Puerta a la oscuridad: entrevista con Haruki Murakami

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El escritor japonés regresa con Primera persona del singular, libro de relatos que se alimenta de instantes autobiográficos. En entrevista, publicada originalmente en la revista Bocas en marzo de este año, explora los tópicos que caracterizan su escritura, manada desde lo más peligroso de su conciencia como reflejo de la sombra humana, donde lo real se funde con lo imaginario

 

POR XAVI AYÉN
Los japoneses esperan cada año, con milenaria paciencia, dos hechos largo tiempo anunciados: la llegada de the big one, el gran terremoto de magnitud 8 que arrasaría Tokio y buena parte de la isla en un plisplás, y la concesión del Nobel de Literatura a su compatriota Haruki Murakami (Kioto, 1949). El año 2021 acabó sin que, de nuevo, se haya producido ninguno de ambos fenómenos.

 

Ningún temblor perturba, pues, a ese hijo único que es Murakami, quien lleva en su genética tanto la serenidad como la prosperidad, pues es nieto de monje budista por vía paterna y de comerciante por lado materno, así que por su ánimo templado resbalan todos los memes que, cada octubre, genera la nueva decisión de la Academia Sueca. Que digan lo que quieran: él es Murakami, el escritor japonés más vendido del mundo, traducido a 50 idiomas, con una singular mezcla de pop, surrealismo, sensibilidad y crudeza que ya ha dado a luz catorce novelas, cinco libros de cuentos, cinco ensayos y un aluvión de productos de merchandising más propios de un rockstar que de un autor literario: camisetas, pegatinas, pañuelos, bolsas, imanes, pósters, libretas, tazas, origamis, fundas de móvil, gorras, cuadros, alfombrillas para el mouse…

 

¿Quién se lo iba a decir a aquel joven que estudiaba literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda, en los años 70, mientras trabajaba como camarero en un restaurante italiano que cerraba de madrugada y, más tarde, en una tienda de discos? Conoció a su —aún— esposa, Yoko, en la facultad, y ambos montaron, en 1974, un bar de jazz en Tokio, el Peter Cat, con actuaciones en vivo, dando un disgusto enorme a los padres de Haruki, unos profesores de literatura que aspiraban a que su hijo se convirtiera en empleado de Mitsubishi. Murakami escogió otra cosa: le gustaba preparar los cocteles tras la barra (agitados, no revueltos), y se encargaba de acompañar a los borrachos a la puerta. Los primeros años fueron duros, y le persiguieron las deudas. En 1981, cerró para dedicarse exclusivamente a la literatura. Haruki y Yoko siguen juntos en el 2022 y dicen que no han tenido hijos porque no confían en que el mundo vaya a mejorar.

 

Hoy, como cada día, a las diez de la noche, Murakami apagará la luz y se quedará dormido en un instante. A las cuatro de la mañana, se levantará para ir a correr por las calles de Tokio (a veces, también nada en la piscina: 150 metros). Ha participado en maratones por todo el mundo (su mejor resultado es del año 1991: tres horas, 31 minutos y 26 segundos en el de Nueva York), aunque ahora, con los años, se marca únicamente la disciplina de correr al menos 45 minutos al día. También cuando viaja: en Central Park se encontró, igualmente sudoroso y corriendo, a su admirado John Irving en calzón corto, pero no supo qué decirle. Y en el año 2009, dio una rueda de prensa en Barcelona vestido en ropa deportiva, tras la cual salió de la sala corriendo y llegó hasta la playa; aquellos a los que nos alcanzó el aliento para seguirle conservamos pruebas fotográficas: en ellas se ve a turistas disfrutando del sol y, al fondo, un japonés corriendo, con una camiseta azul que el sudor adhiere a su cuerpo.

 

Nadie sospechó de quién se trataba, porque a Murakami le resulta fácil ponerse el disfraz de turista japonés, el mismo que usa para visitar de incógnito las tiendas de discos, en las que se pasa horas mientras escoge cuidadosamente los vinilos que ampliarán su colección. Otra cosa que le obsesiona son las camisetas, una prenda de ropa que para él simboliza la libertad y que compra de segunda mano en el extranjero; de hecho, acaba de dedicar al tema un ensayo (aún no traducido al español), donde comenta una selección de su armario de 200.

 

No se puede ser indiferente a Murakami: se le odia o se le ama. Le llaman postmoderno porque no existe una etiqueta que defina precisamente lo que hace. En obras como Tokio Blues, Kafka en la orilla o 1Q84 se revela como un sutil retratista del desamparo sentimental que nos rodea, un explorador sin red de nuestros barrancos interiores, fusionando la tradición narrativa norteamericana (sus maestros Fitzgerald, Vonnegut, Chandler) con la japonesa (sus animales parlantes o escenas oníricas parecen salidos de un anime de Miyazaki), así como con los ritmos musicales, del jazz a los Beatles o la bossa nova.

 

A lo mejor no gana el Nobel, pero ya ganó un Oscar: la película Drive my car, de Ryusuke Hamaguchi, Mejor película extranjera en los premios de la Academia del Cine este año, está basada en un relato suyo, del libro Hombres sin mujeres. Ahora acaba de publicar un nuevo libro de relatos, Primera persona del singular (Tusquets, 2021), aparentemente muy autobiográficos, lo que nos sirve de excusa para mantener con él una conversación por correo electrónico, tras varios encuentros personales a lo largo de los últimos 16 años. Así que, en un apartamento en el barrio de Aoyama, en Tokio, hay un hombre de 73 años frente a su ordenador y suena Brahms de trasfondo. Nosotros no podemos verlo ni oírlo, pero él nos revela algunos detalles del lugar. Aoyama es una zona de tiendas de ropa, tecnología y restaurantes, con muchísima gente joven por la calle, vestidos de forma alternativa el fin de semana y más formales los días lectivos (hay allí varias universidades y escuelas). Murakami los puede ver desde la ventana (“el cielo está despejado”, dice) mientras nos responde.

 

El narrador de su último libro muestra su estupor ante el envejecimiento de las chicas, porque ve cómo mujeres bonitas se transforman en ancianas y eso le perturba mucho, más que su propia vejez. A medida que se hace mayor, ¿le sucede algo así?

 

Sí. Es terrible. En cuanto a mí, puedo admitir y aceptar, hasta cierto punto, que las huellas de la vejez se afiancen en mi rostro con el transcurso de los años, o cualquier otro cambio ligado a la edad. Pero constatar el deterioro del paso del tiempo en el cuerpo y el rostro de los demás me produce una honda impresión, difícilmente admisible y asimilable.

 

Usted es muy aficionado al beisbol, seguidor de los Yakult Swallows de Tokio, un equipo más bien acostumbrado a las derrotas. ¿Le atrae la figura del perdedor?

 

Una de las ventajas de animar a un equipo de segunda fila, como el mío —que a veces ha tenido más seguidores del equipo visitante en su propio estadio— es que sueles encontrarte las gradas medio vacías y no hay esperas innecesarias a la hora de comprar entradas. Un equipo así te otorga además la oportunidad de aprender el bello arte de la derrota, que es siempre de una profundidad mayor que el de la victoria.

 

Uno de sus cuentos, “Carnaval”, describe a una mujer fea, sin eufemismos de ningún tipo, pero muy atractiva por otras cosas. ¿Podría haber escrito ese relato de joven?

 

A veces tengo la sensación de que mi criterio estético no coincide del todo con el del común de los mortales. Aquellas personas a las que se les atribuye una belleza incuestionable a menudo no son en mi opinión especialmente bellas y, por el contrario, aquellas a las que se supone feas no lo son tanto para mí. Dicho desajuste me ha permitido vivir alguna que otra experiencia peculiar e interesante, y la escritura de este relato supuso, en cierto modo, una oportunidad para reflexionar sobre tales vivencias.

 

¿Le critican por no ser políticamente correcto? Pienso en ese relato de la mujer fea, o en varias de sus novelas…

 

Llevo más de 40 años escribiendo novelas y he percibido una notable evolución en cuanto a lo que se considera o se deja de considerar políticamente correcto y, debido a esos cambios, algunas de mis obras primerizas tal vez no gocen hoy en día de una prensa demasiado buena entre cierto sector de lectores. En cualquier caso, no uso las redes sociales ni estoy, por tanto, pendiente de quién me critica ni exactamente por qué motivo (y, naturalmente, me congratulo de no saberlo).

 

El relato “Flor y nata” va sobre el sentido de la vida…

 

Trata de subrayar que el desconocimiento que uno tiene de sí mismo como individuo, en su temprana juventud, no debe suponer un obstáculo para tirar hacia adelante por la vida. No nos queda otro remedio que avanzar pese a nuestra ignorancia de lo que somos, y el relato muestra esta necesidad en la figura de un joven perplejo ante sí mismo. Se trata de una historia de iniciación en la que el protagonista es puesto a prueba y guiado, arrastrado quizá, por las circunstancias y por quienes lo rodean.

 

Varias de sus obras (Tokio Blues, After Dark…) suceden de noche. ¿Hay algo del alma humana que no pueda verse a la luz del sol?

 

Es extraño, porque yo personalmente me voy a dormir muy temprano. De modo que no tengo la más remota idea de lo que ocurre durante la noche. Simplemente, me lo he imaginado. Sin embargo, recuerdo que, después de haber acabado de escribir After Dark, me fui al centro de Tokio, para asegurarme de no haber escrito nada erróneo y pude ver que lo escrito era cierto. Para mí fue demasiado: salí hasta medianoche, e incluso me metí en una de esas habitaciones de hotel para amantes, que se cobran por horas.

 

Pero usted regentó un club de jazz, algo debe de saber de la noche.

 

Cuando tenía veintipico años…

 

…Era un pájaro nocturno.

 

Efectivamente. Yo sabía lo que ocurría en la ciudad durante la noche… pero, claro, hace 40 años.

 

En sus libros aparecen bastantes personajes con problemas mentales. ¿Siente algún tipo de afinidad con la gente que sufre estas enfermedades?

 

Todo el mundo, más o menos, tiene algún tipo de problema mental. Usted y yo, por ejemplo. Todos tenemos nuestro propio tipo de problemas mentales, que a veces podemos mantener en un plano inconsciente, sin que aparezcan en la superficie. Pero todos somos extraños, todos estamos un poco locos. Esa es mi convicción profunda. Cuando hago aparecer a alguien con una enfermedad mental, no lo hago aparecer como algo insólito, un freakie, sino como algo genérico, muy extendido, propio de la naturaleza humana.

 

Algunos de sus personajes duermen profundamente, otros no muy bien…

 

Yo sí. Me duermo en cinco minutos. Dormir como un tronco tiene algo de belleza, ¿verdad? Es como entrar en mis dominios, me gusta mucho.

 

¿Cuándo decidió ser escritor?

 

Me acuerdo perfectamente: el 1 de abril de 1978, a las 13.30 horas. Dicho así, parece la cosa más estúpida que existe, pero es que fue una epifanía. Estaba mirando un partido de beisbol en el estadio Jingu de Tokio, con una cerveza en la mano y un sol abrasador. En el instante en que Dave Hilton hizo una jugada perfecta supe, de repente, que iba a escribir una novela. Fue una sensación muy cálida, que todavía puedo sentir si la rememoro. Luego, volví a casa y me puse a escribir. Y así hasta ahora.

 

En Tokio, parece a veces que todos los hombres llevan el mismo traje. ¿Usted nunca lleva traje?

 

No, jamás. En mi país es difícil ser un individuo. La gente te juzga en base al grupo, la oficina o la empresa a la que perteneces. Si trabajas en Sony, Mitsubishi o en la banca, y has estudiado en la Universidad de Tokio, te miran con admiración y dicen: “Es un gran hombre”, “una persona de prestigio”. Si no perteneces a ninguno de esos grupos, si no trabajas en un despacho u oficina, puedes ser una persona de talento, muy inteligente, pero eres un don nadie, un cero a la izquierda. Eso es lo que me sucedió a mí, después de graduarme en la universidad. Yo no quería trabajar en una gran corporación o en un despacho. Así que monté mi propio club de jazz, y lo gestioné durante siete años. Y luego me convertí en novelista. Pero seguía siendo un perfecto don nadie, no pertenecía a ningún grupo reconocido, me sentía muy inseguro. Quería ser yo mismo, pero eso, en Japón, no es algo fácil, de manera que abandoné mi país, en el que me sentía extranjero. Sencillamente me fui. Pero ahora las cosas están cambiando.

 

¿Qué recuerdos tiene de esos siete años en el club de jazz?

 

Yo era muy feliz. Escuchaba música desde la mañana a la noche, y era totalmente libre. La libertad es algo muy importante para mí. No lo es tanto para muchos japoneses, sin embargo. Otras personas prefieren la armonía, el trabajar muy duramente… La armonía es lo más importante en Japón. Pero, para mí, la libertad.

 

¿Para dónde huyó?

 

Viví en una pequeña isla griega, donde escribí Tokio Blues.

 

Le gustan las islas, porque usted ha tenido casa también en la misma isla de Hawái, donde se rodó la serie Perdidos.

 

Sí. Me gusta mucho esa serie; no me sentí influido por ella, como algunos dicen, pero sí hay similitudes con mis historias: esas personas que se van al otro lado y buscan un camino de vuelta.

 

En varios de sus libros se alternan las historias realistas y las surreales, oníricas. ¿Qué pretende expresar con este contraste?

 

Que la realidad y la subrealidad están siempre juntas.

 

¿Es usted un realista mágico?

 

Me gusta mucho Gabriel García Márquez. Para mí, realidad y subrealidad son lo mismo, no se pueden distinguir, suceden a la vez. Cuando escribo, visito el aspecto oscuro de las cosas. La noche es como una metáfora, si escribo sobre la noche urbana es porque estoy escribiendo sobre la oscuridad que encuentro en mi mente. En este proceso, realidad y subrealidad van de la mano, no se contradicen. No puede uno saber qué es correcto y qué no, qué es real y qué surreal, no se puede distinguir nada. No sé si me creerá, pero no podría asegurar que esta conversación que mantenemos sea real.

 

A veces al lector, por ejemplo en Kafka en la orilla, le cuesta leerle, por las escenas de gran violencia que incluye, que casi salpican sangre. ¿Qué importancia le da a la violencia en su obra?

 

Todas las culturas son violentas. Todas las naciones, todos los pueblos deben superar su propia historia de crueldad, sus hitos de salvajismo. Existen distintos tipos de prohibiciones a la hora de expresar esta violencia inherente al ser humano. En la cultura japonesa contemporánea, sin embargo, la expresión de la violencia no está prohibida, ni a nivel mental ni legal ni social. Personalmente, a mí no me gusta describir hechos violentos, es algo que odio…

 

Pues la escena de los gatos de Kafka en la orilla…

 

¡Ah, sí! Y aquella otra en que se desuella a un hombre vivo, sí. Odio escribir ese tipo de cosas. Pero sentí que en ese libro tenía que hacerlo, porque la historia precisaba violencia, esas escenas sangrientas. Simplemente es una puerta de entrada al otro lado, al lado oscuro. Tiene uno que abandonar su yo normal para poder pasar al otro lado. La violencia, el sexo, los trastornos mentales son eso, una especie de llave para cruzar la puerta. Tú vives una vida normal en este mundo, pero tienes que abandonarlo si pretendes ir al otro lado, y necesitas llaves.

 

No teníamos una imagen suya como escritor comprometido… hasta la catástrofe nuclear de Fukushima. Donó 80 mil euros a las víctimas.

 

De universitario estaba muy politizado, oía a John Lennon, fumaba y mi ídolo era el Che Guevara. Todo aquel marxismo ha desaparecido. Sin embargo, eso no quiere decir que las cosas funcionen bien. Y Fukushima me cambió. Hemos vivido en un sistema corrupto, falso, que nos ha conducido a la desolación. El sistema que, en nombre de una teórica eficiencia, justificaba las centrales nucleares con argumentos falsos.

 

¿Cuáles?

 

La empresa constructora de la central no quiso invertir dinero por si se producía un gran tsunami, que puede suceder o no una vez cada unos cuantos siglos, el gobierno rebajó los estándares de seguridad para que nada se opusiera a su política nuclear y el pueblo japonés permitió la existencia de este sistema corrupto que condujo a mucha gente a perder familia y amigos, casa y pertenencias, la comunidad, todo aquello que conforma la base de la vida. Hay muchas personas que incluso han perdido las ganas de vivir. Japón echó por la borda y corrompió el ideal de sociedad rica y pacífica que intentábamos construir, dejándose engañar por una palabra con trampa: eficiencia. Las compañías eléctricas gastaron grandes cantidades de dinero en publicidad, compraron a los medios de comunicación e hicieron creer a los ciudadanos que la producción de energía nuclear era absolutamente segura y que no quedaba más remedio que depender de la energía nuclear. Nos decían que tuviéramos en cuenta la realidad, pero esa realidad era una conveniencia suya, y bautizándola como realidad cambiaban la lógica sin que nadie se diera cuenta.

 

¿Por qué sigue corriendo cada día, experiencia que recoge en su libro De qué hablo cuando hablo de correr?

 

Porque es una actividad muy parecida a la de escribir una novela, son dos actividades de larga distancia. Para escribir hay que entrenarse, prepararse, no sirve cualquiera; eso del escritor borracho es un mito, hay que tener una fortaleza física y psicológica. Cuando corres, además, te suceden cosas curiosas. Todos los escritores deberían correr. Uno va perdiendo vitalidad a lo largo de la vida y su prosa se resiente. A los 33 años decidí ser fuerte y sano porque, ¿sabe? si no tienes demasiado talento, como yo creía entonces de mí, sólo la fortaleza y la vida sana te permiten destacar en la creación. Si eres un genio, como Mozart, o Pushkin, puedes llevar cualquier tipo de vida y escribir, pero si no, hay que correr, amigo.

 

Pero hay muchos “artistas malditos”…

 

Estoy convencido de que los artistas que llevan una vida malsana se queman mucho más rápidamente. Los héroes de mi juventud eran Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin… todos murieron jóvenes. Jimi Hendrix era bueno, pero no lo suficiente por culpa de las drogas. Trabajar en algo artístico es una actividad insana que el creador debe compensar con una vida equilibrada y deportiva. Buscar historias en el interior de uno y contarlas es muy peligroso, y correr cada día me advierte del peligro.

 

Pero ¿por qué es tan peligroso?

 

Cuando desarrollas una historia, te enfrentas a un veneno que anida en tu interior. Sin ese veneno, tu historia será aburrida, insípida como un pescado hervido. Es como
el fugu, ese pez globo cuyo veneno resulta letal, pero que si se ha limpiado bien es un plato sabrosísimo. Mis historias están localizadas en la parte más peligrosa de la conciencia; siento el veneno en mi mente y ofrezco de él una buena dosis al lector, porque tanto él como yo tenemos unos organismos fuertes.

 

La identidad sexual, y la personal, en definitiva, ¿es otro de los temas de sus libros?

 

¿Sabe?, es curioso, pero no hay una palabra equivalente a identidad en japonés. No existe. Es imposible hablar de eso.

 

¿Nos perdemos mucho de usted en las traducciones que nos llegan del japonés?

 

Ustedes conocen a autores como Mishima o Kawabata, autores que aprovechan toda la belleza del idioma japonés, que lo utilizan en todo su esplendor, de una manera maravillosamente ambigua. Ellos sí son dificilísimos de traducir. Pero, en cambio, yo utilizo el idioma como una mera herramienta; sólo quiero contar mis historias. En ese sentido, es menos difícil traducir mis obras. Mi lenguaje no es ambiguo. Mis historias sí lo son mucho, pero no mis palabras. Lo importante es el flujo de la historia. No es correcto adornar las frases con elementos superfluos e impedir que la historia fluya con naturalidad. Me gustan las descripciones simples, claras y precisas. Como la ropa que visto, clara y natural, sin adornos.

 

Pero sus personajes sí visten de marca.

 

Algunos. No puedes evitar, si describes la realidad, decir que comen Dunkin’ Donuts y que visten de Armani y de Comme des Garçons. Yo también compro ropa en Comme des Garçons.

 

Sus libros, repletos de referencias occidentales, son tildados a veces de poco japoneses. ¿Por qué?

 

Sinceramente, no sé lo que significa ser realmente japonés. Quizás por haber sido durante toda mi vida y en todo momento un japonés, me gustara o no, no poseo una noción exacta de lo que es japonés y de lo que no lo es. En otras palabras, soy demasiado japonés para estimar desde fuera cuán japonés soy. Pero si usted espera de mí ese tipo de historia en la cual los personajes comen sushi o tofu todos los días y van a ver teatro kabuki vistiendo kimonos y se hacen reverencias entre ellos todo el tiempo, es mejor que lea los libros de los viejos maestros, como Kawabata o Tanizaki. No estoy interesado en ese tipo de cosas. Es más, creo que a la mayoría de los lectores japoneses contemporáneos tampoco le interesa leer esa clase de relatos.

 

¿Qué es lo que les interesa, pues?

 

Supongo que —especialmente los jóvenes— buscan libros que les muestren una visión más clara del mundo en el que están viviendo en estos momentos. Me parece que estamos viviendo en un mundo de caos absoluto. A veces es muy difícil para cualquiera de nosotros decidir cuál es el correcto camino que seguir y cuál el equivocado. Hay tantos caminos y tan pocos principios… En ocasiones, incluso no sabemos ni siquiera qué camino es el de delante y cuál el de atrás, qué lado es la derecha y cuál la izquierda, qué emoción es real y cuál de ellas es fingida. Por supuesto, no tengo la respuesta correcta a todo eso. Pero, como escritor profesional de ficción, he estado intentando representar la situación de una manera fácilmente aceptable, tangible, a través de una narrativa viva y cautivadora. Como hizo Franz Kafka hace más de 100 años.

 

¿Qué tema social o político le preocupa en estos momentos pandémicos?

 

Considero importante oponerse a movimientos y propuestas que, con la ley en la mano, reducen y limitan la libertad individual en aras de un supuesto beneficio
social. No me parece aceptable ni en mi país ni en otros. Como señaló Martin Luther King: “No olvidemos que todo lo que Hitler hizo era legal”.

 

FOTO: Luego de vivir casi una década fuera de Japón, Murakami regresó en 1995. Como parte de este reencuentro con su país, entrevistó a supervivientes del atentado en el metro de Tokio de ese año para sus libros Subterráneo y El lugar prometido/ Archivo EL UNIVERSAL

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