Ray

Sep 30 • destacamos, Ficciones, principales • 1916 Views • No hay comentarios en Ray

 

El autor de Stevenson, inadaptado y El hombre mal vestido escribe este cuento de un pianista atado a un sueño en el que se borra la línea con la realidad

 

POR GUILLERMO FADANELLI
Es un sueño recurrente y me imagino que eso, el sueño recurrente, quiere decir que ocurre y ocurre y ocurre sin que nadie pueda explicar por qué. Cada vez es menos frecuente esa obstinada recurrencia que me lleva de un lado a otro y que cuando fui joven se me revelaba como un dios persistente que a la manera de un fiel despertador me obligaba a rehacerme desde la cama, mi cama en la que siempre he dormido como si fuera yo un pez espada muerto, es decir envuelto en aire. Durante el sueño viajaba en el metro de una ciudad francesa, estoy seguro de que la ciudad no se trataba de París, tal vez Lyon, probablemente la estación Cusset que he revisado y ubicado en el plano; o acaso en Marsella, dentro de la estación National la cual también he situado en un mapa porque yo nunca he puesto mis huellas en Francia, pero sé que el sueño ocurre en Francia como sé cuando es una montaña y no un peñasco y con el propósito de inspirarme abordo dentro del sueño cualquier línea y luego de sentarme y viajar vuelvo en el mismo tren a la estación original y el tren da vuelta en U aprovechando que se trata de un tren imaginario y se detiene y sube al vagón la policía francesa y me solicita mis papeles, pasaporte y eso y yo les informo que soy músico y periodista mexicano que me dejen en paz o crearán un incidente diplomático, así que ellos intentan obligarme a bajar, especialmente uno calvo y amarillento hasta que yo, harto, les aclaro ¿saben qué culeros?, esto es un sueño y ahora mismo voy a despertar y se van a ir muchísimo a la chingada. Una caricatura, sí, una caricatura. Cuando despierto me siento aliviado y dispuesto a trabajar como una piedra cuesta abajo, y escapar de ese vagón de metro significa otro amanecer para mí aunque ahora el sueño ocurre muy pocas veces cuando estoy alterado y no dejo de pensar en mi edad ni en que de un día a otro voy a morirme de algún achaque de viejo porque setenta años no es poca cosa y ya tengo en mi bolso de piel un pase de abordar rumbo al otro lado o al pantano donde retozan los alegres cadáveres que te ofrecen una copa de sidra, jamás de champaña.

 

Al sueño aquel le debo ser disciplinado porque prefiero levantarme de madrugada a que me aprese la policía francesa que, me han compartido mis hijos, es la más fascista del mundo: hacen justicia impartiendo injusticia se quejan mis vástagos tal cual. Ahora soy el pianista de un restaurante de abolengo o más bien simplemente viejo en la colonia Condesa, el Seps, pero sobre todo me considero un intérprete talentoso, no me trago las partituras y las escupo como hacen tantos y solamente me concentro en el piano, en una traducción canónica, en los comensales y en las propinas que me depositan en una copa que colocamos los pianistas porque yo no soy el único allí, el único pianista pero sí el más famoso. Encima del piano una copa de cristal en la que nadie deja monedas porque les despierta vergüenza aventar una moneda y depositan estrictamente billetes cuidándose de que a su alrededor todos se percaten de que han dejado un billete de alta denominación. De lo que no hay duda es de que me considero un dandi de alcurnia o un currutaco aunque esta palabra no me gusta y mis sacos de satín y terciopelo mis corbatas luminosas y mis camisas exuberantes y elegantes añaden a mis canas un tono de tiempos extraviados que acaban de volver pese a quien le duela, así como les duele mi cabellera a los jóvenes que ostentan a su edad una calvicie repugnante y que de sólo mirarla uno se imagina que allí en su pelona bullen las infecciones más peligrosas de la especie humana.

 

Ya transité la época de los amores y de los temores ridículos y si el policía calvo francés me detiene y ya no logro despertar un día no me importa, que me lleven a la celda que deseen porque allí podré interpretar una sonata para piano de Franz Schubert, quizás me decida por la 20 y no Serenata de Liszt la pieza que más demandan algunos clientes asiduos al restaurante, me aburre, lo que sí es que la interpreto con tanto sentimiento que parezco un trapo lleno de vida al que le han introducido un páncreas y un corazón. Suelo abrir mis conciertos, así los llamo yo, tecleando la rapsodia de Rachmaninoff sobre un tema de Paganini, educar siempre resulta bueno, alfabetizador, lo malo es yo no soy ni he sido nunca maestro ni juzgo a nadie a causa de la música que me solicitan o les gusta y hasta Las Mañanitas cuando la exigen la tecleo delicadamente ya que cierro los ojos y pienso en alguno de mis nietos y digo para mis adentros ¡felicidades, Amalia! o ¡felicidades, Andrés! No pasa nada; estoy en un restaurante y pueden demandarme la melodía que les alegre el alma. Los artistas no andamos gritando que somos artistas a oídos de la pobre gente que mastica en su asiento atenta a su plato. Tampoco me considero un ser nocturno ni me he destruido o aniquilado físicamente con el propósito de atraer al talento como pregonan varios payasos o pránganas que amargan la existencia de quienes queremos vivir y ser felices: “Hay un animal que tiene que estar siempre en el día / Si lo alcanza la noche muere”, esto es algo que escribió un poeta colombiano que se apellida Jaramillo, no me acuerdo de su nombre de pila y sólo memoricé el poema. Yo soy ése, si la noche me alcanza ya me jodí enterito. Lo he sabido siempre y por ello me encuentran ustedes en muy buenas condiciones tanto que a veces cuando veo a una jovencita que se conmueve al escuchar mi piano me pongo a teclear Candilejas sin que ningún cliente me lo exija y me imagino encarnar yo al mismo Chaplin que en esa película célebre le lleva a una joven casi cuarenta años de edad, a la bailarina que se quiere suicidar y la cuida y la convence de que ella puede aún bailar y le dice que la ama, pero está muy viejo para que ella le agradezca como debe ser y lo quiera y lo peine antes de venir a tocar al restaurante. Chaplin que soy yo cuando tengo escalofríos y temblorinas y deseos de beber agua fría. Tal vez por esa razón cuando veo a un joven calvo sonrío y digo a este cabrón ni quien lo peine, pobrecito, otras virtudes tendrá.

 

Hace unos días se acercó al piano una mujer y luego de depositarme quinientos pesos en la copa me sugirió que tocara La Última Nieve de Primavera; ella vivía bajo un lindo cabello castaño y lucía ojos de mar, del mar que cualquiera es capaz de imaginar y palpar aunque viva en medio de un barranco pedregoso; ella, esta mujer llegó al Seps acompañada de un viejo mudo que ni siquiera lucía el semblante de un ser humano vivo y yo toqué la pieza y supe de inmediato que ella se imaginaba ser Agostina Belli la actriz que actuó también en Perfume de Mujer. Yo la miraba de reojo perturbada y ella lloraba y yo me preguntaba si no sería la misma Agostina ya que parecía italiana y yo no sabía si había muerto o no porque esas películas las vi de joven, mas si viviera ella tendría poco más de setenta años.

 

Entonces lo supe y me dije ¡ella es Agostina Belli, pendejo! Claro, su acento italiano, sus carnes italianas, sus ojos italianos. ¿No es un regalo de Dios esta vida suripanta? ¿Conmover a esa famosa mujer abandonada en su propia mesa por la putrefacta y ácida momia de su marido o acompañante? ¡Pobre, pobre Agostina! No existe en el mundo una mujer acompañada, eso lo sé, siempre están mirando a otros lados, como perdidas, no todas claro, aunque sí la mayoría y cuando te abrazan es que te están dando el pésame; a mí nadie va a inventarme lo que veo y lo que no veo y si alguien cree que vivo en el paraíso está más que equivocado. No me gusta interpretar a Ray Conniff porque me recuerda a unas tías que me manoseaban y lo terrible es que me piden Extraños en el Paraíso y tengo que decir que sí y cuando interpreto la pieza siento las manos de mis tías entre las piernas y sus pies acariciándome el tobillo y sus tetas en mi boca. Un tormento miserable en ese entonces, las tías que te meten la mano tienen un nombre, son nada menos que las hijas de Ray Conniff como las llamo yo. Prefiero que me soliciten Balada para Adelina, de Richard Clayderman y eso que detesto sus notas y la canción no me inspira nada, al menos mis tías y sus manos nerviosas se marchan y yo con tal de no detener mi memoria demasiado en ellas me aventuro a imaginar personas tristes y abandonadas o que estarán así algún día y me tranquilizo y vuelvo a pensar en mi cabello. Aproximadamente cada tres meses llega y se acomoda en la mesa circular una mujer argentina acompañada de su familia, flaca como una estaca, su pelo lacio en cascada y me pide, no sin antes dejar en mi copa doscientos pesos, me solicita No Llores por mí Argentina. Y le veo el rostro marchito y pienso que toda Argentina lloraría por ella, sólo de ver ese rostro y me arrepiento ya que no soy nadie para referirme de esa forma tan grosera a los comensales del restaurante. La argentina canta a viva voz mientras yo aporreo el piano y su familia está tan cansada del numerito como yo y aun así le aplauden y hasta le piden que cante una melodía más, entonces yo me hago de lo más pendejo y de inmediato me pongo a tocar otra cosa, Bésame Mucho de Consuelito Velázquez, pero la porteña también conoce esa canción y otras y nos vuelve a chingar a todos. El verdadero presente es la eternidad me digo y no dudo de que la mujer argentina vaya a estar en el vagón del metro cuando ya no logre despertar y musite dios apiádate de mí. Ahora que reparo en estas minucias me extraña que esta mujer que complace a su numerosa familia y cuya cuenta debe ascender por lo regular a 13 000 pesos no me haya pedido tocar No Llores por mí Argentina.

 

La canción que más me solicitan los clientes del Seps, sobre todo cuando han dejado de masticar kilos y kilos de carne es As Times Goes By y si bien yo no soy Sam me importa una salchicha, cierro los ojos y veo a Ingrid Bergman sentada en todas las mesas del restaurante esperando a Rick, ella bajo la sombra de distintos sombreros de ala ancha y hasta a las clientas las observo bajo un sombrero yendo y viniendo en Casablanca tratando de imitar el porte de Ingrid Bergman. Tal vez me estoy volviendo loco mas soy como un vagón romántico y mi tren es una bala en cámara lenta y no soy calvo me consuelo ni me jorobo como el señor Fadanelli que me pide cuando llega a venir, cada vez menos, que le interprete Für Elisa y me deja en la copa solamente cien pesos porque es escritor y se le perdona, es artista como yo y lo comprendo y además no dice Para Elisa o Elisa o Für Elise, sino que me pide la Bagatela de Beethoven en A menor y sonríe y yo entiendo su broma porque no es que simule ser el gran conocedor, lo hace porque bebe cantidades considerables de cerveza y otras bebidas y quiere bromear conmigo y al final de cuentas aporreo Elisa en los dientes amarillentos del piano y realizo mi mejor esfuerzo, extraordinario y no dejo que el carrito de los pasteles me interrumpa ni tampoco el que exhibe la carne ya que me imagino que en el segundo traste rodante acarrean un muerto y en el primero sus pequeñas, diminutas coronas fúnebres. ¿Qué hago aquí? Me pregunto sin preguntarme, así como hacen las cosas vivas que no tienen manera de expresarse sino sólo estando o siendo.

 

Es normal, ya una costumbre, que los padres cuyos hijos estudian piano me rueguen que les permita ensayar o presumir sus clases en el piano y tengo órdenes estrictas de acceder a ello, de lo contrario y si mi autoridad valiera más allá del piano no dejaría que los niños se sentaran en mi silla que la verdad tampoco es mi silla porque allí después de mí siempre se acomodan los pianistas que me sustituyen y ellos sí tocan hasta la noche como veladores. Me dirán que soy clasista o un mamón porque casi no intercambio palabras con los meseros; ellos a servir y yo a tocar el piano. Mis nietas ya subieron, así le dicen “subir” en vez de “bajar” mi música a youtube y a spotify y a no sé a qué otros lugares publicitarios más, no me opongo al futuro, ya estoy en él, antes vendía mis propios cd’s, lo que sucede es que ya casi nadie los compra y ofrecerlos me tunde el alma y algo de mí se acaba. Vivo solo en un departamento muy digno de la colonia Álamos, no soy calvo y sólo espero a que el tren se detenga y finalmente los policías franceses me hagan descender y me lleven a alguna crujía eterna, claro.

 

Procuro tomar mis alimentos en el mismo Seps en una mesa apartada no sólo porque no me cuesta nada comer allí, sino porque los artistas no debemos mezclarnos con nadie mientras ejecutamos la música a la que nos obliga dios, ni cuando descansamos o comemos antes de continuar el concierto; entonces, todas las veces me sorprende, ¿es un fantasma?, veo venir al anciano que me pide interpretar Sueño Imposible y me entrega en las manos un billete porque argumenta que le parece ofensivo depositarlo en la copa a la vista de todos, así que prefiere dármelo mientras estoy comiendo o justo cuando estoy bebiendo mi copita de anís, es muy correcto el señor no como los ebrios atragantados que me piden música de mariachis o boleros rancheros y que creen que están en el restaurante más sofisticado del mundo. Yo no sé si todavía sea bueno el restaurante y si lo es es porque yo estoy frente al piano. Miro las columnas macizas y los pizarrones en que el menú y los vinos aparecen escritos en blanco, los dinteles avejentados, las lámparas cabizbajas, las sillas tambaleantes y la mostaza, los pepinos frescos, la tabla del pan y al capitán que ha sobrevivido décadas aquí atendiendo a la clientela y entonces sé, una iluminación me ahoga, que estoy tocando dentro del vagón en mi tren francés y que ya de él no bajaré jamás y sólo hasta entonces le pregunto al policía ¿pueden venir mis tías conmigo?

 

 

 

ILUSTRACIÓN: Iván Vargas /EL UNIVERSAL

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