Radicalismo liberal
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Pasó por México hace unas semanas Cayetana Álvarez de Toledo y como es habitual tratándose de ella, causó mucho ruido. No dijo nada, en Puebla, que sea desconocido por medio planeta: que el Estado mexicano, a lo largo de casi todo el siglo XXI, ha sido omiso en la razón de ser del Estado mismo, la de monopolizar la violencia para garantizar la seguridad de todos sus ciudadanos. Para sorpresa de propios y extraños, la izquierda, en su turno desde 2018, ha militarizado el país para —vaya paradoja— ofrecer paso franco y patente de corso al narcotráfico, la forma más vil del capitalismo salvaje.
A esa declaración, sumó Álvarez de Toledo su condena al populismo reinante en México. De ser idiosincrático, el nuestro, poco puede ufanarse, siendo parte de una epidemia mundial que ha vuelto obsoleta la distinción clásica entre izquierdas y derechas. Y si alguien, en el mundo hispanoamericano, tiene autoridad para repudiar el populismo, es ella. Aceptó ser diputada en Barcelona, por el Partido Popular, sin saber catalán y habiendo nacido en Madrid, porque la constitución peninsular lo autoriza. A su linaje frondista lo animaba el propósito, en 2019, de picarle la cresta al separatismo catalanista, una forma de nacionalpopulismo que el gobierno de Pedro Sánchez, con su reciente amnistía para los golpistas y los prevaricadores del Proceso de 2017, ha terminado por legitimar. Desde el primer día, Álvarez de Toledo puso los puntos sobre las íes: todo nacionalismo es xenofobia y los nacionalismos contemporáneos hacen de la identidad —sea étnica, sexual o religiosa— esa Quinta Columna que traiciona, desde la retaguardia, a la tradición liberal de Occidente. Álvarez de Toledo, como el comunista Pasolini, arropa a los policías golpeados, los verdaderos proletarios, y no a los estudiantes iracundos.
No escribiría este artículo de no haber leído Políticamente indeseable (PRH, 2021), la “autobiografía precoz” de Álvarez de Toledo, uno de los libros —en su género— de mayor calado entre aquellos publicados en español en las últimas décadas. Su sola lectura logrará que el lector desprevenido y curioso, en México, entienda el valor político del personaje gracias al carisma de su prosa y a la inteligencia argumental que la ilumina. Pocas páginas llevaba yo del libro y estaba aún lejos de ver a esos autores citados por ella misma, cuando ya me había encaramado en mi biblioteca en la búsqueda de antecedentes: Manuel Chaves Nogales, Salvador de Madariaga y Dionisio Ridruejo, a los cuales agregaría, de mi propio magín, algunas páginas filosófico-periodísticas de Ortega y Gasset como las dedicadas, hacia 1949, a la Historia universal, de Arnold Toynbee.
De aquellos abogados de la Tercera España, adversos al fratricidio de 1936-1939 que, según ella, persiste allá como “guerracivilismo”, Álvarez de Toledo tomó lo mejor. En el Chaves Nogales de La agonía de Francia (1941), encontró el cuadro deprimente de una sociedad éticamente disoluta que prefiere ser derrotada por el totalitarismo a engallarse en el optimismo democrático; de Madariaga, el atrevimiento ideológico necesario para remover, acicateado por el riesgo, a fanáticos y biempensantes por igual, como cuando Álvarez de Toledo propuso un gobierno de concentración nacional PSOE-PP para combatir la pandemia del Covid; de Ridruejo —el poeta de la Falange converso a la democracia— el tino quirúrgico para hurgar en las heridas propias sin riesgo de desangrarse.
Es improbable ver a un militante en funciones (Álvarez de Toledo es otra vez diputada) bosquejar retratos con tonos tan acres (humor, mala leche y una buena dosis de La Rochefoucauld), de sus compañeros de partido. Los jefes de la derecha, dice, no son sibaritas: comen poco y mal no porque estén a dieta sino porque lo suyo, para pontificar, es la sobremesa. Finalmente, se nutre de la tradición ortegiana, dejando caer, refiriéndose a Voltaire o a una tarde con sus hijas, una elegante ilustración de lo complejo. Políticamente indeseable es también una guía de perplejos para quienes anhelen comprender los desafíos del liberalismo en una época torva. Un caso sería el de la Ley de Memoria Histórica, promovida por los socialistas. A ella le parece franquismo invertido: otra vez es el Estado quien judicializa la historia y hoy obliga a venerar a los vencidos, como ayer a los vencedores.
Biógrafa de don Juan de Palafox, el obispo-virrey de esa Nueva España de la cual nació México y española que no pide perdón a nadie, Álvarez de Toledo fue discípula de John Elliott en Oxford (y en otro sentido, lo es de Ayaan Hirsi Ali, la somalí irredenta), y amiga de Mario Vargas Llosa y de Fernando Savater. Es solidaria de la Venezuela sojuzgada, y como lectora atenta de Raymond Aron, considera que el “guerracivilismo” se ha adueñado de España, gracias al PSOE radicalizado desde los tiempos de Zapatero (convertido en coime de Nicolás Maduro), y a sus aliados poscomunistas y nacionalistas, voceadores relapsos del terrorismo. Frente a ellos, no podía sino aparecer Vox, como espejo simétrico, partido cuyo nacionalismo premoderno desdeña Álvarez de Toledo tanto como la identidad de los posmodernos. Parlamentaria agnóstica, tiene relaciones políticas con ellos, como sin duda los muchos socialistas democráticos varados en el PSOE dialogan con los socios de ultraizquierda que les enjaretaron. Sólo le reprocharía a Álvarez de Toledo que no vea, también, en el encono español un resultado de la larga impunidad del franquismo, que, a diferencia del régimen de Vichy, nunca respondió ante una democracia victoriosa, por sus crímenes.
En la primavera de 2020, cuando Pablo Iglesias la llamó reiteradamente “marquesa” en una discusión parlamentaria, Álvarez de Toledo le respondió llamándolo, a su vez, “hijo de terrorista”, porque ambos eran, adujo, calificativos del orden fáctico. Ella es marquesa de Casa Fuerte (en las monarquías suele haber títulos nobiliarios) y él (quien contrariando la admonición de Bertolt Brecht en cuanto a luchar toda la vida hoy administra una taberna), hijo de un militante del FRAP, escisión armada y resueltamente terrorista del Partido Comunista porque no todos los antifranquistas eran demócratas. La respuesta de Álvarez de Toledo, por “políticamente indeseable”, le costó el puesto de vocera del PP en el Congreso. Gracias a ello escribió Políticamente indeseable, que no debe pasar inadvertido, por su radicalismo liberal, aquí, como no lo fue su autora. Ese partido le hizo un favor a la literatura política.
La identidad ha vuelto reaccionaria a la izquierda, leemos en Políticamente indeseable y la argumentación, por ejemplo, de Álvarez de Toledo contra el neofeminismo, temeroso del “hombre–lobo”, puritano y ferozmente discriminatorio, es una de las obsesiones de un libro enemigo de todo apaciguamiento en el combate contra el identitarismo y sus odios teológicos. Políticamente indeseable culmina lamentando, en octubre de 2021, que “los mundos mentales de Trump y Biden se solapan en la idolatría de la identidad, doblemente simbolizada en el asalto al Capitolio y en la huida de Kabul” porque, para uno, el suprematismo blanco lo merece todo, y los opresores islámicos de las abandonadas mujeres afganas deben ser, para el otro, respetados en sus usos y costumbres.
FOTO: Cayetana Álvarez de Toledo es parlamentaria del Partido Popular de España. Crédito: J.J.Guillen /EFE
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