Yo fui secretario de Quino

Oct 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 8416 Views • No hay comentarios en Yo fui secretario de Quino

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A lo largo de siete años, el autor de estas líneas auxilió durante su residencia en París a Quino, el famoso cartonista creador de Mafalda, quien pagó su ayuda con crepas, sidra e invaluables anécdotas sobre su vida como celebridad, su relación con los niños, sus ideas sobre la vida, la muerte y ¡Los Beatles!

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POR MARTÍN SOLARES

En un lapso muy breve de mi vida, apenas siete años y medio, tuve el honor de ser el secretario de Quino en París. Su secretario discontinuo y ocasional, se entiende. Me pagaba con crepas y sidra. Hubo temporadas en que coincidí con él hasta dos tardes por semana cuando yo estudiaba allá. Cada vez que se le descomponía el internet, o que tenían problemas para conectarse, Quino o Alicia preguntaban si podían ir al estudio en el que vivía a fin de enviar dos o tres emails urgentes. Era la época en que los Quino vivían un par de meses al año en Buenos Aires, luego en España, después en Italia y finalmente en París, porque en esos países tenían mayor cantidad de lectores, lo cual les aseguraba regalías que les permitían vivir con tranquilidad; fue el momento, además, en que ambos tomaron valor para abandonar por fin el fax y mudarse al correo electrónico, cuando Alicia cargaba una laptop tan pequeña que parecía un estuche de maquillaje y con frecuencia la extraviaba en su bolso. Desde que vi a Quino teclear con dos dedos mientras Alicia le dictaba propuse que mejor me dictaran a mí. Quino vivía a pocos minutos a pie en línea recta de mi casa, o en términos parisinos, a una estación de metro. Una de las definiciones de la felicidad, sin duda consiste en vivir a cinco minutos a pie de Alicia Liria Colombo y Joaquín Salvador Lavado.

 

Yo había trabajado en la sucursal mexicana de Tusquets, bajo la dirección de Isabel Lasa en lo financiero y Aurelio Major en lo literario, casa editorial que publicó las obras completas de Quino en México a partir de 1997. Cada noche, al salir, debíamos asegurarnos de que el fax de la editorial tuviera papel, pues era el medio habitual de comunicación de nuestro autor argentino predilecto. En uno de esos faxes Alicia anunció que vendrían a México a promover su nuevo libro. Solicitaron una cosa específica: que en los pocos días que estarían en el país, la gira incluyera un restaurant que sirviera un buen huitlacoche.

 

Si hubiera llegado uno de los Beatles no habría causado la misma conmoción. Autores que nunca iban aparecieron en la editorial esa mañana para saludar a Quino, e incluso los parientes de la secretaria y del chofer del edificio contiguo se asomaron con un libro de Mafalda en las manos, como por casualidad. Todos los que trabajamos ahí, del mensajero a la directora general, observamos en silencio el cabello negro e hirsuto de Alicia el día que llegó. Eso, y sus opiniones firmes, provocaron que todo el mundo repitiera el mismo comentario en voz baja: por más esfuerzos que hacía por peinarse en tal o cual dirección, Alicia tenía el mismo corte de cabello que el personaje más famoso de la literatura argentina, e idéntica afición a estallar por las causas justas con las palabras correctas. “El señor se casó con Mafalda”, concluyó, luego de oírla, el mensajero.

 

Quino eligió hospedarse en casa de unos amigos suyos en la colonia Florida. Le preparamos una gira no tan intensa, de apenas 45 entrevistas diarias, cuando la demanda era muy superior, y dos firmas multitudinarias de sus libros, una de ellas en la Cineteca de Monterrey. En cuanto se supo que Quino estaba en México el distribuidor de nuestros libros corrió a vernos, muy pálido: uno de los empresarios más ricos del país, que vendía el treinta por ciento de los libros de la editorial en sus almacenes, solicitó conocer al dibujante al día siguiente, justo cuando este por fin iba a desayunar el ansiado huitlacoche con sus amigos. Cuando le expuse el cambio de planes, Quino se negó rotundamente: “¿Por qué voy a cambiar el huitlacoche por un millonario? En cada país aparece un político o alguien que pide que cambie mis planes para tomarse una foto conmigo y tengo que cancelar algo. ¿Por qué voy a dejar de ver a mis amigos, con el poco tiempo de que dispongo, a cambio de conocer a una celebridad?” Porque el distribuidor, que ya veía cómo se evaporaban su empresa y su empleo, le suplicó en todos los tonos que fuera a visitar al empresario, Quino aceptó una decisión salomónica: primero el desayuno y después el millonario.

 

Tan pronto pusimos un pie en las oficinas recibimos una sorpresa: no era el famoso comerciante quien deseaba conocer a Quino, sino su hijo, un joven de unos 35 años, que apretaba las obras completas de Mafalda en sus manos. Porque no podía contener el entusiasmo de ver al dibujante en su oficina, le preguntó por qué no había hecho jamás figuras de Mafalda y sus amigos: “Trabajo de cerca con las compañías americanas” y mencionó a la más grande, “voy a llamarles para que le hagan un proyecto”. Le costó trabajo a Quino explicarle que no le gustaba la idea de ver por ahí figuras en tres dimensiones de sus personajes; si existieran tendría que dedicarse a controlar los materiales, y a verificar que no hubiera riesgos para los niños: “Además yo estoy satisfecho de que mis personajes existan en los libros y me parece suficiente: muchas gracias, pero convertirlos en figuras de acción no me interesa”. “Pero usted podría ganar una cifra importante con ese negocio”. “Me lo han propuesto muchas veces y siempre he dicho que no”. El joven, que no comprendía la negativa del dibujante, insistió: “Entonces ¿por qué no hacer una película?”. “Ya hay una”, replicó Quino, “la hizo el cubano Juan Padrón y para mí es suficiente”. “¿Y un juego de video? Estoy asociado con los mejores”, y mencionó a la compañía de juegos de video más grande del mundo. Quino volvió a disuadirlo y él preguntó por qué no hacía juegos de mesa, tazas, plumas, cachuchas, pijamas, y otras variantes de los souvenirs, hasta que Quino confesó: “Porque si dejo de dibujar para hacer eso me convertiría en un Manolito”. Quino le dedicó su libro, luego otros para su familia y nos fuimos, luego de que Alicia insinuara que la próxima vez ellos no tenían nada en contra de atravesar la ciudad en uno de los helicópteros del empresario.

 

En París, el día que trabajé por primera vez como su secretario, Alicia sacó una decena de sobres de su bolso y me dictó una carta, dirigida a una de las universidades europeas más distinguidas: “Estimado rector, en relación a su propuesta de otorgarle a Quino el doctorado honoris causa por el conjunto de su obra, le agradecemos su cordial iniciativa, pero no podemos aceptarla porque esto nos impediría realizar otros planes personales. Muy agradecidos, y esperando tener la oportunidad de saludarlo en el futuro, le enviamos un cordial saludo”. La segunda carta era para otra prestigiosa universidad, ahora norteamericana: “Estimado rector, en relación con su propuesta de otorgarle a Quino el doctorado honoris causa, la respuesta es No, gracias”. La tercera era para una universidad canadiense y terminaba con el tercer “No, gracias” del día. Fue ahí cuando los detuve: habían rechazado tres doctorados en cinco minutos, ¿por qué no aceptarlos? Quino suspiró: “Sí, es un gesto muy lindo, pero a mi edad la única cosa que quiero es seguir dibujando: si voy a cualquiera de estos países perderé una semana entera entre el viaje, los eventos públicos y la prensa, y dejaría de dibujar ocho días; multiplica eso por todas las universidades y yo no podría dibujar durante meses, así que dejaría de hacer lo que más me gusta en el mundo, que es tener listo al menos un cartón a la semana”. Luego de enviar sendas negativas a otras dos universidades, Quino miró su reloj: “Están pasando la nueva de Wong Kar-Wai en un cine de Montparnasse. ¿No les gustarían unas crepas?” La relación de trabajo funcionó así cada vez que fallaba su servidor de internet, pero sólo esa vez vi tantas universidades ser rechazadas desde una misma computadora. El resto del tiempo Alicia enviaba mensajes crípticos a sus editores, luego de recibir nuevos ejemplares de los libros de Quino: Isabel, tu trabajo en la editorial es estupendo, merece besos y abrazos; Beatriz, tenemos ganas de verte otra vez en el Paseo de Gracia; Daniel y Kuki, Quino pide que se acuerden de aquellas vacaciones en Tahití.

 

En Francia, Alicia y Quino gozaban de un anonimato relativo, que les permitía pasearse a sus anchas por toda la ciudad: en cuanto Quino terminaba de trabajar visitaban museos, exposiciones, algún teatro y de vez en cuando, la ópera. Adoraban los restaurantes chinos y las papelerías. A veces solicitaban apoyo del secretario informal, cuando alguno de ellos se hallaba mal de salud y había silla de ruedas o bastón de por medio. Si visitaban librerías de cómics, Quino comentaba que uno de los grandes problemas entre los dibujantes a nivel internacional era cuánto se parecían sus estilos, acaso porque leían a los mismos autores, y cuán raro era encontrar que aportaran puntos de vista singulares o historias impredecibles. Me mostraba autores de los países más diversos, y señalaba lo mucho que se parecían los rasgos en los rostros, las dimensiones de los cuerpos y la técnica utilizada. Lejos de estas decepciones, un motivo de regocijo para él consistía en hablar de Rep en primer lugar, de Maitena, de Liniers, del increíble José Muñoz, de Jis y Trino, de Montt, entre unos cuantos más, y de sus grandes amigos: Fontanarrosa, Goscinny, Sempé y Charlie Schulz, de quienes tenía decenas de anécdotas.

 

Cuando Quino asistía como invitado de honor a las ferias del libro francesas, las filas de fans eran interminables, en su mayoría europeos, todos desbordantes de entusiasmo. De manera invariable aparecía medio centenar de italianos, que habían hecho el viaje desde alguna ciudad cercana sólo para conocer a su ídolo. Quino llevaba el saco repleto de marcadores de tinta negra, pues en cada sesión de firmas agotaba uno en promedio. Se esmeraba en ser cortés con todos, pero en especial con niñas y niños que llegaban con ojos como platos a conocer al artista y revisaban el stand de la editorial con la esperanza de ver a Mafalda aparecer de repente.

 

La visita más rara que recibió Quino en una de estas ferias fue la de una muy cortés madre de origen asiático, que escoltaba a su hija menor, con un libro abrazado frente al pecho. Esta le preguntó a Quino si le podría firmar la gran antología de Mafalda en un idioma oriental, pongamos chino. Quino se carcajeó: “Mafalda no está traducida al chino”. La niña abrió los brazos y le mostró a Quino un ejemplar de Mafalda, correctamente traducida a ese idioma. A Quino casi se le caen los anteojos. Tuvieron que retratar la portada y lo que pudieron identificar como la página legal para averiguar quién era el responsable de esa edición sin permiso. Necesitaron meses, y la intervención de un abogado italiano, que viajó expresamente a China para resolver el misterio de la Mafalda espontánea. Luego de interminables pesquisas, el representante consiguió entrevistarse con un empresario asiático, que imprimía los libros de Quino en Taiwán e introducía de modo misterioso los ejemplares de Mafalda al país más poblado del mundo, donde tenía muchos, muchísimos miles de lectores. El editor alegaba que hace años intentó comunicarse con Quino por todas las vías posibles, pero ante el silencio, optó por publicarlo. Por lo complicado del asunto, el abogado le sugirió a Quino que desistiera de demandar al editor, pues había enormes huecos legales en la zona en lo que se refería al mundo editorial, y en cambio aceptara la propuesta de aquel empresario de pagarle una cantidad simbólica mensual a cambio de que Quino lo aceptara como su editor oficial en la región. Meses después de verificar que no había salida posible al asunto, Quino aceptó, pero sólo en cuanto pudo asegurarse de que la traducción fuera fiel a las palabras e intenciones de Mafalda, que no la hubiesen tergiversado y que no usara palabras o conceptos ofensivos. Entre otras cosas, le preguntó al editor si tuvo que censurar algunas de las tiras, y el editor contestó muy sonriente: “Por supuesto. No quería ser perseguido por la justicia china”. Quino le preguntó si se trataba de aquel famoso cartón en que Mafalda y sus amigos se preguntan qué pasaría si todos los chinos del mundo diesen una patada en el mundo al mismo tiempo. “No, esa no”, sonrió el flamante editor, en su inglés incompleto: “esa no provocar problema con el gobierno chino. El problema ser peor, mucho más grande. Si yo no recortara esas tiras, usted sería acusado de terrorismo. El problema es Susanita”. Acto seguido, el editor le explicó que la más conservadora de las amigas de Mafalda, la que anhelaba tener muchos hijitos, contradecía la estricta política china sobre el control de natalidad, y de ser publicada en el país asiático el libro sería visto como una invitación a quebrar la ley y desobedecer al Estado, así que el editor suprimió las tiras subversivas. “Pero no te preocupes: a pesar del recorte, Mafalda ha tenido muchos lectores chinos a lo largo de los años”. “¿Cuántos, exactamente?”, preguntaba Alicia. “Muchos, muchos”, sonreía el editor.

 

Porque todas las personas que se le acercaban en México o América Latina querían plantearle las mismas, comprensibles preguntas sobre Mafalda, o pedirle un dibujo de gran complejidad, firmado y dedicado, nunca le pedí una dedicatoria para mí, ni le pregunté por el destino de la niña más popular del continente americano. Sólo una vez, porque Quino me invitó a escribir el prólogo para la edición mexicana de sus tiras de humor, sin mérito alguno de mi parte, le pedí que me permitiera hacerle una entrevista en regla, que transcurrió en su casa, donde me aclaró la mayoría de los mitos extraños que corrían sobre Mafalda y su obra posterior. Le conté que según ciertos periodistas latinoamericanos, en algunos foros circulaba una supuesta tira final de Mafalda, en la que un camión del gobierno, o de sopa, había atropellado a la niña. “¡Qué idea tan monstruosa! ¡Me parece espantoso!”, se quejó, “yo nunca mataría a Mafalda: dejé de dibujarla por respeto a mis lectores. Toda mi vida critiqué a los dibujantes que repetían el mismo chiste en todas sus tiras, y no iba a permitir que eso me sucediera a mí. Si tú lees los primeros dos cuadros de un cómic, y cubres con la mano el final, y puedes adivinarlo, es un mal cómic, pésimo. El día que cubrí la tira que estaba haciendo y pude predecir a dónde iban a llevarme los personajes, comprendí que debía terminar. Por eso dejé de dibujar a Mafalda: para no repetirme”. Mientras Alicia cocinaba los ñoquis de papa y espinaca que eran su especialidad, Quino habló de los cartones de humor que dibujaba cada semana desde entonces, y de la libertad que le daba inventar a un personaje distinto cada ocho días. Quien haya leído estos libros sabe que la visión que Quino ofrece ahí no será refutada jamás, al menos mientras el mundo siga dividido entre Potentes, prepotentes e impotentes, Hombres de bolsillo y Gente en su sitio, y mientras tantos respondan Sí, cariño, o A mí no me grite. Para conseguir ese estilo adictivo, con el sabor de un sueño profundo y divertido, Quino elegía y estudiaba a fondo a los personajes de sus cartones en proceso, desde un rollizo senador hasta una cafetera italiana. Antes de colocar la cámara en la posición definitiva estudiaba calles, vestidos, coches, personas, gestos, e incluso compraba revistas de moda para copiar los peinados. Luego se esmeraba en los personajes, sin olvidar a los de reparto, como hacían Fellini, Chaplin o Frank Cappra, el cual iba con los integrantes de la multitud y les inventaba una historia personal a cada uno, a fin de que no hubiera dos actores con la misma expresión. Quino, que descubrió su vocación a los tres años, afirmaba que nunca le gustó trabajar con modelos, salvo cuando fue estrictamente necesario, como la vez en que necesitó dibujar un cortador de carne o un detector de metales. Si sospechaba que una de sus ideas se le pudo haber ocurrido antes a otro colega, le llamaba directamente para preguntarle: “Oye, ¿tú has dibujado algo así y asá?”. Para regocijo de los lectores, muchas de las situaciones o de los recursos que él creía estar recordando, por parecerle tan naturales, en realidad los estaba descubriendo y eso explica que los cartones que publicó sobre el mundo moderno hace más de cincuenta años sigan provocando carcajadas a sus nuevos lectores.

 

Quien se inicie en la comprensión de las utopías y la condición humana a través de una niña inteligente que detesta la sopa sentirá la necesidad de proseguir su formación intelectual con los libros de humor de Quino. En cuanto uno lee el primero se aficiona a los casos de elefantes que toman las órdenes al pie de la letra, perros con Alzheimer, soldados cobardes que llaman a su mamá, palanquitas traicioneras en el rincón menos sospechado de un avión, millonarios que se enfrentan a sus ideales de juventud, empleados que sueñan con la playa mientras están en la oficina y otras personas que tienen ideas propias o las rentan.

 

Al final de nuestra entrevista le pregunté qué pensaba sobre la vida después de la muerte. Quino confesó que sin duda había algo más, que la vida no podía terminar de modo definitivo, y Alicia corrió a interrumpirlo: “¿Cómo dices eso, si toda la vida has militado como ateo?”. Ante los regaños de Alicia, Quino estuvo de acuerdo en que el ateísmo siempre fue su posición oficial, pero cuando Alicia se fue, se inclinó hacia mí: “Pero estoy seguro que debe haber algo más”. “¿Qué te hace creer eso?”, insistí. Quino relató en voz baja, mientras vigilaba que Alicia no escuchara, que había vivido situaciones curiosas para las que no hallaba una explicación razonable. Una vez, al día siguiente de que le practicaran un bypass, soñó que corría a toda velocidad: el aire le agitaba el cabello y se sentía joven de nuevo a medida que daba vuelta tras vuelta a un parque muy similar a los que visitó en La Habana. Entonces advirtió que un Fidel Castro melenudo y barbado, tal como se mostraba Fidel en los años sesenta, hacía jogging junto a él. Quino se detuvo de inmediato, llamó al líder y le reclamó en el tono más vigoroso que pudo los grandes errores que este había cometido en las últimas décadas. Al ver que Fidel, que de golpe parecía un niño y lloraba por la intensidad del regaño, Quino sintió que se había extralimitado, palmeó a Fidel en la espalda y concluyó con una recomendación firme: “Pero no lo vuelvas a hacer”. Según Quino, esa mañana se enteró que el dirigente cubano había fallecido la noche anterior.

 

Luego del dibujo, el cine de arte fue su segunda afición: él y Alicia estaban abonados a un par de salas en el barrio latino, donde se vivía una auténtica devoción por el cine. Allí vieron los films más recientes de Woody Allen, Costa-Gavras, Bille August, Wim Wenders, Tarantino, Jane Campion, Kiarostami y los hermanos Cohen, a la vez que siguieron con curiosidad a los cineastas premiados en los principales festivales del mundo.

 

Su tercera pasión en la vida era mantenerse en contacto con sus amistades. En cuanto alguien los visitaba él y Alicia lo bombardeaban con preguntas concretas sobre el arte y la política de cada país, como si el viajero hubiese hecho un diplomado intensivo en civilización y cultura. Bien informados a rabiar, nada les merecía una respuesta sencilla ni dos alternativas opuestas: demostraban que en cada bando hay canallas de distinto calibre y héroes discretos, que reciben los peores golpes; se reían de los ídolos que se hallaban en el pedestal del momento, y de las modas que no tardarían en pasar. Si intervenían en una discusión política, su conocimiento directo de presidentes, senadores, o fiscales de varios países abría una nueva manera de entender los asuntos que parecían zanjados y enterrados. En caso de que alguien quisiera saber qué opinaría Mafalda sobre Barack Obama, la detención de Pinochet o la crisis humanitaria en un país africano, bastaba con escuchar las opiniones de Alicia.

 

Cuando coincidimos por quinta o sexta vez en la misma ciudad alrededor de Nochebuena, los invité a cenar en mi departamento: huitlacoche y tequila. En cuanto entraron les mostré los tres volúmenes dobles de Anthology, la recopilación de grabaciones inéditas de los Beatles que circuló al filo del siglo XXI. Quino y Alicia la hicieron a un lado, como si les hubiera mostrado al mismísimo Lucifer: aunque no la habían escuchado estaban seguros de que sería una engañifa comercial, que no valdría la pena. Íbamos a la mitad de una botella de tequila cuando puse, por distracción, uno de los discos desdeñados. Quino alzó una mano, pidió silencio y preguntó qué era eso. Al oír a los Beatles riendo o bromeando en grabaciones poco conocidas pero interesantes, Alicia y Quino se sentaron en el sillón de la sala, cada vez más asombrados y boquiabiertos y no dejaron de sonreír ni de comentar las sucesivas versiones hasta que oyeron el tercero de los discos, a las siete de la mañana del día siguiente. Salieron de ahí tan contentos como si hubieran visto a los cuatro miembros del grupo en la sala. Quino agradeció el pequeño concierto y los llevé a buscar un taxi.

 

En lugar de responder a las preguntas hondas con palabras claras Quino prefería citar cartones de otros artistas que mostraban lo que él quería decir. Cada vez que terminábamos la labor secretarial me preguntaba con elegancia si ya había terminado de escribir mi primera novela, sabiendo lo mucho que me preocupaba el tema, y al enterarse de que aún no lo lograba él citaba cartones de Fontanarrosa y anécdotas de Ricardo Piglia, a partir de las cuales Quino concluía, palabras más, palabras menos, que crear la primera obra en cualquier disciplina equivale a dar un concierto en el cual debes aprender a dominar un instrumento a medida que improvisas la melodía. “Yo no sé de literatura pero te voy a dar un consejo”, enfatizó: “que tu primer libro no sea el único: no creas que con el primero ya lo dijiste todo, aunque de milagro lo publiquen y le guste a todo el mundo. Si escribir es lo que quieres hacer, termínalo pronto y escribe otros”.

 

Años después, cuando yo vivía de nuevo en México, el Centro Cultural Español en Buenos Aires me invitó a un coloquio, al cual asistí encantado, pensando que me encontraría con Alicia y Quino, pero nos confundimos en las fechas y el día que llegué se hallaban de gira por España. Al darle el nombre de mi hotel, Alicia descubrió que gracias a la casualidad, me encontraba a pocos metros de su departamento en Buenos Aires, en la calle Talcahuano. En un instante arregló que una vecina me abriera para darme un tour por su domicilio. No me esperaba ese espectáculo: el orden y la modestia en que Alicia y Quino vivieron salía a relucir en ese muy agradable lugar, que no se distinguía en mucho de las casas de tantos profesores y editores que se distinguen por su amor a los libros. De todos los espacios de la casa, el estudio de Quino era el más pequeño: apenas cabían su escritorio y tres libreros, uno por cada pared, al grado que uno podía imaginarse al dibujante batallando para meter las piernas en su rincón cada mañana. La cuarta era una ventana que daba a la terraza y a decenas de plantas frondosas, como las que criaba con mucho orgullo el papá de Mafalda. No había carteles alusivos a sus personajes, portadas de libros enmarcadas, fotos con presidentes o doctorados honoris causa, sino retratos de sus amistades en diversos países del mundo. En alguna de las tiras de Mafalda, Guille se asombra de todo lo que puede salir de un lápiz. Yo pensé en algo parecido al constatar que de un espacio tan diminuto, el indispensable para meter un escritorio, surgió uno de los personajes más grandes que ha dado la historieta al mundo.

 

En 2014 Quino recibió un homenaje especial en el Salón del Cómic en Francia y Alicia me citó allí. Me indicó que me sentara junto a ella y me pidió que los ayudara a salir en cuanto concluyera la última de las muchas ovaciones que tres mil personas le dedicaron al dibujante. Alicia debía moverse en silla de ruedas, por el problema en un hueso de la cadera que la aquejó en sus últimos años, y le preocupaba que esa multitud, con tantos miles de fans, todos con ejemplares de Mafalda en los brazos, lastimaran a un Quino cansado por tantas atenciones, pero sobre todo, por la necesidad de devolver tanto cariño persona a persona. “Tiene que reposar”, me dijo, “volvieron sus problemas de circulación y ayer firmó libros todo el día”. En cuanto Quino bajó del escenario los llevé a un sitio seguro, pero primero quisieron tomar una cerveza en una de las cafeterías más apartadas de la feria. Hablamos de la posibilidad de que fueran a México unos meses más tarde, y que pasaran una semana en una playa del Pacífico mexicano, idea que les atraía desde hace tiempo. Eso acordamos hacer, pero no fue posible.

 

Poco después Alicia escribió desde Buenos Aires, “triste y desencajada”: un doctor les indicó que Quino debía evitar los viajes aéreos debido a nuevos problemas de circulación, y con esta noticia terminaba su vida un tanto errante, de país en país. Pidieron dos cosas: que les enviáramos fotos para seguir en contacto y que siempre les contáramos en presente qué estábamos haciendo: “porque no quiero nombrarlos en pasado”. Concluían con una frase que, entiendo, transmitieron a todos sus amigos en una serie de emails parecidos: “los hemos querido y los queremos muchísimo”.

 

Los Quino dejaron de viajar por completo alrededor de 2017 porque la salud de Alicia también decayó. Hicieron todo lo posible por recuperarse, pero un muy triste día de septiembre un amigo argentino transmitió la mala noticia: había partido la brillante y apasionada mujer que inspiró a Mafalda, a causa de un accidente cardiovascular. Darle el pésame a Quino fue una de las cosas más difíciles de mi vida. Nunca encontré las palabras adecuadas, o mis llamadas no tuvieron suerte, así que cada tanto tiempo pedí a Daniel Divinsky que le dijera: Lo siento mucho, Me duele mucho también, Era una persona increíble, La vamos a extrañar, Aunque ella es irreemplazable no olvides cuántas personas hay en el mundo que te quieren aún.

 

A partir de entonces solicité a Daniel Divinsky que le transmitiera mis mensajes a Quino. Cada vez que tengo el gusto de coincidir con Daniel en alguna ciudad, corro a saludarlo, a conocer sus planes, a pedirle que me cuente algún episodio de su legendaria carrera en el mundo editorial, y a hablar de nuestro amigo en común. A veces le mandé a Quino algún libro a través de él, y de este modo Quino devolvía los saludos, ya que la mayoría del tiempo el teléfono de su sobrino sonaba ocupado o la conexión no se lograba, y uno debía comprender que cientos de personas debían asediar a la familia en esos momentos y era mejor no insistir. De su retiro Quino sólo salió una vez, el 19 de julio del 2018, cuando alguien en Argentina usó la imagen de Mafalda con un pañuelo azul para apoyar una campaña contra el aborto. Quino saltó de inmediato contra el uso de su personaje: “No la he autorizado, no refleja mi posición y solicito sea removida. Siempre he acompañado las causas de derechos humanos en general, y la de los derechos humanos de las mujeres en particular, a quienes les deseo suerte en sus reivindicaciones”.

 

De la muerte de Quino me enteré cuando me disponía a dar una clase la semana pasada. Pensé en la vez que Quino, ya de ochenta años, sólo por jugar un poco, se dedicó a patinar en un museo de París que se hallaba vacío, para escándalo de quienes le sugerían cuidarse de las caídas. Pensé en la risas de Alicia y él en cierta crepería de París. En la vez que oyeron a los Beatles en casa de un mexicano. Y ustedes perdonarán, pero pensé sobre todo en ese cartón suyo en el cual un hombre se da cuenta de que ya no tiene por qué seguir caminando, que es algo tan fastidioso, si puede agitar los brazos, elevarse y volar.

 

Todavía no hay palabras en ningún idioma para despedirse de un dibujante similar. No surge alguien como él ni siquiera cada cien años, y una pareja como la que fueron Alicia y Quino, no creo que se vea cada doscientos. Como fugaz secretario suyo me sentí obligado a contar todo esto por una razón: cuando uno ve una obra o un espectáculo que le parece admirable no guarda un minuto de silencio, sino que da un aplauso para expresar su reconocimiento y su emoción. A la persona que convirtió a la libertad en un personaje y a una niña en una escuela permanente de contestatarios no podemos despedirlo con una dosis de silencio. A Alicia y Quino hay que decirles adiós con un largo aplauso, tan largo como sea el entusiasmo, y no dejar de aplaudir hasta que uno deba continuar con la vida.

 

FOTO: Quino durante la presentación de uno de sus libros en la Ciudad de México, en noviembre de 2008./ Dario Lopez-Mills/ AP

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