La entrañable compañía: el periodismo de Verónica Murguía
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POR JAZMINA BARRERA
Conocí a Verónica Murguía a los diez años. Mi madre la conoció en una residencia para artistas en Canadá y a su regreso me contaba que Verónica le recordaba mucho a mí. Cuando conocí su biblioteca, cuando vi tantos libros que yo amaba mezclados con tantos otros que seguro también amaría, supe que quería estudiar letras.
Cuando entré a la carrera de Letras Inglesas en la UNAM, comencé a encontrarme por aquí y por allá con otras personas que también conocían a Verónica, y la gran mayoría (la verdad es que no se me ocurre un contraejemplo), incluso los que sólo la habían escuchado en una clase o una conferencia, o que sólo la habían leído y no la conocían en persona, sentían hacia ella un enorme afecto y admiración. Además de las lecturas de sus maravillosos libros, estas personas conocían a Verónica a través del periodismo que ejerce desde hace más de veinte años. La constancia con la que ha desempeñado este oficio construyó una audiencia cautiva que inevitablemente siente que la conoce, y en cierta forma sí que la conoce, porque la voz periodística de Verónica, en el radio, en su columna quincenal “Las rayas de la cebra”, del periódico La Jornada, y en las múltiples colaboraciones que tuvo antes y ha seguido teniendo en otros medios, es una voz genuina, honesta y cálida.
Han pasado más de veinte años de la publicación de su primera columna en “Las rayas de la cebra”, y si se publicara (ojalá suceda pronto) una antología de estas columnas, uno de los resultados panorámicos sería una historia de la Ciudad de México, a través de las crónicas cotidianas y políticas de Verónica. Heredera de Ibargüengoitia (aunque menos cínica y más emotiva), Verónica es experta en las idiosincrasias de chilangos y yucatecos. Sus anécdotas y observaciones a veces son críticas, pero casi siempre están atravesadas por el afecto: “No sé de dónde vienen los arranques de amor por el DF, o qué los provoca, pero de pronto la ciudad, con peseros, cacas de perro, basura y todo, se revela como un lugar entrañable.” Pero este afecto no es de ninguna manera ingenuo: “Así, mi amor por la ciudad y, por extensión, por el país, tiene algo de fatalista resignación teñida de angustia.” Y tampoco es parte del nacionalismo que ella misma critica: “Preferiría que no hubiese nacionalismo. Que desapareciera junto con la corrupción, el mal gobierno y la violencia.” Las citas anteriores son más bien abstractas, pero las crónicas de Verónica están llenas de personajes hilarantes y queribles, y de anécdotas chuscas y características ciertos rasgos culturales cómicos, terribles o enternecedores de la ciudad y del país.
Verónica es historiadora de formación (ella suele aclarar que no se tituló de la carrera de Historia, pero sus libros delatan la paciencia y la pericia con que logra recrear hasta el más ínfimo detalle de la antigüedad). Y sus columnas también dan cuenta de distintos procesos y sucesos históricos, desde la Edad Media en Europa y Oriente (con ese tema abrió la primera columna de “Las rayas de la cebra”) hasta el terrorífico régimen de Donald Trump. Es ahí donde la historiadora se encuentra con la escritora, porque Verónica nunca se guarda sus opiniones. “Las rayas de la cebra” están llenas de denuncias que abarcan, entre muchos otros temas, la corrupción y la violencia en México y en el resto del mundo (Verónica está siempre al día respecto a lo que sucede en los distintos estados de la república, en América Latina, África, Medio Oriente y Asia). Ha escrito sobre cambio climático, la crueldad contra los animales, la guerra en Afganistán y el fraude electoral en México.
Entre las múltiples causas sociales que ha abordado, una de las constantes durante estos veinte años es el feminismo. En 2005, por ejemplo, escribía:
“Hace unos días una amiga muy querida me dijo que le daban ganas de escribir un texto que versara sobre la admiración que le inspiran ciertas mujeres. ‘Eso sí’, me dijo con acento terminante, ‘no quiero que suene feminista.’ Como si ser feminista equivaliera a lavar dólares, o a vender éxtasis a la puerta de las secundarias. La verdad, no entiendo cómo fue que una revolución que ha cambiado a las sociedades, que no ha ocasionado muertos entre los opositores y cuyos motivos tienen una vigencia total, haya caído en semejante descrédito. Yo sí soy feminista.”
Y hace tan sólo unas semanas:
“México es el país de Latinoamérica donde los feminicidios, en lugar de disminuir, han aumentado con la cuarentena. Esto basta para justificar conductas feministas que las autoridades juzgan inaceptables. Pareciera que el gobierno considera a las marchistas destructivas más reprobables que quienes matan gente en los velorios y eso me ha suscitado tristeza y desconfianza en las autoridades, una profunda decepción.”
El feminismo de Verónica no es fácil ni conformista. Es un feminismo vivo, que continuamente se cuestiona, repiensa y discute distintas posturas.
Otra constante, por supuesto, es la literatura. Pocas lectoras más voraces, más abiertas a todo tipo de textos, desde literatura infantil hasta Borges, poetas medievales y novelas de terror, no hay género literario al que Verónica le haga el feo. Eso explica su erudición (nunca intimidante), su capacidad de vincular temas, épocas y autores, y su ultimadamente su sabiduría. En sus columnas ha dedicado miles de palabras generosas, atentas y brillantes a compartirnos sus lecturas y sus reflexiones sobre literatura. Hace poco, por ejemplo, reseñaba un libro de Mariana Enríquez y otro de Fernanda Melchor, y la columna cerraba con la maravillosa frase: “De la mano de dos escritoras tan diestras, tan capaces de conjurar lo terrible o lo gozoso a voluntad, este viaje termina con la certeza del único poder que nos queda a quienes no ejercemos la violencia: las palabras justas para contar las historias que no deben ser olvidadas.”
Dejé para el final uno de los ingredientes principales del periodismo de Verónica, su sentido del humor. En medio de la tragedia, la denuncia y los hallazgos literarios, el humor de Verónica ?de la mano de su prosa, al tiempo coloquial y exquisita, es una herramienta retórica inagotable, que sirve para iluminar, reforzar, criticar, vincular y aliviar. Por desgracia no logré tener acceso al programa radiofónico “Desde acá los chilangos”, del que Verónica fue locutora durante ocho años en Radio Educación, pero estoy segura de que esa experiencia se refleja ahora en sus columnas, que tienen siempre ese registro de lo oral y un tono conversacional. Es también por eso que sus lectoras y lectores aseguran conocerla y quererla, porque en cierta forma han tenido acceso a muchas charlas en su entrañable compañía.
FOTO: Marcha de mujeres feministas en demanda de reformas legales que garanticen la libre decisión de las mujeres sobre su cuerpo y se despenalice el aborto, en agosto de 2018. /Yadín Xolalpa/ EL UNIVERSAL
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