Nicaragua: de la revolución a la dictadura
Una de las revoluciones de izquierda más prometedoras, la sandinista, se convirtió en un régimen familiar y violento. Las encuestas publicadas antes de las votaciones del 7 de noviembre revelaron que la ciudadanía estaba en desacuerdo con la reelección del matrimonio formado por Daniel Ortega y Rosario Murillo, y el abstencionismo superó el 80%
POR ELIEZER LÓPEZ
Del romanticismo de la revolución popular sandinista en 1979, se puede resaltar su importancia para derrocar a una de las dictaduras más crueles de la época: la del clan familiar de “Los Somoza” que gobernó 30 años con puño de hierro en Nicaragua. Si bien el costo fue muy alto: miles de muertes, pobreza, aislamiento internacional y una guerra entre nicaragüenses durante muchos años, esta etapa sangrienta parecía que iba a culminar en 1990, con el trazo de una ruta hacia la democracia y la paz.
Ese año Violeta Barrios, esposa del mártir y periodista Pedro Joaquín Chamorro (asesinado por la dictadura somocista), ganó las elecciones presidenciales a una decena de candidatos incluido el autonombrado líder de la revolución Daniel Ortega. El triunfo de Barrios fue un gancho al hígado para el partido Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y sus dirigentes. Parecía que esta vez, por fin después de tantos años, los nicaragüenses íbamos a tener una luz al final del túnel y podríamos cerrar un capítulo tan nefasto.
Sin embargo, la presidencia de Barrios fue torpedeada por Daniel Ortega y su séquito. Pocos días después de su derrota dijo en un discurso público que gobernaría desde abajo. Y cumplió. Durante esos años dirigió huelgas, paros y bloqueos de carreteras. “No imaginé que la misma persona responsable de la crisis económica del pasado, iba a intentar boicotear mis intenciones y acciones en favor de la democracia y el progreso”, confesó años después la expresidenta.
Inconforme con la derrota en 1990, se postuló en 1996 y 2001, y nuevamente fracasó. Aunque todavía quedaba un poco del romanticismo de la revolución sandinista, el porcentaje de votantes (nunca superó el 45%) no era suficiente para ascender nuevamente al poder. Tampoco ayudó mucho que figuras históricas como el escritor Sergio Ramírez, quien fuera vicepresidente en los 80, abandonara el partido. “El FSLN al que yo me incorporé hace 20 años ya no existe”, dijo en aquella época el ahora premio Cervantes que se encuentra en el exilio producto de la persecución gubernamental.
Pero de su tercera derrota Ortega aprendió mucho y buscó a un cómplice para alcanzar nuevamente la presidencia de Nicaragua. El comandante abrió su manual del dictador y echó a andar varias estrategias para construir la peor dictadura que ha tenido Nicaragua en su historia. Una controlada por él y Rosario Murillo, su esposa y también vicepresidenta.
El camino a una dictadura
El previsible triunfo en 2001 del expresidente Enrique Bolaños (q.e.p.d.) supuso una fractura dentro del Partido Liberal Constitucionalista (PLC). Arnoldo Alemán, entonces presidente saliente, estaba en la mira de su sucesor, quien había prometido acabar con la corrupción de tajo. El único pilar con el que podía negociar era Daniel Ortega, por aquellos años secretario del FSLN.
Alemán, interesado en conseguir una diputación para obtener inmunidad y continuar dirigiendo desde la Asamblea Nacional al PLC, decidió pactar con Ortega, quien estaba empecinado en eliminar la segunda vuelta en la contienda electoral y rebajar del 45 al 35 por ciento el techo de votantes para obtener la presidencia de Nicaragua. Todo se ejecutó a través de reformas electorales y constitucionales y con la aprobación de los 42 diputados liberales y los 36 sandinistas.
El más beneficiado del pacto fue Ortega. Si bien Alemán apostó por su libertad, la diputación y la presidencia a Arnoldo Alemán para burlar la cárcel, el líder sandinista consiguió, además de rebajar el techo de votos, el control en la Corte Suprema de Justicia, donde apeló años más tarde a su “derecho para reelegirse” presidente.
Las cosas salieron como Ortega lo planificó. Ganó las elecciones de 2006 con el 38 por ciento de los votos y lanzó su mira hacia su reelección. Primero lo intentó en la Asamblea Nacional pero como no tenía la mayoría parlamentaria, desistió. En 2009, un fallo de la CSJ declaró inaplicable el artículo 147 de la Constitución Política que prohibía la reelección continua. El líder del FSLN se postuló en las elecciones de 2011 como candidato por su partido.
El Consejo Supremo Electoral, presidido por Roberto Rivas (sancionado por corrupción por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos) tampoco puso trabas para la postulación de Ortega. El presidente de este poder del Estado, señalado por varias publicaciones periodísticas de enriquecimiento ilícito, tampoco se refirió al tema. En 2011, el mandatario sandinista consiguió su reelección, bajo denuncias de fraude electoral, y una abrumadora mayoría en el parlamento que le permitió en 2014 aprobar reformas constitucionales en las que legalizó la reelección indefinida.
Las reformas también contemplaron que miembros de las fuerzas armadas ocuparan cargos en el Ejecutivo, así como la reelección de cargos en la Policía Nacional y el Ejército de Nicaragua.
Ortega entonces garantizó el control del Poder Judicial ubicando a fichas leales a su figura. Con el control de la Asamblea Nacional, la CSJ y el CSE, también se aseguró de tener a leales dentro de la Policía Nacional. Su consuegro, el ahora jefe de la institución policial (sancionada por Estados Unidos) era en ese entonces el subdirector de la entidad pública. Y extendió sus relaciones cordiales con el Ejército de Nicaragua.
El 2016 fue el año de la consolidación de su régimen. Pero le agregó una ficha clave dentro de su esquema dictatorial. Presentó a Rosario Murillo, su esposa y hasta ese entonces coordinadora del Consejo de Comunicación de su gobierno, como candidata a la vicepresidencia. “¿Quién mejor que ella?”, dijo Ortega en agosto de ese año frente a los magistrados del CSE y un grupo de jóvenes sandinistas.
Esas elecciones estuvieron marcadas por el abstencionismo que, según organizaciones independientes, rondó el 65 y 70 por ciento. Las juntas de votos estuvieron vacías durante buena parte del día y únicamente la militancia sandinista y los empleados del sector público salieron a votar. Antes de la medianoche del siete de noviembre, el FSLN celebró el triunfo “aplastante” a pesar de que en los salones los rollos de boletas quedaron casi sin usar.
La rebelión de los “hijos de Sandino”
Desde su llegada al poder en 2007, el Gobierno de Daniel Ortega dejó claras muchas cosas, entre ellas, el control total de las instituciones del Estado y la prohibición a sus funcionarios públicos de brindar entrevistas a medios de comunicación independientes. Aunque las solicitudes se hacían religiosamente cada vez que había una investigación periodística que expusiera la corrupción, la respuesta siempre fue negativa.
El gobierno mostró un gran desprecio a la libertad de expresión. En 2013, después de la firma para la construcción del Gran Canal Interoceánico que se supone sería desarrollado por la empresa HKND, propiedad del misterioso Wang Jing, Ortega ordenó a la Policía Nacional que reprimiera cualquier marcha organizada por los campesinos, quienes se oponían a la concesión canalera y la expropiación de sus tierras. Consideraron que la megaobra era una violación a la soberanía nacional.
Las protestas de los campesinos eran apoyadas por la población que, a pesar de estar en sintonía con sus demandas, no protestaban con igual ahínco que los afectados. En la otra acera la Empresa Privada observó todo desde lejos. En todos esos años habían mantenido una relación de alianza con el gobierno de Ortega. Pero el punto de quiebre ocurrió en 2018.
En abril de ese año, luego de unas controvertidas reformas al sistema de pensiones, jóvenes de distintas partes del país protestaron por la decisión tomada por el gobierno de los Ortega-Murillo. La respuesta de los mandatarios fue represión policial y paramilitar con armas de fuego.
Después de casi cuatro meses de protestas, saqueos y represión, el saldo de asesinados, según organizaciones nacionales e internacionales, es de más de 325 muertos. Cifra que el régimen sandinista se niega a aceptar y que, contrario a iniciar investigaciones para encontrar a los culpables, desató una ola de detenciones en contra de manifestantes y decretó un Estado policial de facto que mantiene a Nicaragua bajo una nula libertad de expresión.
Aunque hubo diálogos, negociaciones, y la situación fue llevada a escenarios como la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la dictadura Ortega-Murillo no cumplió ninguna de las recomendaciones hechas (liberar presos políticos y enjuiciar a asesinos).
La irresponsable gestión de la pandemia
Con un Estado policial de facto, las capturas a manifestantes que se arriesgaban a seguir protestando, la pandemia supuso un enfriamiento en la situación política del país. En Nicaragua todos entendieron que la Covid-19 era una amenaza que podía provocar muertes en todo el mundo. Sin embargo, para el régimen Ortega-Murillo, el coronavirus fue tomado muy a la ligera.
Contrario a las medidas que dictaban las organizaciones mundiales de la salud, el gobierno sandinista organizó una marcha denominada “Amor en tiempos de Covid-19”. Simpatizantes y empleados públicos, entre ellos de las instituciones de salud, caminaron en aglomeración por varios kilómetros. Eso sí, ninguno de los presidentes lideró la movilización. Ellos sí se quedaron en casa.
Lo que ocurrió fue un repunte de casos que nunca fueron confirmados por el gobierno. La cifra de contagio no ha sido revelada hasta ahora y la de muertos tampoco. Para evitar que los medios de comunicación documentaran los decesos por Covid-19, ordenaron que los fallecidos fueran enterrados por las noches en los cementerios de todo el país.
Sin embargo, la ciudadanía mostró su descontento y documentó en sus redes sociales cada uno de los entierros. La situación fue insostenible para el gobierno, pero aunque estaba todo al descubierto, continuaron informando sobre un número reducido de casos y de muertos. La excusa gubernamental fue que los pacientes morían de cualquier otra patología menos de coronavirus.
Pero un reportaje publicado en el medio digital Divergentes reveló, gracias a una triangulación de datos y recopilación de decenas de testimonios de médicos y ciudadanos, que personas fallecidas por neumonías, diabetes y otras patologías según el Ministerio de Salud, en realidad murieron teniendo diagnóstico positivo a coronavirus. En el reportaje se expone que el gobierno manejó los resultados para presumir que contuvieron la pandemia con números bajos de fallecimientos y contagios.
Pero esta no fue la única negligencia gubernamental en plena pandemia. Además de no garantizar el cumplimiento de medidas de prevención, el gobierno monopolizó las pruebas para detección del virus y no garantizó un plan de vacunación para la población. En los centros hospitalarios las filas durante los primeros meses fueron enormes. No había distanciamiento y la mayoría madrugó para la aplicación de la inyección.
El totalitarismo y las elecciones sin competencia
Aunque la pandemia enfrió un poco la situación política del país, las elecciones programadas para noviembre de 2021 encendieron nuevamente el interés de la población y de las organizaciones políticas para participar en los comicios presidenciales.
La Alianza Cívica, creada para uno de los diálogos nacionales en 2018, y la Unidad Nacional Azul y Blanco, que aglutina a organizaciones civiles que igualmente protestaron en la rebelión de abril, presentaron a sus precandidatos para la elección. Si bien la idea era la de una oposición unida, las diferencias no permitieron la anhelada fusión.
Aunque había muchos rumores en el aire, Ortega nunca tuvo en mente la realización de unas elecciones justas y transparentes. Primero aprobó tres leyes: ampliación de la cadena perpetua; Ley Especial de Ciberdelitos, que busca callar a ciudadanos y periodistas que critiquen la administración de Daniel Ortega en redes sociales, y la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, que busca controlar el financiamiento que reciben las organizaciones opositoras.
Luego eligió a magistrados electorales afines a su gobierno y reformó la Ley Electoral para tener una elección a su medida. Cerró la oportunidad de que la oposición tuviera no sólo una, sino dos casillas en las que pudiera participar en las elecciones, y finalmente encarceló a los siete precandidatos presidenciales, y más de 40 opositores (políticos, empresarios, activistas, líderes estudiantiles) para confirmar unos comicios sin competencia.
En Nicaragua nunca existió un clima electoral. Las encuestas publicadas previas a las votaciones sin competencia revelaron que la ciudadanía no estaba de acuerdo con la reelección de Ortega y Murillo. El siete de noviembre la participación de la población en los comicios fue mínima. La organización Urnas Abiertas informó que el abstencionismo superó el 80%.
Los candidatos que Daniel Ortega y Rosario Murillo aceptaron para participar en la votación de ese domingo eran unos desconocidos. “Salieron de la nada”, dijo un politólogo que prefirió no ser citado con su nombre real por temor a represalias.
El resultado de las elecciones sin competencia culminó en la reelección de los Ortega y Murillo y sus diputados. También trajo consigo el rechazo de la comunidad internacional. El 12 de noviembre la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), declaró que las elecciones que se realizaron en Nicaragua “no fueron libres, justas ni transparentes y no tienen legitimidad democrática”.
La votación fue de 25 votos a favor de la resolución, que fue impulsada por la delegación de Canadá y apoyada por Antigua y Barbuda, Chile, Costa Rica, Ecuador, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela y Uruguay. El único voto en contra de la resolución fue el del régimen de Ortega y Murillo, mientras que siete países se abstuvieron, entre ellos, México y Honduras.
La dictadura sandinista recibió otros golpes como resultado del proceso sin competencia electoral y la radicalización del régimen. El 10 de noviembre, tres días después de que la pareja Ortega Murillo se adjudicara las elecciones, el presidente Joe Biden firmó la Ley Renacer, una medida de presión que podría tener consecuencias económicas graves para Nicaragua. Y una semana después, el Departamento de Estado sancionó al Ministerio Público y nueve funcionarios sandinistas. Además, proclamaron restricción migratoria a miembros del régimen, incluyendo al comandante Daniel Ortega.
La crisis de derechos humanos se agrava en Nicaragua. Las sanciones continuarán, según lo dicho por las autoridades estadounidenses, y los más jóvenes se plantean escapar de la desdicha provocada por una dictadura sangrienta. “Es un país sin futuro”, me dijo Alejandra Alemán, una estudiante de psicología de 21 años, que empezará una nueva vida en enero de 2022, lejos de su natal Granada, más cerca de San José, en Costa Rica.
FOTO: Un mural del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, es intervenido por protestantes antigobierno/ Crédito: Esteban Felix/ AP
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