Genios en la Casa Blanca

Nov 7 • destacamos, principales, Reflexiones • 2253 Views • No hay comentarios en Genios en la Casa Blanca

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

En recuerdo de Sandro Cohen

Los demonios que tienen en vilo al planeta tras las elecciones presidenciales del pasado martes en los Estados Unidos no se irán porque están entre nosotros, al menos, desde hace un par de siglos. Pero si el origen del populismo actual parece ser exógeno, pocos países lo tienen tan arraigado como los Estados Unidos y por ello, The Library of America ha reeditado Anti-Intellectualism in American Life (1963), de Richard Hofstadter junto a The Paranoid Style in American Politics y otros Uncollected Essays 1956-1965, en un solo volumen cuya aparición no podía ser, este año de 2020, más oportuna.

 

Ha pasado, desde luego, casi medio siglo desde que Hofstadter (1916-1970) publicase Anti-Intellectualism in American Life y libros como los de Mark Lilla, acaso, son candidatos naturales a ser leídos como su secuela. Hofstadter, profesor situado en la izquierda heterodoxa y amigo del crítico literario Alfred Kazin, escribió este clásico de la historia contemporánea de los Estados Unidos, antes del asesinato de John F. Kennedy –el cual atiende en The Paranoid Style in American Politics– y de todo aquello que hizo culminar al siglo XX en 1989 y a dar comienzo al XIX con el 11 de septiembre de 2001 o con la elección del plutócrata populista Donald Trump, apenas quince años después. Pero la propagación del populismo es tan virulenta, alimentada desde una izquierda y desde una derecha que al fecundarlo renuncian a su antigua identidad, que mucho de lo que dice Hofstadter, nos concierne vivamente.

 

Hofstadter –nacido en Buffalo, Nueva York, de origen judío polaco por su padre y alemán luterano por su madre– creyó, idiosincrático, en la excepcionalidad norteamericana pero atinó más allá de sus exageraciones en cuanto al monopolio del antiintelectualismo. Los puritanos que emigraron al Nuevo Mundo en 1620, por ejemplo, y quienes protagonizaron cien años después el primero de los Grandes Despertares religiosos en las colonias inglesas de la Costa Este, desconfiaban del clero institucional y de sus doctores eclesiásticos. La actividad intelectual, aunque la ejerciesen, les parecía sospechosa y hasta demoníaca a aquellos disidentes del protestantismo. Cuando llegaron los primeros católicos irlandeses huyendo de la hambruna, no ayudaron gran cosa. Chesterton les quedaba muy lejos.

 

La paradoja protestante, encarnada en metodistas y bautistas, se hizo dramáticamente visible cuando esas confesiones chocaron con la modernidad, con la liberalización de las costumbres, el sufragismo, la radio, en los años veinte. Los protestantismos están peligrosamente cerca del libre albedrío y se batieron contra él gracias al celo de sus grandes predicadores evangélicos, como Bill Sunday, un fenómeno típicamente estadounidense. Él llamaba a vivir un cristianismo asociado a la vida práctica y ajeno a toda controversia teológica o elaboración intelectual.

 

Tras la Guerra Civil, cuenta Hofstadter, los Estados Unidos se convirtieron en el primer país del mundo en que la gran mayoría de los maestros de escuela eran mujeres. Ese avance civilizatorio, hoy diríamos, encendió, por el contrario, la misoginia, condenando a la enseñanza de los niños y jóvenes por ser una “actividad femenina”. A diferencia de Francia o de Alemania, la figura del profesor en los Estados Unidos no fue venerada como la del humilde maestro de la nación. Su rival, el cismático pastor, era quien concentraba todas las virtudes cívicas y el más profundo reconocimiento moral. Ese agresivo evangelismo se estrenó en la disputa contra las doctrinas darwinianas en las escuelas rurales, como aquella de Dayton, Tennessee, en 1925, de la cual dejó jocoso testimonio el nietzscheano H.L. Mencken. En 1963 Hofstadter se disculpará con el lector por traer a cuento algo tan prehistórico como el creacionismo, al no saber que volvería con furor en los tiempos posmodernos.

 

La llamada Edad Dorada, a fines del XIX, significó el fin de los patricios, con The Education of Henry Adams, publicada hasta 1918, donde la élite bostoniana descendiente de los Padres Fundadores abjuraba de una república que hallaban –igual que tantos intelectuales europeos– filistea y mercantilista. Ese desprecio por los intelectuales era plenamente correspondido por el “pueblo norteamericano” y sus políticos, quienes desde Andrew Jackson –presidente entre 1829 y 1837 y cuyo retrato Trump mandó traer al Despacho Oval– hicieron del populismo antiintelectual una poderosa corriente política que acabó uniéndose a los evangélicos en su desprecio de los deístas y afrancesados que habían fundado la República. Que Thomas Jefferson fuera un hombre de letras era motivo de escarnio y la vida de Benjamin Franklin en los salones de la Ilustración parisina fue censurada, quedando el personaje en genial inventor pueblerino, ejemplo del puritano Hombre que se hace así mismo. Políticos de amplia cultura, como el primer Roosevelt y Woodrow Wilson, llegaron a la Casa Blanca tras demostrar que su intelecto no era ajeno al vitalismo y a la virilidad, según leemos en Anti-Intellectualism in American Life. Adlai Stevenson perdió en 1952 y 1956 las elecciones contra el general Eisenhower porque –siendo intachable su fama pública– había leído demasiados libros.

 

Y en cuanto a los intelectuales de izquierda, peor aún. Los sindicatos de Samuel Gompers combatieron al anarquismo y al marxismo en nombre del antiintelectualismo y con la excepción de algunos círculos del Partido Socialista, los Estados Unidos se convirtieron en el único país industrial sin una verdadera intellingentsia. Durante el New Deal y la Segunda Guerra, la burocracia coptó a muchos progresistas siempre y cuando dejaran de ser intelectuales independientes. Y el Partido Comunista recogió la tradición: un compañero de viaje como Malcolm Cowley, él mismo un intelectual, llamó a los trotskistas “bastardos” por serlo. No vivió Hofstadter lo suficiente para ver convertido al campus gringo en el vivero teorético de la progresía intelectual del globo.

 

El odio al intelectual, como lo demuestra un Trump, se extendió desde muy temprano del artista o del “bohemio” hacia el experto. Aunque no faltaron políticos de vigorosa tradición académica, el sistema universitario se desarrolló –dice Hofstadter– para multiplicar a los hombres de negocios y no para nutrir a la administración pública. Al culto por el hombre práctico contribuyeron todas las confesiones, las cuales popularizaron lo que hoy conocemos como manuales de autoayuda, donde se describía al cristianismo como una “tecnología espiritual” y doctrinas pedagógicas humanistas como la de John Dewey, pese a gozar de buena prensa, nunca salieron de las grandes ciudades y de sus círculos universitarios. La presencia de Ayn Rand como la novelista más popular, tan extravagante a los ojos extranjeros por tener al “objetivista” emprendedor como héroe en La rebelión de Atlas (1957), se explica plenamente gracias a la lectura de Anti-Intellectualism in American Life, pero extrañamente Hofstadter no la menciona.

 

Aunque el antiintelectualismo de los intelectuales es una constante, quizá sólo en los Estados Unidos alcanzó dimensiones tan curiosas, como lo prueba el caso de Mark Twain, quien llegó a confesarle a su editor británico que se avergonzaba de publicar en Europa pues él era un hombre rudimentario que escribía para hombres rudimentarios. Twain mismo, según se quejaba el utilitarista Van Wyck Brooks, creía que el industrialismo mundial tornaría irrelevante a la literatura. Escrito a la sombra del macartismo, en Anti-Intelectuallism in American Life, el autor encuentra lógico que los beatniks, los más antiintelectuales de los escritores, se convirtieran, desde los años cincuenta, en detentores de un saber arcano y hasta esotérico.

 

La simpatía de JFK por los intelectuales fue una excentricidad. Él mismo lo reconoció, en la primavera de 1962, al ofrecerle una cena a varios Premios Nobel. Bromeó entonces que desde los tiempos de Jefferson, cuando el prócer cenaba solo allí mismo, nunca se había sentado a la mesa tanto cerebro en la Casa Blanca. El asesinato de Kennedy, dirá después Richard Hofstadter, unió definitivamente a la paranoia y sus teorías de la conspiración con el antiintelectualismo. Cincuenta años después, el populismo imperante en todo el orbe tiene al desprecio supremo y supino por el intelectual –en la más amplia acepción del término– como una de sus características decisivas. Inclusive los hombres de letras, quienes llegamos a creer que la democracia ya no nos necesitaba en virtud de nuestra recurrente necedad política, nos equivocamos.

 

FOTO: Richard Hofstadter obtuvo en dos ocasiones el Premio Pulitzer en el área de Historia./ Especial

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