Octavio Paz y Elena Garro: del noviazgo a adversarios del amor

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Los escritos reunidos en el libro Odi et Amo: las cartas a Helena, recién publicado por Siglo XXI, son un testimonio de la relación amorosa e intelectual que existió entre los escritores durante 22 años

 

POR GUILLERMO SHERIDAN

…la inutilidad de las cartas y de las palabras: taquigrafía débil y absurda de un alma inexpresable…
O. Paz
Carta (14) a Elena Garro, 4 de agosto de 1935

 

Presento en este libro ochenta y cuatro cartas (y algunos poemas adjuntos) enviadas por Octavio Paz a Elena Garro. Son, presumiblemente, todas las que se conservan. Las escribió durante la primera década de su atribulada relación, en tres momentos, a partir de sus veintiún años de edad: en 1935, en la Ciudad de México, al iniciar el noviazgo; en 1937, en Mérida, en vísperas de la boda; y en 1944-1945, cuando vive en California.

 

Están escritas con fervor, en especial las que van de 1935 a 1937, paralelas a la vida de un joven poeta intensamente enamorado. Las de 1937 ya reflejan tensiones impuestas por “la necesidad dudosa de ser alguien”;(1) y las de 1944, cuando ya acusan los estragos del tiempo y la costumbre, adversarios del amor. Redactadas sin cautela, libres del yugo social y familiar, las cartas del noviazgo son poesía en bruto: “nuestras cartas –le escribe a quien desde el principio llama Helena– son un esquema de nuestro espíritu, la confesión apasionada, pero clara, de nuestro corazón” [carta 34]. Como suele ocurrir en las cartas de amor de un joven, él mismo es el héroe de su aventura; el amor su misión y su divisa, su amada la “cautiva” y el mundo el paraíso original en el que vivir y amar son un único verbo simultáneo.

 

Lamentablemente, es un “relato” incompleto: ¿existen las respuestas de Elena Garro? Ella no guardó copias, y sólo de aparecer en el archivo de Paz (hoy inaccesible) y se cruzaran con éstas, las cartas se graduarían al rango de correspondencia. Tengo razones para dudar que eso vaya a ocurrir; lo dudo tanto como querría equivocarme. Aún en la posteridad, Elena Garro y Octavio Paz se escapan, se acechan y son incapaces de llegar juntos a una cita. De aparecer las cartas de Garro, estaríamos, por la complejidad que los distingue, a sus literaturas y al papel que tienen en el escenario de nuestra cultura, ante una correspondencia sin parangón en México. Por lo pronto, me resigno a que la ausencia de esas cartas se interprete como un agravio más del supuesto cruel poeta a la víctima indefensa.

 

En mi libro Los idilios salvajes (2016), tercera entrega de mis Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, hay un capítulo titulado “Elena Garro: el centro fugitivo” (idilio central, no el más “salvaje”). El conocimiento de estas cartas me fue útil para explorar temas cruciales sobre el periodo en que un poeta joven logra hacerse de una imaginación y una voz propias. Las cartas muestran la construcción de esquemas expresivos y simbólicos cuando su vida comienza a destilarse en escritura. Doble puesta en escena –la escrita y la vivida– de una primera experiencia amorosa, muy arrebatada y de absoluta cristalización, (2) me ayudaron a entender de qué manera el amor se le revelaba como un sentido organizador, se le convertía en un sistema, en una moral amatoria, social y política: en una poética. Las cartas aportaban acceso a una radical introspección, una suerte de imagen en negativo de sus primeros poemas y prosas, un inventario privilegiado de aciertos y fracasos, dudas y dilemas. Son además una guía de su vida diaria, sus amistades, sus lealtades y rencores, sus lecturas. En las cartas de 1935, por ejemplo, se advertirá la interlocución febril que sostenía con los grandes románticos alemanes y luego con Nietzsche y Scheler: no sólo los estudia, sino que los convierte en los mentores del tipo de amor al que aspira. Alumbran el proceso de creación en los primeros años y ponen los cimientos de un edificio perdurable; aportan matices claroscuros sobre su personalidad y revelan la manera en que se fueron creando la persona, la personalidad y aún el eventual personaje.

 

Mi intención era entender factores activos en las obras y las cartas que tenían su origen en una historia de amor que, como todas, está llena de las luces del deseo, el éxtasis amatorio, la unidad recobrada o el alumbramiento erótico, y ensombrecida por los celos y las inseguridades. Las cartas juegan un papel único pues, pues dada su naturaleza intermediaria –en tanto que documentos compartidos, objetos dialogantes instantáneos, indiferentes al “estilo”, ajenos a la revisión, a la reescritura, al remordimiento y al interés– aportan una imagen directa del ánima de un muchacho en el trance de esbozar sus creencias profundas,(3) y en especial la más perdurable, la que mira en la mujer a “la forma visible del mundo”,(4) es decir, la imagen arquetipal de la femineidad-eterna cuyo primer avatar fue la muchacha a quien rebautizó como “Helena” en 1935. (Habrá quien lea en la agregación de esa hache un primer signo del ánimo por despojar a Elena Garro de su identidad. Quizás no le impida llegar a la carta 30, que incluye un poema sobre el nombre de Helena; quizás amaine si se recuerda que ella misma eligió firmarse Helena muchos años. Por lo que a mí toca, me referiré a ella a veces como Elena Garro, la persona, y a veces como “Helena”, la construcción poética de Paz.)

 

Cuando escribí aquel ensayo estaba limitado a glosar las cartas y a citar fragmentos. Advertí que apreciar cabalmente su complejidad supondría su lectura integral y me pregunté si se publicarían pasado un tiempo. En tanto que ya no vive quien las envía, ni quien las espera, ni nadie a quien pudiere perturbar su contenido, se pueden reenviar ya a nuevos destinatarios. Pues éstas, como todas las cartas de amor escritas por un buen poeta, están siempre llegando, y a más destinatarios que el que registra el sobre; siguen llegando en la primera mañana del mundo a la primera pareja del mundo. Me alegra agregarlas a la pequeña biblioteca de cartas íntimas que comienza a existir en México, a pesar del carácter recoleto de nuestra cultura y gracias a que aminora la reserva de los albaceas o el pudor de las familias.(5)

 

Junto a los amantes fervientes los destinatarios accesorios son los austeros lectores curiosos de la historia de México, de la historia de la vida privada, de los modos y modales amatorios y, desde luego, quienes se interesan en la biografía de un poeta importante, entre otras razones, por sus reflexiones sobre la naturaleza del amor y el deseo, el erotismo y la sexualidad. Esas pasiones no sólo templan el timbre de su poesía, sino que están en el centro de no pocos de sus intereses intelectuales: lo mismo en sus grandes ensayos sobre los poetas canónicos (como Rubén Darío, Ramón López Velarde o Luis Cernuda) que en su pensamiento sobre la antropología de la sexualidad (mexicana) en El laberinto de la soledad (1950), o la de su habla y su mitología en Conjunciones y disyunciones (1969); están también en sus disquisiciones sobre la psicología del amor, el lado animal de la sexualidad o la ética y la estética del deseo; en sus ensayos sobre el amor como energía social, política y libertaria cuando estudia al marqués de Sade, a Charles Fourier o a D.H. Lawrence. Y desde luego se encienden en La llama doble. Amor y erotismo (1994), su libro sobre el discurso amoroso-sexual, atento a los poetas y filósofos que más padecieron y gozaron esas pasiones a lo largo de la historia. Paz le fue compulsivamente fiel a una revelación juvenil sobre el amor como energía central de la vida: sede de comunión, oficio ritual para abolir la contingencia, fuerza de la vida y portal de la muerte. Cientos de páginas polémicas y calculadas a las que ahora se sumarán, como una nota al pie de la página, estas cartas intempestivas.

 

La obra o la vida

 

De nuevo, reivindicar el acceso a estos papeles no significa desplazar la poesía de su autor a un plano subsidiario: sólo una mente confundida cambia la obra de un autor por su biografía. Es menester entender que las cartas son escritura íntima y que la naturaleza de esa intimidad es diferente a la que palpita en los poemas. Publicar estas cartas aspira, si acaso, a entrelazar ambas complejidades: la de vivir y la de escribir. Una de las razones de Paz para admirar a Sor Juana, por ejemplo, es que “fue una infatigable escritora de cartas”. Sí, la verdadera vida de Sor Juana está en sus poemas, pero si aspiramos a leerla “como ella lo merece”, agrega Paz, “nos hace falta leer su correspondencia”.(6) Y aún así hay también reticencias y a veces franco desdén por lo que no es obra:

 

la verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas. Los sucesos son la materia prima, el material bruto; lo que leemos es un poema, una recreación (a veces una negación) de esta o aquella experiencia.(7)

 

El párrafo tensa la naturaleza del comercio entre el poeta y la obra, la vida y la biografía, y anticipa el que hay entre la persona y el personaje en que el escritor se va convirtiendo. ¿Qué papel juegan sus cartas? ¿Son sucesos, “materia prima, el material bruto”? No son sólo “vida verdaderamente vivida” en el sentido de Proust y, si bien pueden ser “poéticas”, no son recreación como los poemas, únicas vasijas para la experiencia en sí: la carta no recrea, es el testimonio, apenas, de la experiencia que circunda a lo creado. La discusión sobre vida vivida y vida escrita excede el ámbito de mi comentario, y más en el caso de alguien que, como Paz, creó una poesía de íntima tensión autobiográfica mientras aumentaba su entredicho de ser él mismo un “personaje”, el reticente actor de su vida pública. En la distancia que procura poner entre su poesía y su vida hay también cierto hartazgo precautorio ante el escrutinio público, ante la metamorfosis del yo que arrastra la “diosa perra” de la fama; esa hendedura entre Yo y El Otro que Borges asumió como ironía y Paz como afrenta. Es el pago a la paradoja de ser más una figura pública mientras más personal es su escritura, sobre todo en nuestros días, súbditos de la historieta, proclives a la santurronería. Actuaba el papel del poeta que desdeña la biografía pero, a la vez, vigilaba escrupulosamente su confección, redactándola, editándola, maquillándola incluso tras elipsis o silencios. La “historia” de sus amores con Elena Garro y con Bona de Pisis ciertamente escancia, con un intenso grado de “verdad”, en sus poemas, pero a la vez está proscrita de sus memorias y evocaciones autobiográficas.

 

Enfrentaba el dilema obra-biografía cada vez que escribía ensayos de fondo, como los dedicados a Sor Juana o a López Velarde. Pensaba, en frío, que lo mejor que le podía ocurrir a un poeta era que su vida desapareciese en su obra, pero algo en él, a la vez, perseguía sus vidas, las recreaba y diseccionaba en pos de la señal reveladora o la palabra clave. Sobre la vida de Dante no hay sino “un puñado de datos dispersos”, argumenta, y sin embargo la Commedia “nos dice todo lo que tenemos que saber sobre Dante”.(8) Pero entonces… si la verdadera biografía del poeta no está en su vida, sino en sus poemas, los lectores que buscamos la comunión entre una y otros, ávidos de ambos, ¿estropeamos la lectura? No ignoro los decretos del estructuralismo sobre la preeminencia del escrito y la “muerte del autor”, ni sobre cómo el contagio de la vida con la obra ofende al dios “Texto” (y a su fiscal, el diocesillo suficiente de la “teoría”), pero aun ellos, tan versátiles, ya reivindican de nuevo el mérito significativo de “lo privado”.

 

“¿Puede ser poética una biografía?”, se preguntaba Paz cuando, a la muerte de Luis Cernuda, comenzó un ensayo sobre él y su obra.(9) Se contestó: “sólo a condición de que las anécdotas se transmuten en poemas, es decir, sólo si los hechos y las fechas dejan de ser historia y se vuelven ejemplares” (ejemplar en su acepción de excepcionalidad: que no se ha visto antes, aclara). En una de sus críticas a Jean-Paul Sartre, incómodo por su libro sobre Baudelaire (¿quién no?), en lo que parecería una manera de soslayar al autor para reivindicar la preeminencia de la obra, le reprocha que su noción de lo biográfico –y de las cartas como minutas de vida– fortalezca el principio marxiano y freudiano de que todo está marcado por una circunstancia pre-sujeto (lo histórico o lo inconsciente). Es cierto que historia, sociedad y ego determinan al individuo, pero no sólo ellos y nunca del todo. Para ilustrar el dilema, Paz recurrió a la alegoría de Karl Polanyi: un reloj es un objeto regido por las leyes de la materia que, si dejasen de operar, detendrían al reloj, pero ese reloj detenido no altera la naturaleza del tiempo. Entre las obras y la biografía sucede algo similar: la significación de un escritor es su obra (su “tiempo”), que es más que su vida (el reloj). Que las obras son más que sus autores se debe también a otros factores:

 

la primera es que son independientes de sus autores y de sus lectores; la segunda es que, por tener vida propia, sus significados cambian para cada generación y aun para cada lector. Las obras son mecanismos de significación múltiple, irreductibles al proyecto de aquel que las escribe.(10)

 

Las obras “se desprenden de sus autores y son inteligibles para nosotros, aunque no lo sean las vidas de sus creadores” y, por tanto, son la única inteligibilidad significativa. Sartre puede pasar a Baudelaire por las retortas de la crítica, la historia, la filosofía, la economía, el psicoanálisis, y la respuesta de Baudelaire será siempre su poesía. Cuando se pregunta: “¿en dónde está la realidad: en sus cartas y otros documentos íntimos o en su obra?” se responde que la vida biográfica (las cartas incluidas) carecen de la inteligibilidad de la obra: “sin sus poemas, la vida de Baudelaire resulta ininteligible. No quiero decir que su obra explique su vida; digo que es una parte de su vida: sin sus poemas Baudelaire no sería Baudelaire.” Las cartas del poeta parecen, pues, pertenecer a la categoría del suceso, cosa informativa, circunstancial, con un grado de realidad subsidiario, como la vida misma: el sentido de la vida de Baudelaire habría sido escribir ese libro, culminar en libro, la vida en tanto que hecho escritural. Paz concluye:

 

La paradoja de las relaciones entre vida y obra consiste en que son realidades complementarias sólo en un sentido: podemos leer los poemas de Baudelaire sin conocer ningún detalle de su biografía; no podemos estudiar su vida si ignoramos que fue el autor de Les Fleurs du mal.

 

Y sin embargo, el sentido de las cartas quizás posee una función sólo intermedia entre el suceso y su factible sublimación en escritura, dado que se hallan en los linderos donde la experiencia de vida y su resignificación escritural hacen mandorla: no son vida, pero son su testimonio; no son poemas, pero condensan, anticipan, amplifican la circunstancia de la que surgen. Poemas prenatales, las cartas son una parte anómala de la conciencia creativa: un sitio transicional en el que la “materia bruta” de la vida se comienza a sublimar en destilado poético.

 

Si Paz el poeta se dice que sólo el poema es vida verdadera, reitero, el Paz crítico suele estar en desacuerdo y, de nuevo, en el libro sobre Sor Juana lamenta una y otra vez la pérdida de sus cartas:

 

¿Se habrán perdido para siempre esos papeles, escritos con tanta pasión y dictados por la necesidad de oír y ser oída? Ante la desaparición de su correspondencia, la melancolía que provoca el estudio de nuestro pasado se transforma en desesperación.(11)

No menos inevitable es apreciar, en la habitual transferencia entre biógrafo y biografiado, que sus juicios sobre el frenético afán epistolar de la monja sea similar al suyo, su biógrafo semejante, su hipócrita lector. Le intriga que Sor Juana sólo dejase de escribir cartas cuando iba al locutorio a charlar con sus visitantes. Y que al terminar volviese a su correspondencia y a sus poemas, que son, sin distingos, “efusiones del alma”. La avidez de Sor Juana por escribir y recibir cartas, le parece –proponiendo un autorretrato ¿involuntario?–, es “un ansia inmoderada por conocer y ser conocida. Vanidad, sí, pero asimismo soledad. Ahogo, asfixia: le quedaba chico no sólo el convento sino el país. Y más: su mundo.”

(Paréntesis: el amor y el odio)

 

En 1935, Paz se ha enamorado con una voracidad de joven Werther que halaga a Helena pero a la vez –así, al menos, se lee entre líneas en las respuestas de su novio– le produce una ansiedad que elige tramitar como ligereza: el trato del novio es abrumador y demandante; es celoso y posesivo; puede intimidarla como en la carta 6, en la que Paz combate la aversión de Helena hacia “la carne”; le exige libertades excesivas para una hija de su tiempo, una hija de familia educada en la idea de que el contacto físico es reprobable, algo que le produce enorme desconcierto al joven lector de D.H. Lawrence.

 

El joven Paz lo mismo: hijo de su tiempo, fue también hijo de su padre, el licenciado Paz Solórzano, en quien pudo inspirarse para delinear el estereotipo de “El Chingón” mexicano que aparece en El laberinto de la soledad (1950): autoritario, mujeriego, bebedor, autodestructivo, esquivo, inaccesible, proclive a dejar a la familia y aficionado a las concubinas. Su trágica muerte coincidió con la llegada de su hijo a la mayoría de edad y con el inicio del noviazgo con Helena. Súbita cabeza de la casa familiar, con todas las tribulaciones económicas y sociales de su clase, se convierte de golpe en el empeñoso guardián de un “orden” que procura controlar de la única manera que conoce, proclamándose “jefe” de una madre pasiva y resignada –lo que no le costó mayor trabajo– y de una novia reticente que, en cambio, pertenecía a la primera generación de mujeres mexicanas que disfrutaba de una relativa libertad, una libertad que –para su desgracia, y la de su novio– no incluía la de disfrutar su sexualidad. (Ya se verá –carta 19– que Paz deplore una y otra vez que ella se resista a cualquiera cercanía física. ¿La reacción de él? Explicar exhaustivamente que “la carne no es mala” y sentir que el rechazo obedece a que ella no lo ama lo suficiente.) No es la intención de este libro –y de serlo sería un fracaso– narrar la historia del amor entre Paz y Garro. Tampoco acometer un juicio sobre sus posteriores desventuras (las cartas terminan en 1945, doce años antes de su separación definitiva), aunque algo diré en el epílogo. Me apenaría que una historia compleja atizara el bobo auto sacramental o el alboroto de las revistas de modas, en el que dos personas difíciles se convierten en objeto de juicio de las nuevas autoridades con capirote. Lo que me interesa, en todo caso, es apreciar la forma en que las dificultades del amor trasminan hacia el substrato poético y crítico de Paz.

 

Sí, Paz era un joven pigmaliónico, celoso y posesivo e inseguro y arbitrario y un prolongado etcétera. En sus cartas es el primero en deplorar ser una víctima de “la pasión funesta de los celos”(12) y el actor de una consecuente posesividad, condición que empeora en 1937 cuando, joven comunista militante, cree que Helena pierde su tiempo y “dispersa” su talento en frivolidades pequeñoburguesas. Pero sus celos no son solamente lo que años más tarde llamará “la secreción venenosa” del amor;(13) no temía únicamente que Helena viviera la vida de una muchacha inteligente y hermosa que va a la universidad y tiene aspiraciones artísticas, siempre requerida por jóvenes galantes. En las cartas se apreciará que hay algo más hondo: celos de su inaccesibilidad, del no poder poseerla totalmente, de no abarcarla en su absoluta complejidad, algo semejante a lo que siente Swann por Odette en la novela de Proust (que Paz lee febrilmente (14). El joven Paz tiene una particular obsesión con una idea del amor suspendido en la inmovilidad, indemne al tiempo y exento de las contingencias, riesgos, imprevistos, variables. Es una idea poética, una fantasía imposible (que Paz convierte en una creencia profunda que llega hasta su último poema) que supone pedirle a ella la sumisión de su albedrío, su ingreso a una temporalidad cancelada, semejante al jardín en el que Rappaccini encierra a Beatriz. Y a ella los celos de su novio pueden divertirla o halagarla, pero su posesividad, como se infiere de las cartas, la desconcierta. El problema se agudiza en 1937 cuando Paz está en Mérida con el fervor de un brigadista dedicado al proletariado, y Helena desea dedicarse al teatro y al cine, ámbitos impropicios en un país y una época en los que aún se miraba con desdén a actrices y bailarinas. La idea de que su “linda niña” interactuase con gente de teatro, que se mostrase en escenarios o (peor aún) en la pantalla de un cine, le extrae al muchacho un severo sosias puritano. El joven lector que se enciende ante la libertad de las heroínas de D.H. Lawrence, se retrae a su condición de varón tutelar; el lector de Nietzsche que celebra la “danza en el aire” de la libertad le ordena a Helena que se aleje de “la danza y la locura” (carta 52); y el lector de Proust, que entiende por medio de Swann el infierno de los celos, es incapaz de apreciar en sí mismo la dimensión de ese error sádico: el del enamorado convencido de ser el objeto único del interés de su pareja, el único objeto real de su libertad. Que Helena quisiera hacer teatro y bailar y salir en el cine le parece a Paz una frivolidad coqueta, un desplante narcisista: lo que debería hacer es irse con él a Mérida y, como él, dedicarse a escribir, a educar niños proletarios y a luchar por la justicia en México y España. Desde su exilio de obrero social, el “joven comunista y humano” (53) censura a la Helena “burguesita” que se deja atrapar por lo que le parecen “las fuerzas más débiles y falsas de la tierra” (40). Tras la carta de naturalización proletaria que se ha otorgado, el muchacho juzga que la Ciudad de México es un infierno “hecho todo de veneno y gasolina” que atrapa a Helena para condenarla a “una vida tan frívola y tontamente vanidosa y estéril” (41). Y mientras tanto ella, en México, parece divertirse acicateando esos celos, contándole que le han pedido que pose para unas fotos, que es muy requerida, que hay pretendientes que se sobrepasan. Los arranques de furia son estrepitosos. ¿Cómo, cuando están hablando ya de matrimonio, puede ella distraerse de esa manera? Y sí, una y otra vez se reconoce “absorbente y celoso” (65) si bien argumenta en su defensa que obedece a que exige correspondencia: ella debe ser su vasalla en la medida en que él es vasallo suyo, pues la reconoce como su dueña.(15) Y como Helena persevera en su deseo, el inseguro Paz mira en eso la certidumbre de que ella no lo ama lo suficiente. Y como no puede entender que le interesen proyectos que no lo incluyen, decide que ella sabotea a la pareja que él ha creado en su imaginación y llega a una peculiar conclusión: Helena es “la inocencia en el mal”.(16) Y fuera de sí, rasgando el papel de la carta, le advierte que si no abandona su proyecto de salir en el cine “iré a matarte”. Una amenaza que no por retórica y cinematográfica deja de evidenciar que los celos lo han puesto en la paradoja de Swann: celar a la persona amada al extremo de desear su destrucción. Es el mismo infierno que lleva a Otelo a decirle a Desdémona: “And I will kill thee,/ And love you after”, esos versos que años después Paz –que aprenderá su lección– empleará para denunciar los celos y condenarlos como sadomasoquismo: el impulso de “atormentar al otro o atormentarnos a nosotros mismos”.(17) Amar y odiar: amarse y odiarse.

 

Más allá de las disputas, a lo que Paz aspira desde su juventud es a entender la índole contradictoria de las temperaturas emocionales; entender por qué el amor, como escribe su mentor Francisco de Quevedo, es “el que en todo es contrario de sí mismo”.(18) La reflexión sobre los impulsos antagónicos del amor llena la biblioteca de Babel. Paz reflexionará sobre el asunto en La llama doble cuando se refiera a Abelardo y Heloísa: “en todos los amores, sin excepción, aparecen estos contrastes […] los amantes pasan sin cesar de la exaltación al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura, de la desesperación a la sensualidad”.(19) Son las mismas emociones que lo atenazan y que llenan estas cartas y la poesía de “el periodo Helena” (1935-1937). Ahora bien, más que un vaivén de contrariedades, y las hay en abundancia, hubo una “divergencia muy antigua, primordial”, como le escribe Paz en 1945 [carta 80]. Paz no explora en ese momento la naturaleza de esa “divergencia” (que se reduce a que ella lo rechaza y él se obstina en ser aceptado); lo hará más tarde, cuando aludirá a
esa contradicción original que convierte el amor en un infierno, ese del que huyó en busca de una nueva oportunidad, pero en el que Elena Garro prefirió quedarse para siempre. Ese infierno es la paradoja irresoluble, la madre contradictoria de las pasiones –grandes y pequeñas– que terminan en desastre: el odio inconsciente que repta, entre los amantes, a contracorriente del flujo del amor: es el “odi et amo” del epigrama de Catulo que lleva veinte siglos cifrando la tragedia y el desconcierto consecuente.(20) En el amor, escribe Paz, vibran la veneración, la ternura y el erotismo, pero también los sentimientos negativos: “rivalidad, despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya lo dijo Catulo: el odio es indistinguible del amor.”(21) Y el amor entre los amantes siempre será mucho más sencillo de entender que la naturaleza de su odio,(22) del mismo modo que siempre será mucho más complicado entender la naturaleza del mal que la del bien, o la de la estupidez que la de la inteligencia.

 

Paz apreció desde el primer día esa tensión y, como se verá en las cartas, conjeturó que Helena la sufría también; desde el principio la relación fue un compulsivo péndulo de pleitos y reconciliaciones. Más que sobre las desavenencias y tiranteces propias de cualquier relación, la pareja HelenaOctavio parece sostenerse sobre esa paradoja crucificante: el amor y el odio se entrelazan no como un obstáculo, sino como substancia, como una falla de origen. Paz la vislumbró leyendo a Max Scheler, cuyo Ordo amoris (23) estudiaba a fondo cuando iniciaba el noviazgo, como se verá en las cartas. En su primer libro escrito desde y hacia Helena, Raíz del hombre (1937), se apropia no sólo del título, sino de una convicción de Scheler: “la raíz del hombre es su amor, la evidencia del amor”. No lo registra Paz, pero estaba al tanto del resto del argumento, a saber, que “la raíz fundamental de este ethos es el orden del amor y del odio, la organización de estas dos pasiones dominantes y predominantes”.(24) ¿Habrá subrayado Paz en su ejemplar el párrafo en que Scheler sostiene que “el odio es sólo una reacción contra un amor que es falso de algún modo”?(25) Percibe una reciprocidad de Helena: “Te amo, Helen, por la misma razón por la que te odio: por tu desnudez, por tu heroica, absurda, terrible desnudez: por tu desnudez moral, que te deja indefensa, entregada a ti” (49). El amor que desea poseer la totalidad, ¿y el odio, por no lograrlo? En otra carta (55) resume el conflicto de esa doble imantación: “El odio, el amor. Lo que me aleja de ti, lo que me une.” Que él siente la misma ansiedad en ella se desprende del contexto de las cartas, cuando él le agradece “el odio que me tienes, el amor que me tienes” (43) (pues aún su odio es un reconfortante recordatorio de que no ha sido ignorado), en tanto que los reconoce como el origen y el sentido de ella: “Sólo aquel que soporte tu odio y tu amor, y sea más fuerte que ellos, será tu verdadero amante” (37). En tanto que avatar de la doble energía creativa y destructora de la Diosa –y Paz realmente cree que Helena lo es–, Helena es “como Dios, enemiga y amante al mismo tiempo”, “rosa y serpiente” (37) a la vez. Esta tensión va creciendo en las cartas de 1935 y 1937
hasta convertirse en una dialéctica pasional de fuerza tal que él rubrica una carta llamándola “Helena, mi amor, mi odio” (43). Y sin embargo, escribe en otra carta (58) “Si te dijera amor, mentiría. Si te dijera odio, también…” La conciencia de la paradoja no deja de inquietarlos y orillarlos a buscar explicaciones que llenan las cartas, como una de 1937 en que Paz le pregunta, y se pregunta:

 

¿Por qué herirnos? ¿por qué ese fatal encono? ¿ese empeño siniestro de agudizar lo que nos separa? Todos los días ponemos a prueba nuestro amor, lo sujetamos a las peores pruebas, indefenso ante las potencias poderosas del odio y la desesperación; y él sale, siempre, vencedor, pero lleno de heridas.
Esas heridas, “gloriosas heridas”,(26) son el testimonio de nuestro amor, de nuestra voluntad (de la voluntad animal que germina entre nosotros y nos impele ciegamente), de nuestra irrevocable unión. Sí, todo se puede perder pero, también, todo se puede construir. Y nosotros, los diariamente destruidos, también somos los diariamente renacidos, los que nacemos de nosotros mismos, de
nuestros orígenes ardientes. (27)

 

Y si cada mañana renacen fénix como Aurora y Febo, cada noche se convierten en Sísifo y su piedra. Esa situación produce una economía del pathos palpable en las cartas: las secuencias en vaivén de heridas y curas, de discordias y reconciliaciones. Y el afán de entender por qué puede apelar a la bibliografía de Freud, Jung y Adler, o musitar, simple y resignadamente la respuesta de Catulo: no lo sé. Y si Helena y Paz no lo supieron, menos lo sabríamos nosotros. La pregunta carece de respuesta, pero imanta a la poesía de todos los tiempos. Y si la pregunta ¿por qué amo y odio? Sólo pueden hacérsela los amantes, la respuesta, inarticulable, sólo puede responderse como experiencia de amor, como vida de amor, desde la “libertad encarcelada” del amor (diría Quevedo en el mismo soneto). En todo caso, quien pretenda tener la respuesta sobre su propio dilema, o sobre el de Helena y su novio, antes de lanzarla deberá considerar la que se dijo Marsilio Ficino en el siglo xv:

 

¿Quién no odia a quien le ha arrebatado el alma? ¿a quien te roba de ti mismo y te reclama para sí? […] Quieres huir de él, quieres buscarte fuera de ti mismo, miserable, y te aferras a tu secuestrador en la esperanza de un día pagar el rescate y liberar al cautivo: tú mismo.41

 

Elena Garro y Octavio Paz fueron sus mutuos cautivos poco más de veinte años; fueron su libertad y sus secuestradores. Volveré a esto en el epílogo: Paz se enamoró de otra mujer e inició otra historia salvaje que logró detener al margen del suicidio. Elena Garro prefirió convertir su odio en una religión.

 

Triste historia.

 

Nota sobre la edición

 

El material ha sido puesto en su contexto histórico y literario, con un aparato crítico que aspira a colaborar a su lectura. El prólogo para estas cartas, de hecho, debería ser mi ensayo “Elena Garro: el centro fugitivo”, que forma parte de Los idilios salvajes (2016), tercer volumen de los Ensayos sobre la obra de Octavio Paz que publicó Ediciones Era. Es lógico que, en mis comentarios y notas, me remita en ocasiones a ese estudio, y a otros relacionados, en los primeros dos volúmenes de la serie: Poeta con paisaje (2005) y Habitación con retratos (2015), así como a algunas investigaciones posteriores, recogidas en la página web zonaoctaviopaz.com.

 

Separé el material en sus tres momentos: I. Ciudad de México, 1935; II. Mérida, 1937, y III. California, 1943-1944. Cada uno de ellos tiene una pequeña introducción, lo mismo que algunas de las cartas. Al final incluí un Siglo XXI Editores 36 introducción epílogo en el que me refiero brevemente a los destinos de los protagonistas de esta historia de amor y desamor.

 

Las transcripciones respetan los originales, con sus testados y subrayados originales. Respeto el empleo original de las mayúsculas. Corrijo problemas notorios de puntuación que podrían estorbar la lectura. Con el mismo ánimo de intervenir lo menos posible, desato abreviaturas y completo iniciales. Anoto a pie de página información sobre personajes y lecturas, ideas o circunstancias, así como sobre el diálogo entre las cartas y las obras que escribía Paz en esos tiempos. Las referencias a las Obras completas (número de volumen : página) remiten a la edición que organizó Paz al final de su vida: los quince volúmenes que publicó el Fondo de Cultura Económica entre 1993 y 2003, a saber

 

1. La casa de la presencia. Poesía e historia
2. Excursiones/Incursiones. Dominio extranjero
3. Fundación y disidencia. Dominio hispánico
4. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano
5. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe
6. Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal
7. Los privilegios de la vista II. Arte de México
8. El peregrino en su patria. Historia y política de México
9. Ideas y costumbres I. La letra y el cetro
10. Ideas y costumbres II. Usos y símbolos
11. Obra poética I (1935-1970)
12. Obra poética II (1969-1998)
13. Miscelánea I. Primeros escritos
14. Miscelánea II. Entrevistas y últimos escritos
15. Miscelánea III. Entrevistas

 

Las referencias a las primeras ediciones de los poemas juveniles de Paz remiten a Raíz del hombre (México, Simbad, 1937) y a Bajo tu clara sombra (México, Nueva Voz, 1941).

 

Agradezco la ayuda que, para la realización de este trabajo, me prestó el equipo de Zona Paz A.C.: mis compañeras Guadalupe Brenes, Dinorah Montiel y Aline Silva, y mi amigo Patricio López. De manera muy especial agradezco el apoyo de Ángel Gilberto Adame, colega en los estudios pacianos. Otro buen amigo, Mario Alberto Ruz, me ayudó a resolver enigmas relacionados con la etapa yucateca del volumen.
Dejo constancia de que mi trabajo en este libro forma parte de mis labores como investigador en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, y como profesor visitante en su Centro de Estudios Mexicanos en Seattle. Dejo constancia también de que, con el mismo propósito de auspiciar mis trabajos de investigación, recibí el apoyo que otorga el Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología del gobierno de México.

 

Doy las gracias.

 

Seattle, a 31 de marzo de 2020
Anno coronavirus

 

Notas: 

Escribirá muchos años después en Pasado en claro. Se recoge en Obra poética II. 1969-1998, volumen 12 de las Obras completas publicadas por el Fondo de Cultura Económica en México, p. 83. En tanto que esa es la edición del autor, siempre (salvo aviso en contrario) habré de referirme a ella, señalando el número del volumen y la página (ejemplo para este caso: 12:83). Adelante se registran los títulos de los quince volúmenes que constituyen esas Obras completas.

2 En el sentido que dio Stendhal a ese fenómeno disparador del amor en De l’Amour (1822): “el placer de ver, tocar, escuchar con todos los sentidos, tan cerca como es posible, a una persona amable que nos ama”; “pensar en la perfección y sentirla en quien amamos” (Paris, Garnier, p. 5. En línea en BnF Gallica.)

3 Sobre las creencias profundas véase Los idilios salvajes, pp. 25 y ss.

4 “Vigilias I. Diario de un soñador” (1935), escrito juvenil contemporáneo de las primeras cartas.

5 Se han publicado las Cartas a María Teresa (Retes) de José Revueltas (México, Premiá, 1979); las de Juan José Arreola a su esposa: Sara más amarás. Cartas a Sara (Joaquín Mortiz, 2011), las de Juan Rulfo a la suya: Aire de las colinas. Cartas a Clara (Plaza y Janés, 2000) y las de Jaime Sabines, Los amorosos: cartas a Chepita (Joaquín Mortiz, 2009). Aparecieron también las Cartas a Ricardo (Guerra) de Rosario Castellanos (Conaculta, 1994). Se han comentado y publicado también, aunque no en forma de libro, otras cartas de Revueltas (a Maka Czernichew, a Omega Agüero), así como las cartas de Efraín Huerta a Mireya Bravo. Caso interesante es el del pintor José Clemente Orozco, de quien se han publicado sus Cartas a Margarita: 1921-1949 (México, Era, 1987) y sus Cartas de amor a una niña, de 1909 a 1921 (Lumen, 2010).

6 “Oración fúnebre” (14:180).

7 En el prólogo a sus escritos de juventud, “El llamado y el aprendizaje” (13, 15).

8 “El llamado y el aprendizaje” (13, 16).

9 “Luis Cernuda”, en Cuadrivio (1965), en Fundación y disidencia (3:239).

10 Cfr. “La excepción de la regla”, en Corriente alterna (1967), recogido en 10:618.

11 Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (5:173).

12 En “Cuantía y valía” (1:555).

13 En La llama doble (10:245).

14 En 1933, cuando escribió su primer ensayo crítico sobre una novela: “Distancia y cercanía de Marcel Proust”.

15 “Reconocer” significa, según el diccionario, “confesar la dependencia, subordinación o vasallaje en que se está respecto de otro”, explicará en La llama doble (10, 288).

16 Una frase intrigante: es la misma que emplea Bataille para definir a Dios; es semejante a un tema recurrente en las cartas de Kafka: “lo diabólico de la inocencia”, que analizan Deleuze y Guattari en “Los componentes de la expresión”, en Kafka: hacia una literatura menor (cap. 4).

17 “Y te mataré, y te amaré luego” (Otelo, v, 2), citado en La llama doble (10, 245).

18 En su soneto “Definiendo el amor”.

19 La llama doble (10:345).

20 El epigrama lxxxv: Odi et amo: quare id faciam, fortasse requiris,/ nescio, sed fieri sentio et excrucior (“Odio y amo, y si me preguntas cómo, no lo sé. Pero así lo siento y así estoy escindido).

21 La llama doble (10:348).

22 Freud explicó famosamente que “el odio es más antiguo que el amor” y más complejo (en “Los instintos y sus destinos”, Obras completas ii). Hay un análisis substancioso de Julia Kristeva sobre ese problema en Historias de amor (México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 108 y ss).

23 El ensayo es de 1916 y se publicó póstumamente en 1933, en español en 1934, en traducción de Xavier Subiri para las ediciones de Revista de Occidente. Lo leo en Selected Philosophical Essays (Northwestern University Press, 1973), en traducción de David Lachterman.

24 Ordo amoris, p. 63.

25 Ibid, p. 126.

26 Cita una carta de Helena.

27 Sobre el amor, ix, p. 132

 

FOTO: Elena Garro y Octavio Paz fotografiados por Deva, hermana de la escritora, en 1937/ Crédito: “Yo sólo soy memoria. Biografía visual de Elena Garro”, Ediciones Castillo, 2000

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