La crítica como disfraz
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Todo lector trata de descifrar su propio modus operandi y sus coordenadas frente al texto y al autor, que puede ser él mismo. En No leer, el libro más reciente de Alejandro Zambra, todo se vale, ya sea la reseña de un volumen de astrología, un catálogo de vinos, el juego de fotocopias o las cartas de un escritor a su madre
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POR LEONARDO TARIFEÑO
Un escritor es un lector especial, singularísimo. Cuando abre un libro, no sólo busca placer, entretenimiento o una buena compañía; su mirada se posa en el modus operandi de la máquina literaria, desmenuza el lugar del autor en el pasado y presente de su tribu y pone la lupa en los entretelones creativos del hecho artístico que tiene en sus manos. Dicho en los términos de Ricardo Piglia, “el modo de leer” de un escritor se define por “su manera de usar los textos” y “la toma de posición frente a las tradiciones”, dos movimientos especialmente visibles en la estupenda colección de reseñas y estudios críticos que el chileno Alejandro Zambra presenta en No leer.
Desde el inicio mismo del libro, Zambra plantea y tematiza su desconfianza hacia la figura del crítico literario, rol que el autor asume con la divertida ironía de quien se coloca un disfraz. El juego de identidades le permite al escritor desdoblarse en poeta, narrador y crítico al mismo tiempo, sin situarse de manera estable y definitiva en ninguno de sus tantos escenarios. El que habla es un crítico, pero también el poeta de Mudanza (2003), el novelista de Bonsái (2006) y el cuentista de Mis documentos (2013), es decir, es y no es un crítico: es un escritor que lee.
A partir de las libertades que le permite su disfraz, Zambra se invita a juegos que otro crítico despreciaría, como reseñar un volumen de astrología u otro sobre vinos, analizar el subrayado de un libro que podría ser suyo o ajustar cuentas con los maestros escolares (“así nos enseñaron a leer: a palos”). En esos gestos, el autor de Facsímil (2014) parece reivindicar las múltiples entradas al fenómeno literario, que incluyen las cartas de un joven escritor (Manuel Puig), la nostalgia por las fotocopias, la evocación fetichista de la infancia (Catálogo de juguetes, de Sandra Petrignani) y el reclamo de una temporalidad propia y personal para disfrutar del arte de leer (“¿Y por qué, respecto de qué, habría que ponerse al día?”). Pero No leer no es una apología de la adicción a los libros, sino una suma de lecturas que dibujan la autobiografía del escritor como lector. Por eso, como sugiere Piglia, Zambra construye una tradición propia, distante de la plana mayor del boom (Clarice Lispector, Alejandro Rossi, Mario Levrero, Josefina Vicens), identifica afinidades (las obras de Rodrigo Fresán, Fabián Casas, Hebe Uhart, Pedro Mairal) y, sobre todo, explora su propio lugar en “esa novela desoladora y tan mal escrita que desde hace años es Chile” con una sensibilidad que lo acerca a las largas sombras de Enrique Lihn y Roberto Bolaño.
Para entender al joven Puig que desde Europa le escribe cartas un poco banales a su madre, Zambra sugiere que “una buena manera de convertirse en escritor es no querer serlo”. De igual forma, en No leer él demuestra, tal vez sin advertirlo, que la mejor manera de transformarse en crítico es no querer serlo, o serlo disfrazado, con más ganas de compartir entusiasmos que de instalarse en el tedioso campo de batalla entre el bien, el mal y sus respectivos sacerdotes.
FOTO: No leer, de Alejandro Zambra. Anagrama, Barcelona, 2018, 313 pp.
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