Puga y Acal (1860–1930)
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Manuel Puga y Acal, el crítico literario más influyente del modernismo, carece aún de una reunión de su obra completa. Influencia, la suya, vacilante. Causó escándalo con Los poetas mexicanos contemporáneos (1888, reeditado en 1999 por la UNAM), impreso por Ireneo Paz, donde exaltaba a Manuel Gutiérrez Nájera y sobre todo a Salvador Díaz Mirón para terminar su libro –que tuvo réplicas y contrarréplicas en verso y en prosa– derrumbando la estatua de Juan de Dios Peza, socio y sosías de Vicente Riva Palacio en Los ceros de 1882. Aunque luego reculó con amabilidad, Peza y su público, sobre todo su público, se indignaron ante la osadía de Puga y Acal contra el poetastro. Dice quien firmaba Brummel en su nativa Guadalajara, a cuya política estatal se mantuvo siempre ligado, que Peza –lírico, sentimental o patriótico–, sólo sabe “bordar en el vacío”. La respuesta de Peza, “el poeta del hogar”, fue llamar a los críticos “imbéciles, reptiles ponzoñosos, ladrones de gloria”, según se lee en El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México [1901–1910] (FCE, 2010), de Pável Granados.
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Destruir la reputación de Peza y ensalzar la de los Díaz Mirón y de los Gutiérrez Nájera no hizo de Puga y Acal un buen crítico. Era un positivista educado para ingeniero en París donde dijo haber conocido a Verlaine y a Rimbaud; mediante el diálogo polémico, le fue conferida toda la autoridad crítica por los poetas exaltados. Se lo tomaron en serio, haciendo objecciones y reparos. Su método, aunque novedoso en México, era elemental. Tomaba un poema de cada poeta (“Tristissima nox”, de Gutiérrez Nájera, “Oda a Byron”, de Díaz Mirón y un par de horrores pezianos). Lo “deconstruia”, digamos, pidiéndole sentido común a las metáforas y explicaciones a los poetas, que como he dicho, se las dieron.
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Díaz Mirón ocultó con dificultad su impaciencia y le respondió al crítico que “el horror a la difusión y el deseo de ser lacónico me arrojan frecuentemente a extremos tales, que me asemejo a la esfinge que en el camino de Tebas proponía enigmas a los viajeros beocios”. Más amable y demostrando saber más literatura que Puga y Acal, el Duque Job, a quien su crítico alababa llamándolo “parisiense de México” –fue, en verdad, un parisino sin París como el propio Duque lo sabía– trató de defender al pobre de Peza instándolo a ese “personalismo” que se le reprochaba. También le explicó al ingenuo Puga y Acal que algunas de sus metáforas estaban enrevesadas a propósito para no herir la susceptibilidad de las damas con imágenes eróticas. Finalmente, Gutiérrez Nájera aprovechó la crítica de Brummel para hacer profesión de fe parnasiana, brindar por Banville y Leconte de Liste contra el “burbujeo de pantanos” de los decadentes.
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Molesta que confunda Puga y Acal, por aquello de que “el yo es odioso”, a Pascal con Montaigne y también causa pudor su autoproclamación, ¡en 1888!, como discípulo de Boileau, cuando pudo serlo, en afán didáctico, formalista o cientificista, de Renan o Taine.
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Después de ello, este periodista que retratado por Genaro Fernández McGregor en Carátulas (1935) “nunca fue un hombre inquieto; los hombres como él nacen en equilibrio estable”, se dedicó a los estudios históricos, predicó a favor de los aliados en 1916 y a principios de la siguiente década fue uno de los primeros intelectuales mexicanos, junto a ese joven filósofo que admiraba (Antonio Caso), en denunciar los crímenes del bolchevismo contra los intelectuales rusos, pese al entusiasmo delirante causado por la Revolución de 1917 entre los bien pensantes. Hojeando apenas sus colaboraciones en Excelsior durante sus últimos años, encontramos que Puga y Acal, como charlista histórico, defendió la rehabilitación de Iturbide pero se opuso al antisemitismo en boga. Murió en la Ciudad de México el 13 de septiembre de 1930.
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Previsiblemente, Puga y Acal, de fama faunesca durante su juventud y amargado por la otra Revolución, la mexicana, volvió en la vejez al catolicismo, según cuenta su buen amigo Victoriano Salado Álvarez, el azote de los modernistas. Pues bien, post facto, en su prólogo a Lirismos de antaño (1923), colección de sus poesías y paráfrasis (hay una de “La giganta”, de Baudelaire), Puga y Acal, ya viejo y leído, ajustó cuentas con el modernismo, el decadentismo y hasta con la vanguardia, en un prólogo notable más por su veracidad que por su arrepentimiento, otra de las piezas claves en la historia de nuestra crítica.
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En el largo prólogo a Lirismos de antaño, mal libro de poemas que al menos en dos versos deja ver la impotencia del crítico ante el creador (“Mas si aun soy joven, ya no soy bardo”), Puga y Acal ya se alejó de esa Retórica con mayúsculas, toga y birrete, que, obsolescente, aun defendía en 1888. Su alegato comienza con un tema propio de la “filosofía de lo mexicano” (todavía no se llamaba así), en el fin de siglo, aquello de que la nuestra era literatura de crecimiento monstruoso pues “nos” había sido impuesta una lengua extraña en 1521. Demuestra después haber entendido mejor qué cosa fue el romanticismo (en 1888 lo condenaba en nombre de Macaulay) aunque diga que tuvo pobre impacto en México.
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“La revolución de Ayutla, por fortuna, vino a hacer en México lo que en Europa habían hecho las revoluciones de 1830 y 1848: a libertar el pensamiento” pero no fue sino hasta el fusilamiento de Maximiliano cuando renacieron nuestras letras, dice Puga y Acal, siguiendo el guión de Altamirano. Saluda el positivismo de su generación, aunque ya no lo comparta del todo y destaca en Justo Sierra, “colocado entre dos generaciones”, la de los liberales triunfadores que se iban y la de los modernistas en llegando, a la figura central cuya “inmensa autoridad” hizo del Porfiriato una época de bonanza intelectual.
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Saluda a quienes se sometieron a la influencia simbolista –señaladamente Tablada, Balbino Dávalos, Francisco M. de Olaguíbel y Amado Nervo– aunque disculpa las reservas de Gutiérrez Nájera (“quien sólo veía en Verlaine y Mallarmé parnasianos, si no renegados, cuando menos extraviados”) y de Peza. En 1923, Puga y Acal ya está en condiciones de hablar de Rimbaud, de Mallarmé, de Valéry y hasta de Apollinaire con un conocimiento, si se quiere, superficial aunque con nadie compartía en México.
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Se siente obligado don Manuel a lamentar, recordando las gloriosas reputaciones de los Rimbaud, los Regnier y los Moréas, los disparates de la época, “la extravagancia, rayana en locura” de la vanguardia (conocía al cubismo y al dadaísmo y lo aterró un verso de Tzara: “L’eau du diable pleure sur ma raison”), a la cual considera heredera desenfrenada del simbolismo.
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Puga y Acal debió ser el crítico profesional llamado a unir, entre nosotros, al XIX con el XX, pero por pereza no lo fue. Termina su prólogo a Lirismos de antaño reconociendo a Ramón López Velarde, ese “malogrado e indiscutible poeta” aunque a “cuya memoria sólo se rinde culto en una capillita de sectarios”. Se despide Manuel Puga y Acal rechazando a José Juan Tablada, su némesis, quien a diferencia de él, entendió del todo, ya se sabe, tanto el modernismo como la vanguardia.
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FOTO: A lo largo de su obra como crítico, el autor tapatío polemizó con poetas como Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón y Juan de Dios Peza./Especial
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