Recuerdo de Gabriel Retes

Abr 25 • destacamos, principales, Reflexiones • 5169 Views • No hay comentarios en Recuerdo de Gabriel Retes

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El cineasta mexicano Gabriel Retes  falleció esta semana dejando un legado de películas que recordamos entre anécdotas y que retratan el carácter e irreverente del maestro

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POR ROBERTO FIESCO
Es de noche en el salón-comedor del regiomontano Hotel Ancira, a donde una treintena de realizadores, más o menos incipientes, hemos sido convocados para la realización del Primer (y único) Encuentro Nacional de Cineastas en Nuevo León, en 2004. Por la puerta aparece Gabriel Retes –¿quién no conoce al director de El bulto?– luciendo un sombrero de ala ancha y de medio lado, acompañado por Lourdes Elizarrarás, su adorada compañera de vida, amén de actriz, guionista, asistente, continuista, codirectora, productora y lo que se ofrezca. Otean alrededor buscando una mesa. La nuestra está semivacía (no conocemos a casi nadie) y Julián Hernández y yo nos sentimos privilegiados de que se acerque a donde estamos. Su figura enjuta, contrasta con una voz gruesa y bien temperada que al llegar me dice: “Necesito que me cambies el asiento porque debo tener la espalda contra la pared”. Ante mi cara de desconcierto, prosigue: “Mis enemigos pueden venir a apuñalarme por la espalda”. El argumento me parece tan contundente que no me queda otra más que moverme de silla.

 

En esa cena platicamos mucho, y él, generoso al compartir su larguísima experiencia en el cine, derrocha anécdotas, lo mismo sobre Fidel Castro que sobre Alejandro Galindo, uno de los primeros cineastas que lo impulsó. Al calor de la charla, de pronto nos dice: “Cuando filmas una película y ya estás aceitado, porque vas en la tercera o cuarta semana de rodaje, de pronto te das cuenta que todo lo que filmaste en la primera es basura, y te entra una desesperación por volver a filmar todo eso que hiciste y que no sirve para nada… y ya no es posible, mano. Filmamos tan poco en México que, en cada película, hay que aprender cada vez cómo se hace”.

 

En ese entonces me sorprendí mucho con esta declaración porque Retes era un director que, para entonces, ya había filmado –por lo menos– más de una quincena de películas muy diversas: lo mismo había explorado el formato súper 8 para hacer sus primeros cortos (algunos de ellos muy combativos políticamente), que las glorias presupuestales del cine echeverrista, donde debutó con un Chin Chin el teporocho (1975), aún insuperable cuando de óperas primeras se trata; para luego pasar a trabajar en un esquema de cooperativa, entre familiar e industrial, donde realizó películas como Mujeres salvajes (1980), la obra maestra del sexploitation nacional; cine familiar de aventuras, a partir de novelas de Emilio Salgari; video-homes, de esos que se filmaban en 3 o 4 días; e incluso algunas películas notabilísimas que habían tenido su cenit festivalero –y comercial– con Bienvenido-Welcome (1993), una verdadera oda a su propio cine y al Cine, con mayúsculas.
Años atrás, me había tocado participar como continuista en un cortito con un grupo, mayoritariamente joven, que había hecho sus primeras armas cinematográficas con él. Recuerdo que ahí estaban Carlos Salces, Abraham Castillo y la gente de la Cooperativa Conexión, un equipo de técnicos independientes de primera, comandado por el fotógrafo Chuy Chávez. Acababan de filmar El bulto (1991), y todos hablaban de Retes con absoluta devoción. Relataban, sin parar, anécdotas divertidísimas, que me hacían sentir ajeno porque yo no era más que un imberbe estudiante cuequero en un rodaje muy por encima de mis conocimientos y posibilidades; pero ahí sentí, por primera vez, lo que significaba tener una “familia cinematográfica”, un equipo que te sigue en las buenas y en las malas, no por dinero (porque nadie había cobrado), sino como un acto de fe.

 

Cuando El bulto se estrenó en 1992, corrí a verla –millones de personas más también lo hicieron–, y me asombré ante la frescura y desparpajo de ese retrato intergeneracional de un hombre que queda en coma tras el “Halconazo” de 1971 (mostrado por primera vez en una película de ficción) y despierta 20 años después para ver como todo su mundo ha cambiado. Retes era el protagonista, sus hijos Gabriela y Juan Claudio hacían de sus hijos, su madre Lucila interpretaba a su mamá, Lourdes salía de su novia y el resto del elenco lo completaban sus entrañables amigos –Héctor Bonilla, José Alonso, Delia Casanova–, sus discípulos –Luis Felipe Tovar, Francisco de la O–, e incluso el staff, que dejaba de colocar luces y cables para ponerse delante de la cámara y decir alguna frasecita o para unirse a ese delirio colectivo que es la última secuencia donde, en una azotea, todos entonan El rap del bulto. Tanto me divertí viéndola que, a la salida del cine, recuerdo haber robado (no hay otra palabra para describirlo) uno de los carteles de la película, colocado en el andén del Metro Hidalgo, donde Retes aparece como un Hombre de Vitrubio en versión hippie y que, durante años, estuvo colgado en una pared de mi casa.

 

Después de aquél encuentro en Monterrey –que dudo que haya sido tan significativo para él como lo fue para mí– me encontré muchas veces con Gabriel y siempre fue gentilísimo. Lo mismo en el examen profesional de Iria Gómez Concheiro en el Centro de Capacitación Cinematográfica, a donde fue como sinodal, y que fue una gran idea de ella porque Asalto al cine (2009), la película con la que se titulaba, la habíamos filmado con un esquema de producción totalmente independiente, al “estilo Retes”; o en los Estudios Churubusco, donde me dejó tomarle una fotografía con una cámara Holga que entonces me era inseparable, la cual le intrigó mucho porque era toda de plástico y que más tarde se publicó en la revista Cuartoscuro.

 

Una vez en la Cineteca Nacional lo vi sentado en la cafetería y corrí a la librería a comprar el gran libro de conversaciones que Eduardo de la Vega –a quien se refería como “mi biógrafo”– le hizo para su homenaje en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara. Quería que me lo autografiara y salí emocionado del encuentro porque me escribió, entre otras cosas: “…amigo, colega… perseverar es parte de nuestro oficio. Te quiere…” En 2012, había sido testigo de ese homenaje. El tapatío Auditorio Telmex estaba repleto y, cuando le entregaron a Retes el Mayahuel de Plata, la ovación fue atronadora. Agradeció a todo el mundo, por supuesto, y dedicó unas hermosas palabras a Lourdes: “mi socia, mi amiga, mi amante, mi esposa, mi compañera de mil batallas… sin ella, seguramente, no sería lo que soy”.

 

Desde entonces, Gabriel se volvió un habitué en Guadalajara, era fácil encontrárselo cada año, rodeado de amiguetes en la terraza de la Expo, con un coctel en la mano y un cigarrito sin filtro en la otra. Mucha gente pensaba que estaba retirado y tras la pausa más larga que había tenido como director, estrenó en la edición 31 del Festival su penúltimo largometraje Enamor(d)ados (que hoy se llama La revolución y los artistas, 2015), una película con evidentes limitaciones económicas, en la que, sin embargo, aún podía verse el pulso del gran cineasta, ese capaz de construir planos inusitados y asombrosos para contar, en este caso, la pasional aventura del Dr. Atl y Nahui Olin, rodeados por la galaxia cultural vasconcelista. Gabriel estaba seguro que iba a ganar el Festival y cuando fue anunciado el palmarés lo vi muy decepcionado porque no había sido considerado en ninguna categoría. Sin embargo, a muchos nos dio gusto saber que seguía en activo, que tenía ganas de seguir filmando a contracorriente como siempre lo había hecho, que Meritxell Gález era su nueva actriz y musa, como antes lo fueron Pilar Campesino (autora de un Octubre terminó hace mucho tiempo, sobre el movimiento del 68, que habría que volver a montar), Tina Romero, de fascinante presencia cinematográfica, y Lourdes, por supuesto.

 

Hace un par de años lo visité en su casa, dentro del Conjunto Isabel (una maravilla del art déco nacional), para hacer unas entrevistas que pasaron por TVUNAM como prólogo a sus películas, de las cuales –listo como era para los negocios– siempre detentó los derechos patrimoniales y que seguía vendiendo, exhibiendo y publicando en DVD. Me regaló un ejemplar del guion de Identidad tomada, la película que estaba a punto de filmar, una nueva aventura, donde él aparecería como un director de cine que presta su nombre para que un grupo de jóvenes cineastas puedan llevar su película a un festival, acaso el último guiño al personaje que construyó como una metaficción de sí mismo. Después de decirle por enésima vez que La ciudad al desnudo (1988) era mi favorita entre las suyas por su amor a esta ciudad maligna y por la descarnada sordidez de su mirada, me confesó que llevaba un buen tiempo “limpio”, y que los excesos que había vivido habían quedado en el pasado. Nos abrazamos fuerte por última vez.

 

Todos los directores a los que podemos considerar autores tienen –por lo menos– un momento de epifanía; el que prefiero en Retes es el final de Bienvenido-Welcome, una cinta con tres, o tal vez cuatro, niveles de ficción, donde se filma una película dentro de una película, que a su vez es otra película y que revela, como ninguna antes ni después, lo complejo y gozoso que es hacer cine en México. Al final de la misma, Guevara, el personaje de Retes, un actor que ha encarnado durante una hora cuarenta a un novel director de cine ya madurito, es reprendido por el “verdadero” director, lo cual le causa una enorme frustración. Al salir de la casa, donde se ha filmado la mayor parte de la película ficticia, Guevara llega a un camión a desmaquillarse y quitarse la peluca rubia del personaje, al lado de sus compañeros. Todo el artificio parece destruirse en un segundo. Lourdes Elizarrarás lo increpa: “Tú tienes un problema, no sabes si te gusta más la vida o el cine”. Y Retes-Guevara le responde: “¡Para mí es lo mismo! ¡Mi vida es hacer cine!”

 

Nadie lo dijo nunca con mayor convicción.

 

FOTO: Fotografías del detrás de cámaras de Chin chin el teporocho (1976), primera película de Gabriel Retes./ Especial

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