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En el amargo trance de la cuarentena por la pandemia se vive desde el encierro la muerte de amigos queridos y la transformación de nuestra vida

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POR GUILLERMO ARREOLA

Y la veo sentada en el suelo contraer el cuerpo al toser y luego vomitar un líquido pardusco. Intento aproximarme a ella y ella me indica distancia alargando un brazo. Minutos después se acerca, arrastrándose, hasta una pared y ahí recarga la espalda. Sigue tosiendo. La tos la dobla por el vientre, la golpea, la aplasta. Salgo de la habitación para ir por un vaso de agua, regreso y le ofrezco el líquido, me dice que no con un movimiento de la cabeza; el cuerpo trémulo de tanto toser, y entre tosido y tosido se deja caer por completo en el suelo, enseguida repta y yace, repta y yace, y de vez en vez levanta la vista y me mira con desolación y quizá con vergüenza. Y yo pienso un pensamiento aciago y ominosos pájaros devoran su pecho.

 

 

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Mira, esos dos indigentes, traen sus tapabocas y las manos forradas con papel periódico, y ya dijeron que ellos sí se quedan en su casa de siempre: la calle.
Se quedan en casa, su ruleta rusa de todos los días.
Un campo minado en versión particular.
La noción de una casa. La noción de una vida. La noción de un hogar fundado a la intemperie.

 

 

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Que su salud ha sufrido un gran deterioro. Que está delicado. Que lo acaban de intubar. Que no saben cuál es su estatus de comorbilidad. Que tenía una tos daguera. Que no hizo caso de las medidas de prevención. Que pasa de los sesenta. Que era un fumador empedernido. Que siguió al pie de la letra todas las recomendaciones sanitarias. Que aún respira por sí mismo. Que pudo haber contagiado a otros. Que no tuvo tos y sí una fiebre constante. Que siempre fue muy sano. Que ni siquiera fumaba. Que tomó la precaución de no convivir con nadie desde que dio inicio la cuarentena. Que no llega ni a los cincuenta. Que qué pena. Que la va a librar. Que como no le hicieron la prueba todo se complicó. Que en un principio no presentó síntoma alguno. Que su vida pende de un respirador.

 

Que en determinado momento todos, todos podríamos arrastrarnos por esta vida. Que morimos.

 

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Complete los espacios vacíos con el nombre de los declarantes:
¿Qué le diría a los estadounidenses que están asustados por el coronavirus? Les diría que eres muy mal reportero y que la pregunta que acabas de hacer es pobre. Millones de estadounidenses están buscando respuestas al coronavirus y tú vienes con noticias sensacionalistas. _________
//La gente pronto verá que fueron engañados por estos gobernadores y por gran parte de los medios de comunicación cuando se trata de coronavirus. El coronavirus es apenas una gripita o resfriado. Va a morir gente, lo siento, pero no podemos parar una fábrica porque hay accidentes de tránsito. _________
//Si pueden hacerlo y tienen posibilidad económica pues sigan llevando a la familia a comer a los restaurantes. _________
//El coronavirus es obra de Dios para castigar a los países que nos han impuesto sanciones. _________
//Estuve en un hospital la otra noche donde creo que había pacientes con coronavirus y les estreché la mano a todos. _________
//No hay virus por aquí. No se les ha visto volar ¿o sí? _________

 

 

Ahora, adjetive este pensamiento:

Lo tenemos controlado. Es una persona que viene de China. No va a pasar nada// Lávense las manos el tiempo que dura cantar dos veces el Cumpleaños feliz// Hay que estudiar al brasileño. No se contagia de nada//Detente enemigo, que el corazón de Jesús está conmigo//No lo entiendo. No hay virus aquí. ¿Lo ves volando por aquí? Yo tampoco lo veo.

 

 

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Dice que tuvo que comprar unos trajes especiales para cuando tuvieran fallecidos por COVID-19. Dice que cada traje cuesta 400 pesos y que cuando termine el servicio lo tiene que tirar. Dice que ya se midió uno y que se mira tan guapo que hasta parece astronauta. Tú vas a ser el único intermediario entre el fallecido y el destino final de su cuerpo; eres el punto neutral, dice que le dijeron; representas la soledad del muerto en grado cero. Eres el que trasladará y ayudará a sepultar los cuerpos. Cuando tengas que transportar una de esas bolsas, perfectamente sellada, no pienses en que ahí hay un cuerpo, piensa en otra cosa, acuérdate que un cuerpo está hecho de partículas y átomos y que todo eso no es más que puro vacío.

 

Habrá constancia fotográfica. Tú y dos o tres de tus compañeros deslizando los cuerpos en bolsas, depositándolos en cajas, o en fosas comunes. Sus trajes, como de astronautas, blanqueando en un atardecer lóbrego y con el cielo greco martilleando de oscuro.

 

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Llegaron a sanitizar el lugar de mi trabajo. Desinfectaron los sitios donde estuvo la persona que dio positivo, los objetos que pudo haber tocado: computadoras, mesas, sillas, tazas, botellas de agua; entraron a los baños y los dejaron hechos un paisaje de neblinas. Lo malo es que al resto de los trabajadores no nos informan nada para que tomemos medidas más estrictas cuando lleguemos a nuestras casas. Nos dijeron que no pasaba nada. Que la persona que salió positivo solo estaba un poco indispuesta.

 

 

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Lo que tienes que hacer es diversificar tu patrimonio. Compra dólares; no muchos, solo unos cuantos, como pensando en que podrías necesitarlos para escapar, aunque no tengas a adónde. Luego hazte de unos centenarios. Vas al Banco de México o una casa de cambio en el aeropuerto. Les dices: “quiero cinco centenarios”. Los compras, te vas a tu casa y los escondes en el lugar más recóndito. Tienes que establecer el umbral de aceptación de lo que ya se vislumbra. La pandemia se va a propagar a la misma velocidad, si no es que mayor, de la realidad virtual. El coronavirus es el método con que se establecerá un nuevo orden mundial. Piensa en que no te contagiarás, piensa en que te contagiarás; tienes que admitir el umbral de incertidumbre. Sea lo uno o lo otro toma tus precauciones económicas frente a un orden mundial que ya va de salida y le está abriendo la puerta a otro, nuevo, complicado, pero también con sobrantes de esperanza.

 

 

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Me levanté un momento de mi asiento para estirar el cuerpo. Me acerqué hasta la ventana de vidrio y me puse a mirar a la calle. Del otro lado del vidrio volaba una mosca y me le quedé viendo. En menos de tres minutos, llegó a mi lado un guardia, que mandó mi supervisor, y me ofreció gel antibacterial y me tomó la temperatura con uno de esos termómetros de pistola.
Pensé: ¿cómo se le tomará la temperatura al tiempo que vivimos? No se me ocurrió otra respuesta más que la palabra muerte.

 

 

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El 3 de abril me manda mi amigo de Tijuana Hebert Axel González un mensaje de saludo por whatsapp. Respondo que estoy bien. “¿Y tú?”, pregunto. Me contesta: “Estuve muy asustado”. Y agrega: “¿Y si mejor te marco y hablamos y así me acompañas a lavar los platos?”. Cinco minutos después suena mi teléfono. Insiste en preguntarme sobre mi estado de salud. Bromeo y digo que estuve mal pero se me quitó con una pastilla Halls. Entonces él me cuenta que estuvo muy asustado porque le dio tos; pero que consultó a un médico y éste le dijo que puesto que la tos no era una tos seca y además estaba expulsando flemas descartaba la posibilidad de contagio por COVID-19 pues tener flemas, le dijo, no era síntoma de la enfermedad. En los dos días posteriores por whatsapp intercambiamos saludos, memes, una cumbia alusiva al virus. El 11 de abril me habla una amiga para decirme que se ha enterado que mi amigo está hospitalizado en un nosocomio de Tijuana. Intento localizar a algún familiar de Hebert Axel y no lo consigo. Por la noche de ese día hablo con otra amiga de allá y ella amablemente me ofrece intentar informarse. Al día siguiente, me escribe mi amiga de Tijuana: “he podido averiguar que se encuentra delicado pero respira por sí mismo”. Avanza el tiempo sin poder poner tregua al peso de lo real. El 14 de abril por la noche, recibo un nuevo mensaje: “Me acaban de avisar que tuvo un deterioro general. Está entubado”.

 

 

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El señor que vende herrajes en un local del primer piso del edificio donde trabajo se quedó, como la mayoría de quienes se dedican al comercio, sin a quién poder venderle sus productos. A pesar de la disposición gubernamental para que todos los comercios se cerraran, él continuó ofreciendo sus accesorios. Colocó un equipal afuera de la puerta de entrada al edificio. “Vendo herrajes”, decía en voz baja a la ya poca gente que transitaba por la calle, e intentaba repartirles un volantito. Día tras día yo lo veía meter el equipal y entrar a su local tras seis u ocho horas de permanecer sentado afuera en la calle. “Nada”, me decía al pasar cerca de mí. Finalmente, un día lo vi salir sin su equipal. “¿Hoy no va a vender?”, le pregunté. Empezó a toser, una tos seca, polvorienta, después de que me respondió: “ya no”. Lo vi caminar y alejarse por el pasillo que conduce a la calle. Ya no ha vuelto. Hace dos días vinieron a buscarlo de una funeraria. Les hice saber que no estaba y ya había cerrado su comercio. Me preguntaron si sabía en dónde se le podía localizar. Respondí que no. Pregunté para qué lo buscaban. Me dijeron que para hacerle un encargo de cierres. “¿Cierres”, pregunté. “Sí, cierres para colocar en bolsas”, me respondieron, “bolsas para meter cuerpos”.

 

Trato de recordar las veces que pasaba cerca mí llevando su equipal para instalarse afuera en la calle. Siempre me decía: “A darle”. Yo le decía: “¿por qué mejor no se va a su casa?”. Me respondía: “¿Y qué hago? Esto es mi vida. Hierro, cobre y níquel”.

 

“Hierro, cobre y níquel”, recuerdo que me decía. Lo recuerdo mientras intento calcular qué distancia había entre él y yo en aquellos días. Soy el guardia de este edificio y para acabarla de amolar soy diabético.

 

 

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Con gran disposición empecé la cuarentena. Creí que no me sería difícil entrar en reclusión, pues soy dada a la soledad y en cierta medida al aislamiento. No pasó mucho tiempo para entender que no es lo mismo soledad por elección que soledad impuesta. A los pocos días dejé de tener apetito y empecé a experimentar una especie de desorientación en el interior de mi propia casa. En una ocasión, me desperté en la madrugada para ir al baño y terminé en la cocina. Mi vista tarda en aceptar que ahora piso y techo son las únicas posibilidades de conectar mi cuerpo con tierra y cielo. Antes de llamarte, estaba en la sala y claramente pude ver que las paredes comenzaban a moverse como si fueran a juntarse.

 

Mi casa tiene dos habitaciones, una cocina, una sala y un baño. En estos días de encierro se ha modificado mi percepción sobre su tamaño. A veces pareciera tener la dimensión de un castillo; otras, la de una celda. Sea como sea, de lo único que tengo certeza es de que se me ha convertido en un laberinto.

 

 

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La primera vez que vi a mi amigo Hebert Axel en el escenario fue en una adaptación del romance de Federico García Lorca Thamar y Amnón. Interpretaba a Amnón, por supuesto; aunque tiempo después me confió que en realidad le hubiera gustado interpretar a Thamar. ¿Por qué?, le pregunté. Porque la doncella Thamar sueña con pájaros en su garganta y canta desnuda en una terraza.

 

 

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Los cubrebocas, lavados con cloro, cuelgan ya en el tendedero. La madre llama a todos a desayunar. Los niños y el abuelo se sientan a la mesa; en el centro, un tarro de antibacterial. El abuelo se queda mirando fijamente las burbujas cristalinas que se han formado en el gel. De pronto dice: “Hablando en plata, hay que dejar que la pandemia haga su chamba, que regenere al mundo sin caos económicos, ya sé que muchos seríamos los que moriríamos, millones y millones, obesos, cardíacos o diabéticos, pero sobre todo viejos. Imagínense: después de la limpia ¡un mundo nuevo y selecto! Las fábricas se llenarían solo con jóvenes rebosantes de salud. Este planeta nos está diciendo: basta, ya son muchos, cabrones. ¿Por qué no hacen caso de lo que la naturaleza ha decidido? Hablando en plata…”, repitió el abuelo.

 

 

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Nos tocó el alto en la calle Artículo 123 con Humboldt. En una de las esquinas estaban, sentados algunos, otros de pie, pero amontonados, niños, adolescentes y adultos: en el suelo un hombre sin piernas se arrastraba; tenía el rostro descarapelado y sanguinolento, como si se lo hubiera restregado contra el asfalto; se arrastraba y gemía; se arrastraba como si al mismo tiempo intentara hacer un crol. Cerca de él un perrito pirueteaba y movía la cola. Hubo un momento en que el hombre abrió la boca lo más que pudo, como si hubiera pegado un alarido sin sonoridad, parecía agonizar; la boca: una cueva, un hoyo, El grito.

 

Los transeúntes, con cubrebocas la mayoría, iban y venían, iban y venían sin bajar la vista. El semáforo cambió a verde, pisaste el acelerador. Junto a nuestro carro pasó una patrulla con altavoz: “Estamos en alerta sanitaria, por lo que se invita a la ciudadanía a retirarse de las calles y mantenerse dentro de sus domicilios para evitar contagios”.

 

Ya en casa, me estaba quitando el cubrebocas y los guantes cuando recordé el rostro sanguinolento. Recordé la pintura El grito. “Es viernes santo”, pensé, “hasta el mismo Jesucristo pudo haber bajado hoy de la cruz y pudo haber andado por las calles, y nosotros sin darnos cuenta por atender la emergencia sanitaria”. Rostro sanguinolento, a rastras, el grito, su grito, la sana distancia entre el mundo y Dios.

 

 

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Que alguna vez el agua se convirtió en sangre. Que también hubo una plaga de langostas y un cielo de un color negro en movimiento. Que en otra ocasión, campos y ciudades se cubrieron de ranas e insectos. Que en un tiempo el fuego y el granizo sirvieron de escenario a la pestilencia.

 

Que en determinado momento se oyó la voz de lo invisible: “haré que la peste se te quede pegada hasta que te haya exterminado de sobre el suelo al cual vas para tomar posesión de él. Te heriré con tisis y fiebre ardiente, de inflamación y calor febril”.

 

Que ahora solo alumbra y quema la luz de lo invisible. Que el miedo crece al acortarse las distancias. Que mueres.

 

 

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Doce mil metros de cierre textil. Doce mil metros de cierre para hacer bolsas. ¿Para cuántos cuerpos alcanzarán doce mil metros de cierre?, ¿cuántas bolsas se manufacturarán con doce mil metros de cierre? Doce mil metros de cierre para sellar sus cuerpos vueltos campos de batallas perdidas.

 

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Ya conseguí mascarillas N95 en el mercado negro. ¿Quieres que te envíe un par? Ya me compré de contrabando estos insumos. Ya no es necesario seguir utilizando toallas sanitarias femeninas para cubrirme la boca; ya no tengo que andar haciendo mascarillas con calcetines y poniéndome paliacates. Ya solo me falta darle un marco teórico a la malignidad del virus.

 

 

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El 17 de abril me llega un mensaje sobre el estado de salud de mi amigo: “Al parecer, Hebert está reaccionando favorablemente al tratamiento”. El sábado 18 recibo otro: “Me he enterado que tu amigo no está reaccionando a los medicamentos”. El domingo 19, un mensaje por whatsapp de parte de una hermana mía: “Me acabo de enterar. Lo lamento muchísimo”. Ocurrió, pensé, ya ocurrió, se ha marchado. Aparté la vista del celular. Se partió en dos el día. “Falleció”, dije al amigo que conducía el auto y a la amiga que nos acompañaba en el asiento trasero. Ninguno de los dos dijo nada. Miré a través de la ventanilla mientras avanzábamos hacia la montaña, hacia el pueblo en la montaña, Real del Monte, ahora monte calvario de la memoria, cielo greco martilleando azul oscuro. Todo estalla en un respiro: el primer acto, Thamar y Amnón, Tijuana, México, y esa cosa llamada amistad. El mundo completo recién coronado por un virus, un umbral del morir. La peste, de Camus y La muerte en Venecia, de Mann. El ángel exterminador, de Buñuel. Un río de féretros en Bérgamo, hospitales saturados en Madrid, fosas comunes en la isla Hart de Nueva York. El arcángel Gabriel y pájaros en la garganta.

 

Él salió de casa un día para no volver.

 

Tose, se dobla, yergue el cuerpo, se deja caer, se incorpora, y la vida cae, cae, cae y el aliento se arrastra y repta, repta y asciende, y tú desapareces y vuelas ya hacia el infinito.

 

 

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¿Te acuerdas de la pandemia del año 2020?, ¿de aquel confinamiento durante el cual se instauró también la distancia física como un mecanismo contra la propagación de los contagios? Pasábamos las horas queriéndonos en solitario, buscando formas de cómo embonar nuestros impulsos de movimiento a una diagramación sanitaria imaginaria dentro de nuestra casa; pues, claro, había días en que teníamos que salir a proveernos de víveres, y existía la posibilidad de que el virus se hubiera pegado a una de nuestras prendas, a la suela de los zapatos, a nuestro cabello. Y empezaba la imaginación a diagramar los posibles lugares a donde el virus pudiera haberse desplazado desde nosotros cuando entramos en la casa, no obstante despojarnos a la entrada de ropa, zapatos, cubrebocas, guantes. “El virus pudo en un instante haber invadido ya tres metros del interior de la casa”, decías. Y empezaba la loca especulación de en qué tramo espacial andaría.
Cómo agotábamos el pensamiento buscando formas de quemar el tiempo de sobra con que nos dotaba el encierro. Nos entregamos a la comunicación virtual con amigos como una benéfica adicción diaria. Ejercíamos nuestro sentido de competencia para ver quién inventaba un nuevo platillo. Fue la época en que con la reclusión descubrimos todos los abrazos rotos que nos habían acompañado en el tiempo previo. ¿Ocurrió cuando una mañana a ti se te desmoronó el omelette al momento de distribuirlo en nuestros platos, o fue cuando a mí se me olvidó lavar de inmediato la blusa que traía puesta cuando regresé de la calle?

 

¿Te acuerdas? Quizá todo colapsó cuando se nos perdió la mitad de un pollo adentro del refrigerador y nos dedicamos a recriminarnos mutuamente nuestro descuido durante horas, y desde entonces nos olvidamos de la comunicación virtual diaria con los amigos.

 

Los abrazos rotos, los previos y los que la pandemia nos dejó, a los que ni tú ni yo, ahora lo lamento, tuvimos la precaución de tomarles una foto.

 

 

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¿Que qué voy a hacer cuando salgamos de esto? Iré hacia mí.

 

FOTO: Pulmonar 1. Obra de Guillermo Arreola./Cortesía del autor

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