhausta y alzo el rostro / al terminar el viaje y salgo de mi báratro mexica, / para de nuevo contemplar la estrella”.

 

FOTO:  Eduardo Lizalde en las oficinas de Conaculta que a inicios de los años 90 se ubicaban en la zona de San Ángel. Al fondo, el barrio de Chimalistac/ Flor Cordero

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