Radamisto en Bellas Artes
POR IVÁN MARTÍNEZ
Sucede con la ópera de Georg Friedrich Händel, como con la de otros compositores de vasta y conocida creación para la escena, que a pesar de las varias decenas de títulos que en su momento alcanzaron gloria entre los públicos, sólo un puñado logró la suficiente popularidad para trascender la vida de sus autores. Al menos el repertorio de Mozart, Rossini o Verdi sobrevivió a las modas de cada tiempo; Händel, por el contrario, hubo de esperar el favor de los movimientos historicistas de la segunda mitad del siglo XX —y hay que decirlo, de muchos grupos estudiantiles de singular curiosidad también— para establecerse en la cartelera de los teatros de nuestros días. E incluso así, con prácticamente sólo tres de sus 42 óperas.
Injusta historia para este auténtico dramaturgo musical, tan admirado por sus sucesores gracias al soberbio efectismo de su música puesta al servicio del drama. Injusta historia para muchas de las óperas que no integran la popular terna formada por Giulio Cesare, Alcina y Rinaldo, o que no despiertan a la curiosidad como Orlando, Tamerlano y Agrippina.
Es el caso de Radamisto, cuyas estadísticas en Operabase la colocan hasta el escalón 23 en número de representaciones y que el pasado jueves 6 de noviembre llegó al Palacio de Bellas Artes, en el Distrito Federal, bajo la batuta de Martin Haselböck, quien estuvo al frente de su ensamble Musica Angelica, que tiene sede en Santa Barbara, California.
Escrita en 1720 para iniciar los trabajos de la Royal Academy of Music, la primera de las tres compañías de ópera que corrieron a su cargo en Londres, Radamisto no sólo significó el primer gran éxito para Händel una década después del Rinaldo, sino que constituye un hito en su propia creación: al bien logrado cuarteto en su tercer acto (rareza en toda su obra) hay que sumar la materialización de las influencias francesas que fueron siendo tomadas en préstamo por Händel para —por extraño que suene— britanizar el género de ópera italiana, como tener una obertura en lugar de una sinfonía al inicio o incluir episodios de ballet.
Por otro lado, no está aquí la maestría de la música coral que perfeccionaría años más tarde al enfocarse a la composición de oratorios, ni los incisos más brillantes escritos para solistas —en el sentido colorístico— pero sí lo que serían sus propias aportaciones a la ópera seria: un acompañamiento instrumental más vibrante y rico, también más tenso, y estructuras mucho más rígidas que las utilizadas por los iniciadores del género en Italia.
Poco hay que decirse de la escena preparada por Rainer Vierlinger basada en la producción que en el Festival de Salzburgo realizó Hans Gratzer para el mismo Haselböck, con la que este regresa a México.
Cuidando las palabras, se ha presentado como una semiescenificación, cuando, en realidad, al estar colocada la orquesta en el foso y utilizando por completo el escenario del teatro para la acción, me referiría a ella como una escenificación discreta: de escenografía mínima pero eficiente y un trazo escénico moderado pero con proyección y ritmo, sin minimizar posibilidades dramáticas; estas, si parecen medianas, debieron exagerarse musicalmente.
Ayudada más por el vestuario de Sandra Bachinger como elemento escenográfico, la iluminación —con crédito anónimo, quizá basado en el diseño de Lukas Kaltenbäck y Hans Ilsanker para Salzburgo pero llevado a cabo sin supervisión— estuvo raramente marcada en cada acto: parca y desatendida en el primero, muy enfocada a cada solista en el segundo, mejor lograda como elemento dramático en el tercero, y en todos con momentos de casi total oscuridad incluso durante la escena.
Musicalmente, Haselböck llevó a cabo su empresa de concertador con don de líder mesurado. Con gran cuidado de sus solistas y a pesar de tempi prudentes que pudieron ser más veloces o matices que pudieron tocarse con mayor dramatismo, dibujó la partitura con buen arco musical entre cada acto (primero y segundo fueron tocados sin interrupción con naturalidad) y dentro de ellos, entre cada escena. Sobresaliente fue la articulación de la sección de cuerda en una partitura en la que los adornos pueden perderse fácilmente.
De buen desempeño todos los cantantes, el bajo José Antonio López sobresale en emisión, volumen, presencia y actuación como Tirídates. Con corrección, Sarah Champion como Zenobia y Verónica Cangemi como Polixena, las dos solistas femeninas, destacadas cada una en sus arias del segundo y tercer acto, respectivamente, pero grises en otros momentos de necesario dramatismo. Desapercibido estuvo el bajo Scott Graff como Farasmanes y notables los secundarios de Ellen McAteer como Tigranes y, sobre todo, Valerie Vinzant como Fraates.
El contratenor español Carlos Mena, que junto a Haselböck es el único elemento de la producción original de Salzburgo, ofreció con soltura y claridad su Radamisto, aunque a falta de una actuación más firme y convincente, fue opacado por sus alternantes principales.
* Fotografía: La ópera Radamisto se presentó en el Palacio de Bellas Artes / INBA