Pan Nalin y el deslumbramiento perdurable
Con tintes de Cinema Paradiso, La última función de cine narra la conexión entre Samay, un niño de una comunidad rural de la India, y un proyeccionista, vínculo amenazado por el avance de la tecnología
POR JORGE AYALA BLANCO
En La última función de cine (Last Film Show, India-EU-Francia, 2021), desarmante emotivo largometraje 11 del veterano autor total autodidacta hindú tanto de documentales como de ficciones Pan Nalin (ya director de sendos éxitos internacionales como la alemana Samsara 01, Conexiones de la fe 13 y Furiosas diosas indias 15), el feliz y prendidísimo niño rural de 9 años Samay (Rahul Koli) se entretiene tan bien a solas, creando puntas de flecha con clavos planchados por el tren, como apostando con su pandilla de cuatachos por el despertar de leones salvajes en el llano, pero en realidad se dedica a vender a pasajeros ferroviarios de paso el té ritual que prepara su devoto padre brahmín asimismo brutal represor a palos Bapuji (Dipen Raval), cuando un buen día el chavito es llevado, como algo excepcional en su vida, al cine Galaxy del pueblo vecino, y queda fascinado por el mundo mágico-musical-heroico-sagrado de las películas pero sobre todo por la luz del proyector, por lo que de pronto, en vez de ir a la tediosa escuela, frecuenta en el clandestinaje la lejana sala de cine hasta ser expulsado de ésta, entonces se hace amigo del enteco cácaro ignorante Fazal (Bhavesh Shrimali) que le permite ver las películas desde la cabina de proyección a cambio de los manjares regionales que le prepara su silenciosa madre omniprotectora Ba (Richa Meena), y todo cambia para él, decidido a devenir cineasta, al extremo de captar la luz por métodos primitivos de espejos y focos perforados, reinventando prácticamente y poco a poco el cine para el deleite de sus amiguitos en un pueblo abandonado, atesorando descartes, robando pedazos de películas y luego rollos enteros, yendo a dar a la correccional y creando un primitivo cine paralelo, el cual va a convertirse, poco tiempo después, en baluarte de resistencia y teratológico sucedáneo perfecto del espectáculo original, ante la doble catástrofe tecnológica y clasista que representan la supresión de su pueblo como estación ferroviaria por la instalación de una vía más rápida, y la sustitución a mazazos del viejo proyector por un sistema digitalizado, hasta sufrir el despido del pobre Fazal que ni siquiera habla inglés y la patética demolición trituradora del último rollo de película de 35 mm, amenazado con la definitiva extinción de lo que se asumía como un deslumbramiento perdurable.
El deslumbramiento perdurable crea un poderoso y absorbente imaginario poético sin exotismo y con lujo de rústicos e ínfimos detalles, sobre la mirada superexpresiva de un niño de larga cabellera inundada de luz y rompiendo de cuajo cualquier posible paralelo con el sentimentalismo añorante del paradigmático Cinema Paradiso de Tornatore (89), un imaginario poético rural en lucha contra la miseria a lo Mrinal Sen o Satyajit Ray (el crecimiento del Apu de Pather Panchali 55-59 en menos de dos horas), una saga dramática salida de la nada en la India profunda de Rajkot y en lengua guyarati, un misterio a la luz del día y envolventemente reflejada en cromáticos lentes deformantes, un itinerario narrativo transpuesto que va evolucionando sorpresivamente del lirismo más íntimo y encandilador, hacia a la epopeya mínima pero inflamada, y de ahí a la tragedia carcelaria de un sola conciencia confinada que de súbito se torna improvisadora y creativa, para luego dirigirse a una elegía por el cine mismo, en sí y para sí, al tiempo que sobreviene la ironía de una normalización que impele al pequeño héroe a restituir simbólicamente el modélico cromo de “El niño ideal” que antes había desechado por rebeldía, en el momento exacto de su transición vocacional última.
El deslumbramiento perdurable consuma el prodigio de inscribir y articular todas sus secuencias-epifanías en la fascinación, una fascinación universal y complejísima con gran simplicidad sólo aparente, la fascinación del viaje imaginario y la inmersión en el alma lumínica de las cosas que está en la raíz y en el indomeñable estallido de toda cinefilia aventurera inmóvil pero engendradora de cualquier creatividad desbordada y absurdista, la fascinación por el paralelo metafórico e intercambiable entre el arte culinario materno que se ignora (detallado en magnos trozos semidocumentales lindantes con el onirismo de los reportajes budistas tibetanos del primer Nalin) y el arte de las placenteras imágenes móviles rumbo a su origen luminoso (desmontando proyectores o desmenuzando películas sin poder intuir todavía su fabricación), la fascinación por los fotogramas desintegrados que sirven como juguetes para comunicarse con la hermanita menor y para proyectarse sobre sábanas cual sucedáneo del cine de nuevo fantasmagórico primario, o la fascinación por el proceso terminal de fundido de los rollos de celuloide para fabricar ornamentales pulseras plásticas femeninas tan religiosas o místicas suplantadoras de los demás placeres como el cine mismo.
Y el deslumbramiento perdurable culmina con la partida expedita del idealizadísimo héroe Samay, favorecida por sus padres al fin comprensivos, hacia la ciudad, para obedecer con su vocación fílmica y consumar una antinostálgica ruptura con su niñez sobreagitada (el prototípico y supracursi fin de la infancia, pues) y a la vez con el asfixiante/esplendente medio rural, pero esa crucial secuencia está concebida y resuelta como una calca-homenaje de la emblemática partida-ruptura de un alter ego de Fellini rompiendo con su pueblaco riminense al final de su autobiográfico transferido I vitelloni/Los inútiles (53), en numerosos y conmovedores planos, sin diálogos, travellings hacia atrás para expresar transformación moral y reforzadores giros de cámara-tirabuzón, siempre volviendo a la perspectiva subjetivista poética del niño que de repente parece abarcar todo el mundo, más el infinito del cine y mucho más, siempre por encima de la vía exaplanadora de clavos, para producir ahora absorbentes flechas de luz inmortalizadoras de la memoria afectiva y efectiva.
FOTO: Rahul Koli protagoniza esta cinta del director hindú Pan Nalin. Crédito de imagen: Especial
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