Personajes urbanos en “El Universal Ilustrado”
POR FERNANDO IBARRA CHÁVEZ
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
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Después de la Revolución mexicana El Universal Ilustrado jugó un papel fundamental para dar difusión a las novedades y cambios de paradigmas que estaban transformando el país, desde el punto de vista ideológico, artístico y urbano. La Ciudad de México fue uno de los centros de convergencia de dichas novedades, pero con ellas los usos y costumbres de la población también sufrieron alteraciones. En la década de 1920, El Universal Ilustrado dedicó algunas de sus páginas para hablar de la gente de la Ciudad, estableciendo así una nueva clasificación de tipos populares la urbe modernizada mediante textos, fotografías o caricaturas.
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Terminada la amenaza que los revolucionarios podrían significar para los hombres y, sobre todo, para las mujeres de familias más o menos acomodadas, El Universal Ilustrado resultó un excelente escaparate para la afirmación social. Sin embargo, pocos años bastaron para que la cultura popular migrara de la confinada anonimia de una cocina popular, una cantina o un mercado para ascender a la categoría de objeto museístico, tan digno de aparecer en las páginas de un suplemento cultural como cualquier obra generada por un pintor renombrado.
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Indudablemente, en las páginas de El Universal Ilustrado, la modernidad, la civilización y el progreso se acogieron con simpatía, pero eso no implicó ningún intento por borrar del recuerdo la presencia de personajes pintorescos cuyo protagonismo en las calles de la ciudad quedaba en peligro de desaparición ante el avance de las nuevas posibilidades de gestión de bienes y servicios. No es casual el elemento nostálgico como rasgo particular de algunas crónicas de la ciudad en la década de 1920.
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Algunos redactores del periódico dejaron testimonio de un presente que se estaba volviendo pasado, utilizando a veces la crónica, a veces el reportaje, a veces la fotografía o las tres cosas juntas en un texto periodístico de difícil clasificación genérica. Si bien hablar de los habitantes de la ciudad había sido práctica común en la prensa ilustrada del pasado, la nota distintiva que encontramos en El Universal Ilustrado reside en la actitud del narrador: para los años 20, el reporter adopta la visión del flannêur y suele escribir libre de prejuicios morales y sin ganas de calificar a nadie; deambula, conoce y anota, en ocasiones acompañado por amigos tan curiosos como él o, si es posible, por un fotógrafo de la talla de Ismael Casasola o Carlos Muñana.
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Rafael Pérez Taylor, bajo el pseudónimo de Hipólito Seijas, nos ofrece un ameno ejemplo de tales cambios, en un texto titulado “De la parihuela al camión. La evolución de la mudanza en México”. Aquí, el connubio entre imagen y texto funciona con eficacia y se complementa en el sentido de que lo ilustrado comunica más de lo escrito y lo escrito comunica más de lo ilustrado. La parihuela era una tarima para trasladar objetos voluminosos y pesados. La podían cargar personas o, adaptada de ruedas, podía ser jalada por mulas. Independientemente de la fuerza motriz, el capitán de la nave urbana era el cargador. Rafael Pérez lo describe así: “Don Chón era poseedor de fuertes bíceps y entre los corrillos de las pulquerías y ‘piqueras’ era temida la feroz ‘galleta’ del general de los cargadores. / Don Chón era cargador de número y llevaba siempre consigo elocuentes documentos que atestiguaban su honradez y acierto en el cumplimiento de su deber”.1 Era, además, “ingeniero del ‘mecate’”, y para poder llevar a cabo su actividad debía inspeccionar la casa y las cosas, calculaba el número de parihuelas necesarias, la cantidad de mecates y cargadores –provenientes de las tabernas cercanas–, calculaba número de viajes y tiempos de traslado, acordaba el costo del trabajo y ponía especial cuidado en otro detalle importante: que el empleador no olvidara cooperar para las “aguas” con generosidad, so pena de que en los traslados posteriores algún espejo sufriera intencionales desperfectos. La colorida crónica a modo de retrato de una situación cotidiana se ve interrumpida por una frase desalentadora: “Mas he aquí que la civilización se presenta redentora, la parihuela comienza a desvanecerse para ocupar su digno puesto en la historia. / Aparece el carro rabón, y sólo la parihuela conduce el piano y los objetos de cuidado. / ¡Pobre parihuela!! […] Ahora los Don Chones” han desaparecido. Los ingenieros del “mecate” de calzoncillos, blusa y placa se han transformado. Ahora […] tenemos soberbios y flameantes camiones que en un decir ¡Jesús!, trasladan un domicilio […] todo en un suspiro”.2
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La calle de San Francisco, hoy Madero, así como el Paseo de la Reforma, eran los escenarios favoritos para encontrar amalgamadas las más contrastantes variedades de tipologías humanas de la ciudad. No se habla ya de ‘pollas’, ‘pollos’ y ‘cocotas’, sino de ‘fifís’, “‘hijos de familias decentes’, que lucen sus trajes, cuentan y proyectan sus aventuras escandalosas y lucen su ignorancia”3, muy diferentes a algunas mujeres que “pertenecen // a la clase que por noble y bella no deben caer nunca fajo el filo del cortante puñal de la crítica”,4 como refiere Ignacio Ramírez Aguilar bajo el pseudónimo de Jacobo Dalevuelta. El viejo colaborador de El Imparcial, nos da cuenta de las personalidades que encuentra en El paseo de la Reforma: por la mañana “los deportistas de músculos de acero regresan sudorosos”, junto al vigor atlético se percibe que “Los noctámbulos dionisiacos, también regresan asustados por la intensidad de la luz solar recitando los últimos versos románticos y pornográficos que oyeran la noche anterior en la saturnal de barriada donde estuvieran”. Quizá el tipo más simpático sea la niñera: “la rolliza cuidadora, con su vestido de percal negro, su delantal blanco y almidonado y su cofieta perdida en la cabellera lustrosa de pomadas” “Además de sus facultades casi maternales en aquel momento, tiene sus encantos de mujer, sus encantos de “nana” que subyuga al galán. / Y mientras los pequeños corren y gritan, lloran y pelean, las “nanas” y los vigilantes, se dicen cosas de amor a su manera, con muecas, alzares de hombros, suspiros y quejas. Esos sujetos saben amarse sin comprenderlo, con el amor del silencio”.5
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No faltan constantes referencias a escenas de pobreza extrema, documentadas por reporteros y fotógrafos en sus andanzas por el oriente de la ciudad, con especial predilección por el barrio de Tepito. No obstante el malestar que inspira la miseria, un cronista que firma con el pseudónimo de El hermano Gabriel encuentra la ocasión para definir otro tipo: “Hay algunos billeteros que verdaderamente son dignos de estudio. […] son poseedores de la ciencia de la psicología y saben sorprender la superstición de muchas gentes o sus ocultas ambiciones de riqueza. / Conozco a varios que hasta explotan admirablemente el físico. Son contrahechos, jorobados, de voz chillona, de ojillos inquietos de verba convincente y el resultado que obtienen en su negocio es magnífico”.6 Estos vendedores comparten espacio con “La honorable cofradía de los mendigos”, como los llama José Frías en un artículo firmado con el pseudónimo de Juan del Sena.7 En algún momento comparten actividades tan importantes como comer, y todos son atendidos por unas cocineras muy especiales: “Las “escamocheras” se sitúan a lo largo de dos calles adyacentes a la plazuela de Tepito […]. En unas tenebrosas charolas guarecidas por gruesa capa de grasa, exponen a la venta la “escamocha”, infernal mescolanza de los desperdicios de los restaurants. […] Los puestos de escamocha, son restaurants para suicidas.”8 Quizá al reportero se le olvidó que el platillo tenía la ventaja de costar sólo 5 centavos y no un peso con cincuenta centavos, que era el precio más bajo que se podía encontrar en los comedores de San Francisco. Otros miembros de la “cofradía” se reúnen en “los agachados”, o sea locales sin ningún tipo de mobiliario donde la gente debe ponerse en cuclillas para consumir los alimentos o en otros comedores con mesas comunitarias al aire libre. Los nombres de estos locales reproducen los hitos de la aristocracia. Existía un Salón Bach, homónimo del famoso local porfiriano y hasta un Sanbornsito. Sin duda, remedos caricaturescos de la aristocracia mexicana en su versión más paupérrima. Seguramente los más afortunados podían comprar directamente los alimentos en una carnicería. Sobre estos comercios El duende de la Basílica comenta que “El tipo del carnicero de Tepito es también asaz interesante. Por lo regular es un individuo a lo Sancho Panza, pero eso sí, ¡muy artista!… Para darle buena apariencia a su mercancía, la cubre de confeti y de pedacitos de oropel; ese es el secreto para vender: a los vecinos de Tepito no les gusta comprar carne que no esté adornada carnavalescamente”, a pesar de tratarse de “piezas de carne de color indefinido, balancéandose en las perchas y sirviendo de opíparo festín a inmensos enjambres de moscas”.9
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Ciertamente, el desarrollo de la ciudad y el descuido de las autoridades competentes promovieron la permanencia y la continuidad de los mendigos, pero también hubo nuevas tipologías urbanas surgidas directamente de la burocracia del gobierno posrevolucionario. Son frecuentes los textos periodísticos que se concentran en las empleadas y los empleados federales. En general, la empleada suele ser tratada como una señorita no del todo inteligente, aunque a veces bendecida por Minerva, y no del todo hermosa, aunque a veces favorecida por Venus. Suelen ser vistas como modelos de virtud femenina y de gracia, puestas en una oficina pública antes de realizar su sueño de casarse y viajar. Algunas de estas damitas tenían incluso cargos de cierta importancia, como Edelmira Zúñiga, secretaria de José Vasconcelos, Oscar Leblanc, pseudónimo de Demetrio Bolaños, comenta que “Es Edelmira, sin embargo, la eterna Señorita Locura, que bailaba fox en los salones del Gobernador del Distrito [Federal], el paternal don Celestino Gasca, y que tenía, a pesar de sus quince años escasos, bien arraigado el sentido de la estética y el buen gusto. // Antes, por cinco pesos diarios, nadie podía exigirle que tomara en serio una oficina pública; pero ahora ya pesa sobre su figurita una seria responsabilidad”.10
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En cuanto a la versión masculina de la empleada, la sátira y la compasión acompañan frecuentemente las descripciones de los empleados. Hay que citar algunos pasajes de la “Elegía al empleado” de Sánchez Filmador, ilustrada por Audifred. Aquí, el versificador subraya como característica de la idiosincrasia mexicana la esperanza en obtener un puesto en el gobierno y luego ascender, por méritos, por fortuna o gracias a un amigo. Presenta un contraste entre el empleado viejo que “era un hombre de edad siempre madura, / bajito de estatura, / carnes enjutas, tez siempre cetrina, / manos de dedos flacos y alargados, / manchados por la eterna nicotina / y ojos siempre inyectados; / en cuanto a indumentaria, / su ropa tiene vida extraordinaria, / un jaqueta de color de ala de mosca, / un pantalón raído de la orilla, / una corbata desteñida y tosca / y un chaleco de un flux color mezclilla […] lleva veinte años de ir a la oficina / sin haberse enfermado un solo día”. Hay otro tipo de empleado de gobierno arrogante, que se viste “a lo fifí” aunque en realidad no cuenta con los recursos económicos que pretende ostentar: “Choclos con gran puntera perforada, / calcetines de seda artificial […] hablando siempre a manotada y grito / sin que pueda llamársele “mal criado”, / puesto que el pobrecito / nunca ha sido ni criado ni educado, / presume de amistad muy influyente / y que le habla de tú hasta el Presidente / y el puesto lo aceptó sin molestarse; / y en realidad solo es semi-cuñado / de un señor diputado / que vive con su hermana sin casarse”. Junto a estos empleados existe también el “Empleado estatua”, que “nunca se mueve” y “el que trabaja, anónimo, modesto, / y sostiene a una prole numerosa / confiado en la decena, / y se muere de pena / porque nunca en su vida hizo otra cosa”.11 Nos topamos además con el empleado camaleón, un curioso ser que, “además de sus actividades burocráticas desempeña una labor distinta en la vida: es artista, literato, cómico, peluquero o mozo de estoques”. Acerca de los tipos burocráticos, Óscar Leblanc comenta con tono jocoso “Es tan elástica y ambigua esta clase social que no ha podido ser definida y reglamentada. Por eso no es extraño hallar en las oficinas públicas tipos representativos muy curiosos, individuos inadaptados pugnan por sostenerse a flote, antes de almodiar con los empleados “a perpetuidad” el cantar de Miguel Ángel ‘No me despiertes de mi sueño blando…” 12
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Muy comunes son las fotografías de actrices de teatro popular convertidas en chinas poblanas, o tehuanas, como una materialización tangible de la idealización de mujer indígena o provinciana del pasado. De hecho, con el avance de los años la imaginería femenina volvió realidad otro producto de la mano del dibujante: aquella damisela de cuerpo serpentíneo, odalisca de fantasías orientales que posaba para la portada de la revista, pronto encontró su correlativo material en la flapper, caracterizada por sus cabellos cortos, su belleza newyorkina y la vitalidad de sus ademanes. Acaso Cube Bonifant (pseudónimo de Antonia Bonifant) sea la representante por antonomasia de la frivolidad flapperesca de El Universal Ilustrado con su característica vanidad, superficialidad y ligereza unidas a una feminidad sensual y provocativa, rebelde, pero capaz de emplear la pluma con agudeza y humor. En su primera intervención en el suplemento, cube se autodefine así: “Soy una chica de diez y siete años, completamente feliz. Muy colérica, versátil, y en el fondo, capaz de ser formal. Creo que a veces tengo el aspecto de colegiala desaplicada, aunque en mi afán de envejecerme, he suprimido prematuramente el moño, los rizos flotantes alrededor del cuello, los zapatos de “bebé” y la falda la rodilla. / Comienzo a vivir y lo hago lo mejor posible. Complico todo lo que encuentro a mi alcance […]. / ¿Me gustan las flores y los niños? / Las flores… sí, sólo para desojarlas y comerme los pétalos. Los niños me causan un profundo malestar; siento deseos de clavarles mis uñas afiladas.” 13 En un artículo al respecto de esta nueva tipología femenina, José Juan Tablada comenta que, “la flapper en un principio no fue sino la joven un tanto voluntariosa y masculinizada de post guerra; el polluelo femenino que por aletear en vuelos incipientes de mujer inmatura, se llamó así, ‘flapper’ del verbo inglés ‘to flap’ aletear”, y luego enumera algunas de sus características como el vestido estrecho, la falda corta, la nuca desnuda, la fascinación por el jazz, el shimmy y charleston, así como su cruel egoísmo y su partición en crímenes como causa o ejecutante. Aunque en México a la flapper se le llamó “pelona” y se consolidó más como un tipo exuberante que dio pie a una acalorada discusión entre 1924 y 1926.
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Queda mucho todavía sin explorar. Falta hablar de otros tipos presentes en El Universal Ilustrado como el intelectual joven, el intelectual viejo, el ministro, el revolucionario, la soldadera, el cantante de corridos, el mariachi, el dandy, la cupletista, la actriz de cine, la maestra, la telefonista, entre otros individuos cuya personalidad se barajeaba en las páginas del suplemento como si se tratara de una lotería humana de tipos mexicanos de origen o productos humanos de importación.
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Debemos a El Universal Ilustrado la oportunidad de encontrar reunidas en una misma sede las palabras de escritores de altísimo nivel junto con fotografías de innegable valor artístico y documental, así como estupendas caricaturas que componen un código comunicativo binario donde a veces o la imagen o la palabra toma la estafeta para dejar testimonios vívidos de una realidad social en vías de extinción o del nacimiento de nuevas tipologías urbanas que llegaron para quedarse.
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1 Hipólito Seijas, “De la parihuela al camión. La evolución de la mudanza en México”, El Universal Ilustrado, 167, 15 de julio de 1920, p. 16.
2 Hipólito Seijas, “De la parihuela al camión. La evolución de la mudanza en México”, El Universal Ilustrado, 167, 15 de julio de 1920, p. 17.
3 Júbilo, “La hora tonta de México”, El Universal Ilustrado, 217, 23 de junio de 1921, p. 16.
4 Jacobo Dalevuelta, “Cosas de México. El paseo de la Reforma”, El Universal Ilustrado, 212, 26 de mayo de 1921, pp. 22-23.
5 Júbilo, “La hora tonta de México”, El Universal Ilustrado, 217, 23 de junio de 1921, p. 16.
6 El Hermano Gabriel, “Los billeteros”, El Universal Ilustrado, 189, 16 de diciembre de 1920, p. 17.
7 Juan del Sena, “La honorable cofradía de los mendigos”, El Universal Ilustrado, 208, 28 de abril de 1921, pp. 12-13
8 Castillo, “Cómo se come en México y quiénes nos dan de Comer”, El Universal Ilustrado, 217, 23 de junio de 1921, pp. 18, 42.
9 El duende de la basílica, “Cosas de la Ciudad de México. ¡Tepito!!, El Universal Ilustrado, 194, 20 de enero de 1921, p. 6
10 Oscar Leblanc “¡Cuál es el ideal de las señoritas empleadas?”, El Universal Ilustrado, 370, 12 de junio de 1924, p. 17.
11 Sánchez Filmador, “Elegía al empleado”, El Universal Ilustrado, 370, 12 de junio de 1924, p. 23.
12 Oscar Leblanc “El empleado camaleón”, El Universal Ilustrado, 370, 12 de junio de 1924, p. 17.
13Cube Bonifant, “Notas sociales”, El Universal Ilustrado, 202, 17 de marzo de 1921, p. 42.
FOTO: Hipólito Seijas, “De la parihuela al camión. La evolución de la mudanza en México”, El Universal Ilustrado, 167, 15 de julio de 1920.
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