Primo Levi: la voz y la memoria El prisionero 174517

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A cien años del nacimiento de Primo Levi, recordamos al escritor que trabajó para que el mundo jamás olvidara la desgracia del pueblo judio ante el nazismo de la Segunda Guerra Mundial

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POR ARIEL GONZÁLEZ 

“…muertos están los ángeles y ciego quedó el Señor…”

Paul Celan, Una canción en el desierto

 

En medio del cataclismo totalitario que vivió el siglo XX y de sus más brutales consecuencias, una voz –entre las muchas que fueron apagadas– sobrevivió para dar testimonio del infierno en la tierra. Sus palabras siguen resonando como una maldición eterna, de tono bíblico, contra el olvido:

 

 

Pensad que esto ha sucedido:/ Os encomiendo estas palabras./ Grabadlas en vuestros corazones/ Al estar en casa, al ir por la calle,/ Al acostaros, al levantaros;/ Repetídselas a vuestros hijos./ O que vuestra casa se derrumbe,/ La enfermedad os imposibilite,/ Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

 

 

Es parte del poema “Salmo” que más tarde Levi intituló “Shemà”, que alude a la Shemà Israel (“Escucha, Israel”) una de las plegarias más sagradas para el judaísmo. Todo desastre, todo mal, toda vergüenza deben ser poca cosa si nos olvidamos del horror que como especie hemos sido capaces de producir. Porque luego de Auschwitz, ¿qué puede ser más terrible que la indiferencia que abre paso a la desmemoria y al riesgo de repetir el genocidio? Primo Levi lo sabía y por eso después de sobrevivir al Holocausto dedicó el resto de su vida a contar lo que había sido y a que no nos olvidáramos de la tragedia, primero con Si esto es un hombre (1947), después con La tregua (1963) y, finalmente con el no menos revelador Los hundidos y los salvados (1986), que en conjunto integran Trilogía de Auschwitz (El Aleph editores / Océano, 2011).

 

 

La fe
Para un ateo como Primo Levi, un hombre con formación científica (era químico de profesión), la sobrevivencia o la muerte no dependieron nunca de una oración ni tampoco de la voluntad divina: “…también yo –escribe Levi en La tregua– he entrado en el Lager [campo de concentración] como no creyente, y como no creyente he sido liberado y he vivido hasta hoy; la experiencia del Lager, su iniquidad espantosa, más bien me ha confirmado en mi laicismo. Me ha impedido, y todavía me impide, concebir cualquier clase de providencia o de justicia trascendente: ¿por qué los moribundos en un vagón de ganado?, ¿por qué los niños en la cámara de gas?” Ante el terror de la Shoah [catástrofe], efectivamente, Dios resulta una figura imposible.

 

 

En el mismo texto reconoce, sin embargo, que en alguna ocasión, en lo que creyó que eran sus últimos minutos de vida, flaqueó y estuvo a punto de “buscar refugio en la oración”, pero “a pesar de la angustia se ha impuesto la ecuanimidad: no se cambian las reglas del juego al final de la partida ni cuando estás perdiendo (…) dejé de lado aquella tentación: sabía que así, si sobrevivía, no tendría que avergonzarme.”

 

 

Rezar en esas circunstancias, creía, hubiera sido oportunista. No obstante, sabía que los creyentes la pasaban mejor: “Sacerdotes católicos o protestantes, rabinos de las distintas ortodoxias, sionistas militantes, marxistas ingenuos o maduros, testigos de Jehová, estaban unidos por la fuerza salvadora de su fe (…) tenían una clave y un punto de apoyo, un mañana milenario por el que podía tener sentido sacrificarse, un lugar en el cielo o en la tierra en el que la justicia o la misericordia habían vencido, o vencerían en un porvenir quizás lejano pero cierto: Moscú, la Jerusalén celeste o la terrenal.” (Trilogía de Auschwitz, El Aleph editores / Océano, 2011, pp. 597-598).

 

 

¿Qué fe podía abrazar entonces Primo Levi? Ninguna que no tuviera proximidad con la vida misma, la fe en la resistencia, en la idea de sobrevivir, en la certeza de que después de todas las humillaciones, el hambre y la tortura, se debe intentar de algún modo salir adelante.

 

 

Y esto significa que hizo suyas las enseñanzas no de un pastor ni de un rabino, sino de un hombre común y corriente, como él, el sargento Steinlauf, quien cuando vio que Levi se estaba derrumbando y ya no quería ni lavarse la cara (“¿Voy a vivir un día, una hora más? Incluso viviré menos porque, porque lavarse es un trabajo, un desperdicio de energía y calor”) le hizo notar “que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”. (Trilogía, pp. 64-65)

 

 

Es evidente que estos imperativos fueron la fe de Primo Levi durante su cautiverio, pero también su gran fuerza moral para poder, ya en libertad, precisamente contarlo, dar testimonio.

 

 

El vacío
Hoy, la trivialización del Holocausto –que ha asegurado el éxito de innumerables productos “literarios” y, sobre todo, cinematográficos– hace imposible pensar que hubo un tiempo en que Auschwitz no despertaba mayor interés o, incluso, que no se quería saber nada del tema. Y fue una época que redobló las amarguras de Primo Levi, porque descubrió que en los años inmediatos al final de la Segunda Guerra Mundial había cuando menos una gran indiferencia editorial hacia la tragedia vivida en los campos de concentración.

 

 

De ahí las muchas dificultades que enfrentó para ver publicada la primera parte de su trilogía. Su más importante biógrafo, Ian Thomson, ha reconstruido cómo fueron inicialmente esos años de la posguerra para Primo Levi y cómo su empeño por la memoria oral abrió paso a su obra escrita.

 

 

Pasaba horas hablando de sus terribles experiencias incluso con desconocidos, en sus trayectos al trabajo o donde le fuera posible. La gente le mostraba interés, pero él sabía que tenía que hacer perdurar su testimonio en forma escrita. Hacia 1946 tiene listo ya un primer borrador de lo que será Si esto es un hombre, título que por cierto procede de uno de los varios poemas que produjo también en esos años.

 

 

A través de una prima suya en Massachusetts hace llegar un fragmento a una editorial, pero no causa mayor impresión. “En 1946 –escribe Thomson– el tema del reciente y funesto pasado de Europa no despertaba interés en los lectores estadounidenses, que se sentían más bien repelidos. (No puedo pensar en ningún escritor judío estadounidense, con la excepción de Saul Bellow, que se sintiera entonces conmovido de forma imaginativa por el genocidio nazi).” (“Contarlo para crearlo. De cómo nació Si esto es un hombre”, Revista de libros nº 181 septiembre / octubre, 2012).

 

 

Pero la peor parte la vivirá en Italia, donde será rechazado por varias editoriales. El primer sello que busca es Einaudi, cercano al Partido Comunista, donde trabajan Cesare Pavese y Natalia Ginzburg, una novelista amiga de Levi que por su pasado él cree que será más sensible a la obra (su padre formó parte de la resistencia antifascista y su marido, Leone Ginzburg, fue asesinado por los nazis). Con todo, “una semana más tarde –relata Thomson– llegó un veredicto demoledor. Natalia Ginzburg hizo todo lo posible por suavizar el golpe; pero el libro no resultaba ‘adecuado’, le dijo, para la lista de Einaudi. Levi se sintió herido y enfadado. Como Natalia era una amiga de la familia, no insistió en que le diera más explicaciones, pero recuperó el manuscrito con un silencio circunspecto. Dice mucho a favor de su sentido de la lealtad a Ginzburg el hecho de que siguiera siendo su íntimo amigo durante toda su vida. ‘Es una buena persona, y una estupenda escritora, pero no es una pensadora’, fue su veredicto”.

 

 

¿Cómo era posible que su memoria sobre el genocidio de Auschwitz no resultara “adecuada” para la editorial más progresista de Italia? Primo Levi no lo podía entender, aunque por las reacciones de otras cinco casas editoriales terminó haciéndolo: la sociedad italiana estaba concentrada en atender otras cosas que, incluso en la perspectiva del poeta y editor Cesare Pavese, eran más urgentes: el trabajo, el abasto, la reconstrucción… Por otro lado, Primo Levi no gozaba de ningún prestigio literario o intelectual. Su acercamiento a las editoriales era el de un autor debutante que solo tiene como carta de presentación la confianza en su obra.

 

 

Finalmente, Si esto es un hombre apareció en octubre de 1947 por la casa editorial Francesco Da Silva, fundada en Turín por un distinguido miembro de la resistencia italiana, Franco Antonicelli. La de Levi será una de las últimas obras que publicaría esta modesta editorial, pues en 1949 Antonicelli la cerró.

 

 

La crítica fue entusiasta en general, pero Thomson asegura que el adjetivo de “testigo”, desde entonces presente en muchas reseñas, terminó por fastidiarlo. Por su parte, Italo Calvino en las páginas de L’Unità saludó un “libro nuevo y magnífico”. A pesar de estos comentarios positivos, las ventas apenas rebasaron los mil 500 ejemplares y la obra tampoco consiguió llegar más allá de Turín.

 

 

Levi había cumplido con dar testimonio de las atrocidades cometidas en los campos de exterminio, pero seguía percibiendo un gran vacío en torno del tema. Decepcionado, por un tiempo abandonó sus propósitos literarios y se recluyó de tiempo completo en la química.

 

 

El regreso
Años después, en 1958, la editorial Einaudi se retracta y publica el libro con un gran éxito, alentando su traducción a varios idiomas. Eso hará que poco a poco Levi piense poco a poco en una segunda parte, La tregua, que relata en primer lugar los primeros días de su liberación del campo de Monowitz, al que también se le conocía como Auschwitz III (cuando sobrevivientes como él conocieron “el campo grande” quedaron “pasmados”; el suyo, “con sus doce mil habitantes era una aldea a su lado: aquella en la que entrábamos era una metrópolis inmensa”).

 

 

Pero La tregua es más que nada el relato del penoso regreso a su patria que incluye la estadía en varios campos de refugiados, ciudades y pueblos dando un largo y laberíntico rodeo que lo llevaría a la URSS, Rumania, Hungría, Austria, Alemania y finalmente Italia. Es también la mirada a una Europa devastada por la guerra y la recapitulación sobre diversos personajes y circunstancias vividas en el Lager.

 

 

Al llegar a Turín encontró su casa en pie y a su familia viva. Estaba a salvo, pero una pesadilla es recurrente: “Estoy a la mesa con mi familia, o con mis amigos… o en una campiña verde: en ambiente plácido y distendido, aparentemente lejos de toda tensión y todo dolor; y sin embargo experimento una angustia sutil y profunda, la sensación definida de una amenaza que se aproxima. Y efectivamente, al ir avanzando el sueño, poco a poco o brutalmente, todo cae o se deshace a mi alrededor (…) estoy otra vez en el Lager, y nada de lo que había fuera del Lager era verdad (..) oigo sonar una voz muy conocida; una sola palabra, que no es imperiosa sino breve y dicha en voz baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, ‘Wstawác’”. (Trilogía, página 470).

 

 

Poco antes de morir, Primo Levi publicó Los hundidos y los salvados (1986), último regreso al tema desde una perspectiva más amplia. La obra recoge el título de uno de los capítulos más estremecedores de Si esto es un hombre y vuelve sobre uno de los aspectos más deprimentes que conoció en el Lager: “No hay prisionero que no lo recuerde, y que no recuerde su estupor de entonces: las primeras amenazas, los primeros insultos, no venían de las SS sino de los otros prisioneros, de «compañeros», de aquellos misteriosos personajes que, sin embargo, se vestían con la misma túnica a rayas que ellos, los recién llegados, acababan de ponerse”. (Trilogía, p. 483).

 

 

El Lager era, a su modo, una pequeña sociedad en la que la primera y más peligrosa mentira era suponer que todos era iguales y, peor aún, considerar que todos sufrían del mismo modo y que, por lo mismo, los lazos entre unos y otros no podían ser menos que solidarios. Pero no es así: “aquí la lucha por la supervivencia no tiene remisión porque cada uno está desesperadamente, ferozmente solo. Si un tal Null Achtzehn vacila, no encontrará quien le eche la mano; encontrará más bien a alguien que le eche a un lado…” (Trilogía… p. 118).

 

 

Levi, quien se propuso “un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”, encontró que entre los verdugos y sus víctimas, pero también –y más doloroso aún– entre éstas y los que se supondrían sus hermanos de sufrimiento, la verdad de Plauto siempre se impuso: Homo homini lupus (“el hombre es el lobo del hombre”).

 

 

La advertencia
Si la Trilogía de Primo Levi fuera un texto de ficción sería acaso uno de los más escalofriante del género, pero siendo un texto testimonial constituye una de las obras más luminosas acerca –paradójicamente– de los momentos más oscuros de la humanidad, aquellos donde el hombre decidió renunciar a la esencia de su condición para aniquilar a sus semejantes, de cuando la degradación moral alcanzó el abismo.

 

 

Pero más allá de lo que representa formalmente la obra, hay un mensaje que su autor siempre destacó: fue escrita para evitar que el olvido hiciera posible que el Holocausto se repitiera, algo que Levi siempre creyó posible: “Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder: esto es la esencia de lo que tenemos que decir […] se están perfilando algunos signos precursores. La violencia “útil” o “inútil”, está delante de nuestros ojos: serpentea, en hechos aislados y privados, o como ilegalidad del Estado… En el tercer mundo es endémica o epidémica. Espera sólo a un nuevo histrión (y no faltan los candidatos) que la organice, la legalice (…) Pocos son los países que pueden garantizar su inmunidad a una futura marea de violencia, engendrada por la intolerancia, por la libido de poder, por razones económicas, por el fanatismo religioso o político, por los conflictos raciales. Es necesario, por consiguiente, afinar nuestros sentidos, desconfiar de los profetas, de los encantadores, de quienes dicen y escriben ‘grandes palabras’…” (Trilogía, pp. 648-649).

 

 

Estas palabras, escritas en los años ochenta, siguen teniendo una enorme actualidad a pesar de que Levi no fue testigo de las matanzas y genocidios de las últimas décadas, ni del ascenso de los nacionalismos populistas, de derecha e izquierda, en todo el mundo. Y habida cuenta de lo que hemos vivido y seguimos viviendo en muchas partes nadie podría tildar de “exagerado” su análisis, puesto que para él muchos indicios –minusvaluados en su momento incluso por algunas de las mentes más brillantes– fueron los eslabones necesarios para el desastre. “Al final de la cadena está el Lager. Él es producto de un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias con una coherencia rigurosa: mientras el concepto existe las consecuencias nos amenazan”.

 

 

Muchos son los que han escrito sobre el Holocausto, pero Primo Levi no sólo lo hizo con prosa insuperable, sino que consiguió instalar desde el primer momento un interés singular en torno de esta tragedia; fue la voz en medio del desierto que señaló la perversidad original de su terror, el horizonte siniestro que abría para la humanidad. Y cuando décadas después de la publicación de Si esto es un hombre comenzaron a proliferar los ensayos, las novelas y un sinfín de productos audiovisuales sobre la Shoah, Primo Levi se incomodaba ante la ligereza con la que algunos la examinaban presentándola como un episodio más –ciertamente doloroso y cruel, pero solo eso– en la larga historia del antisemitismo, y no como lo que era: una fisura brutal en la civilización, un punto sin retorno que sigue cuestionando a la humanidad entera.

 

 

El valor esencial de su obra es, como escribe Enzo Traverso cuando aborda el caso de Jean Améry y Primo Levi, que se “opone tanto a banalizar los crímenes nazis borrando su especificidad histórica como a que un grupo o comunidad se apropie exclusivamente de su memoria. Si el recuerdo de Auschwitz pertenece a los supervivientes de los campos de la muerte la memoria de la ofensa debe generalizarse al conjunto de la sociedad. Sólo esta dialéctica que vincula recuerdo y memoria (…) puede conducir a una redención del pasado, a salvar del olvido a los vencidos de la historia, pues mientras el recuerdo está destinado a morir con sus testigos la memoria puede ser un elemento permanente de la conciencia social.” (Enzo Traverso, La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, Herder, p. 193).

 

 

Levi no pudo alertar sobre el advenimiento del terror, pero sí pudo advertirnos que el Holocausto no fue “un accidente, un imprevisto de la historia” y que el virus que conduce a este sigue latente.

 

 

Por lo mismo, toda su participación en la esfera pública era consciente, como explica también Enzo Traverso, de que “la memoria de Auschwitz sólo puede vivir mediante una interacción permanente con la investigación histórica, la acción social y política”. Y eso supone, en estos tiempos de peligroso auge del autoritarismo, impulsar el compromiso con los valores democráticos, la promoción de los derechos humanos y las libertades.

 

 

Hoy mismo, en todo el mundo, prosperan discursos de derecha e izquierda que exaltan el resentimiento, el odio y la confrontación. Son palabras que se transforman fácilmente en hordas de fanáticos que con su violenta intolerancia celebran las prácticas antidemocráticas y abren paso a la vulneración de los derechos humanos de los inmigrantes, de las minorías sexuales, de la prensa libre o de los opositores políticos. Fabrican así, acaso sin ser plenamente conscientes, los primeros eslabones de una cadena que para Levy siempre conducía a la anulación (formal y luego real) del otro, del que es o piensa diferente.

 

 

Posdata
Aunque escribió otras obras (El sistema periódico, Si no es ahora, ¿cuándo?, Poemas y La llave estrella son algunas de ellas) es obvio que su testimonio sobre el Lager eclipsó al resto. Aun así, mantenía la esperanza de ser y vivir como un escritor más, por eso buscaba siempre la oportunidad para empezar otra obra.

 

 

En noviembre de 1961, Italo Calvino le dirigió una carta donde elogiaba su “mecanismo fantástico que se desencadena a partir de un dato científico-genético tiene un poder de sugestión intelectual y también poético como la tienen para mí las divagaciones genéticas y morfológicas de Jean Rostand (…) Tal vez tus cuentos me gustan sobre todo porque presuponen una civilización común que es sensiblemente diferente a la que presupone tanta literatura italiana…” (Italo Calvino, Los libros de los otros (correspodencia 1947-1981), Siruela, 2014, pp. 297-298).

 

 

Como posdata, Calvino le planteaba, como una feliz ocurrencia que podía tal vez dar un vuelvo a la trayectoria literaria de Levi: “¿Me escribirías un libro para niños?”
El sábado 11 de abril de 1987, Primo Levi cayó o se lanzó –nunca lo sabremos– por las escaleras del edificio donde vivía en Turín. Había vivido siempre bajo la sombra de los más terribles recuerdos de su vida, padeciendo la pesadilla de soñar con la pesadilla y dialogando de un modo u otro con una multitud de fantasmas que seguían mirándolo clamando piedad, famélicos y moribundos en todos los sentidos.

 

Seguramente una y otra vez volvió a considerar la solicitud de Calvino, pero tal vez siempre, atormentado, pensó que era imposible escribir un cuento para niños. ¿Cómo después de Auschwitz?

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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