Patricia y Javier: “Canto a la mutua compañía”

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Un legado artístico entre lágrimas y versos, un libro que repasa los vínculos afectivos y creativos entre Patricia Mejía y Javier Valdovinos

 

POR ALBERTO VITAL
La casa de Patricia Mejía y Javier Valdovinos estaba llena de figuras y figuraciones: ella era escultora; él, poeta.

 

Corría 1982. Y sí: literalmente corría; éramos jóvenes y estábamos en crisis nacional. Mientras tanto Patricia buscaba contener lo fugitivo de las formas mediante la escultura, ese arte que gesta contornos con las manos y los ojos y con esa otra carne y esos otros huesos: la plastilina y el barro, el bronce y el aluminio, el mármol y el basalto, la arenisca y la madera.

 

Patricia perteneció al Salón de la Plástica Mexicana y durante un tiempo colaboró en áreas de diseño e ilustración de EL UNIVERSAL.

 

Patricia y Javier tuvieron dos hijos, Dolores y Antonio. Patricia se nos fue en 2007; Javier, en 2023.

 

Del talento de Patricia, de su búsqueda, de su amor por la vida, de su discreción nos queda una página electrónica donde se divisan algunas de sus obras, en espera de una exposición que le entregue un necesario homenaje, hasta ahora postergado (hubo una suerte de antecedente colectivo en 2019 por los setenta años del Salón).

 

Del talento de Javier nos queda un pequeño volumen, rescatado del naufragio permanente que a veces es la vida diaria: Canto a la mutua compañía (México: Samsara, 2023).

 

“En la orfandad, juntos sobreviviremos.” Un viernes por la tarde, tal vez ya casi noche, Javier repitió este verso final. Era su manifiesto. Era su saludo y su despedida. Era su clavo ardiente. La orfandad atraviesa de principio a fin el libro. El libro existe gracias a Raúl Valdovinos y a Martha Villagómez: ellos reunieron los poemas y los ordenaron. Los transcribieron. Se trata de un libro que podría ser huérfano él mismo, sin el padre que lo fue arrancando de su propia vida paso a paso. Y sin embargo el hijo existe, sobreviviente de la avalancha emocional y de la vorágine espiritual y poética que —paradoja— le permitieron ver la luz.

 

Javier decidió existir en la raíz. A ras de raíz. A ras de pie descalzo. Buscó la esencia y sugirió con toda sencillez que la había alcanzado (“la palabra recóndita, revelada”) y que la había dejado atrás. Encontró la sabiduría y no perdió la conciencia de sus límites: La sabiduría brota impensadamente / y sigo siendo el mismo torpe escritor. Fue y vino.

 

Una muerte, la de su padre, lo marcó para siempre. Tal vez así debería ser toda muerte, incluso la de un desconocido, incluso la de una persona en el periódico, incluso la de Camila hace unos días en Taxco, incluso la de cada niña y cada niño por armas de fuego u otros instrumentos de violencia en cualquier parte del mundo.

 

Cada muerte —sobre todo si es infantil, muerte “indescriptible”, nos dice Rainer María Rilke al final de la Cuarta elegía— debería ser un acontecimiento, esto es, un parteaguas que por lo pronto nos arrojara a la calle a buscar respuestas y a vivir al filo de la intemperie nocturna y de los comedores comunitarios.

 

Eso hizo el poeta.

 

Sin proponérselo, sin saberlo, el padre de Javier nos pone sobre la mesa —mediando su hijo— “Crónica del adiós” y “Elegía”, dos poemas que se colocarían por sí solos en la cúspide de la literatura mexicana si aún quedaran vestigios de cúspides y aún en el mundo quedaran sistemas literarios a los cuales aferrarse.

 

Un poema se escribe en el límite o no se escribe. Un poema es fin o no es. Un poema debe ser el último que podría concebirse o no se concibe. Punto.

 

Javier tenía la mirada y los extremos del auténtico poeta. Mientras su padre agonizaba, intuyó lo invisible (¿lo vio?) en una sala de hospital; dice en “Elegía”:

 

Quiero platicar contigo, viejo,
ahora que yaces inconsciente
en los momentos que viviste
y que quedarán cuando tu cuerpo
deje de sentir el dolor que anuncia tu
boca reseca.
Sentir nuevamente tu presencia
y con ello definir esta vida que se muere.
No son las anécdotas la intención de mi
deseo.
Son esas cosas que rondan por entre
nosotros,
de la cama con ruedas a mi rostro triste,
de mi mano sobre tu pelo blanco
a la calle que se mira desde tu cuarto de
enfermo.
Antes, en “Crónica del adiós”, escribe:
Y estos átomos que alrededor pululan
y se revuelven depositándose en todo,
lo confirman, lo atestiguan al infinito.

 

Y entonces aparece “Canto a la mutua compañía”: la mujer, la compañera, ella misma escultora, artista desgarrada y huérfana en su propia búsqueda, autora de piezas que merecen el recuerdo y el homenaje.

 

A través de ella veo la vida, descubro,
unidas por una secreta corriente,
a las cosas; ahí me distingo a mí mismo,
veo mis pasos inciertos y su motivo;
contemplándola de este modo yo
entiendo
que estoy unido a ella —pese a mi
soberbia—
por algo que rebasa mi voluntad.
Es tal vez la idea original del amor:
en la orfandad, juntos sobreviviremos.

 

Él leía en voz alta sus poemas. Los repetía aquellos viernes por la tarde. Esperemos el próximo viernes —o quizá este domingo 7 de abril por la mañana— para murmurar lo siguiente:

 

NIÑOS EN SAN CARLOS
I
¿Cuál de ellos es mi forma?
Aquel, callado, con su cuaderno
bajo el brazo, sorprendido por el día
con su cabello arremolinado;
aquel otro, el niño rufián, disperso
en su instinto de jefe de manada.
¿Cuál de ellos era yo? Insisto.
La ingenuidad de sus rostros
paseará por galerías y sorpresas:
todo es singular para ellos esta mañana.

 

Y esperemos ver de nuevo las piezas de Patricia en una galería.

 

Por lo pronto, su página electrónica exhibe parejas.

 

Una protagonista derrama una lágrima de bronce en esa vejez que Patricia no vivió y que aun así expresó.

 

La lágrima parece una nota musical.

 

Llanto que se vuelve música podría ser una de las posibles definiciones del arte.

 

Otra pareja quiere sugerir el Grito de Edvard Munch y el desespero del Guernica y tiene voluntad y estilo propios.

Se ha valorado el talento de Patricia para darles a las manos la máxima expresividad. El arte necesita siempre de las manos. Dejemos que sea ella nos explique su visión:

 

El arte es una historia paralela que nos acompaña a través de las épocas. Algunos estamos inmersos en él; otros, al contrario, quieren evadirlo. Pero el arte, inmutable, está ahí siempre como el concepto más hermoso, verdadero y universal. […] El arte nos rescata, nos traduce y finalmente, con una simbología universal, queda plasmado para siempre a través de los siglos.

 

Como el bardo de la armónica y la guitarra, Javier y Patricia parecen haber vivido cada día “tocando a las puertas del Cielo”. Mientras tanto, nos dejaron piezas verbales y plásticas para la memoria.

 

Gracias, hermana, hermano.

 

 

 

FOTO: Encuentro en el espacio de  Edvard Munch, 1899.  Crédito: Museo Thyssen

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