Reinserción
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Entre el arte y la locura a veces existe un pequeño paso que algunos se atreven a dar, y de este modo quedan extraviados en el viaje de un cuento que nunca termina
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POR OLIVIA TEROBA
Hasta este momento, la universidad para Octavio ha sido una reiteración constante: escuchar a sus profesores, frustrados, intentando explicar teorías que llegan a nada, a un montón de ingenuos, que bien podrían clasificarse en: idiotas con un futuro prometedor, mentes brillantes con un futuro mediocre, e imbéciles arrogantes que se creen por encima de los demás. Justo ahora, uno de estos últimos explica su nueva creación, proyectada en la pared, una auténtica mamada para sacarle dinero al Estado.
Octavio mira la exposición mientras sopla el café de máquina, triste, aguado, de todos los días. Hay pocas cosas que pueden llamar su atención en ese momento. Una es, por ejemplo, cómo la luz del proyector cae sobre Rocío y cubre su espalda de manchas de colores.
—Quiero que traigan un proyecto para el lunes. Viene una convocatoria pronto, así que podrían aprovechar…
Sí, Octavio estudia en una escuela de artes. Se supondría que esta vocación debería hacerlo más sensible con su entorno. Que él debería creer en ciertas cosas. Pero del optimismo al desencanto hay un solo paso, atravesar una línea, que puede llamarse miedo, decepción, mala suerte, o simplemente alguna predisposición tanática. Precisamente de eso habla el profesor con un sonido sordo, porque en los oídos de Octavio sólo retumba su propio pensamiento. Más tarde se lo explica a Rocío.
—Es una predisposición tanática: tánatos, muerte. Como decía el profe.
Ella lo mira casi impasible. Casi, porque se puede adivinar hartazgo en sus ojos, mezclado con lástima. La lástima está bien oculta. Le responde:
—O simplemente desidia. De enfrentarse al mundo, a la gente, de hacer algo distinto.
Están en un salón vacío. Para evadir cualquier respuesta, Rocío lo besa en la boca. Ahora la cubre el cálido atardecer que se filtra por la ventana. Apenas caiga la noche, su novio llegará por ella. Sí, el novio de Rocío. Estudiante de Economía. Guapo. Joven. Mustang. Armani. La solución a todos los problemas de un artista: amante y mecenas. Que Rocío lo quiera o no, a nadie le interesa. Todos en la escuela saben que es conveniente.
Octavio los mira de reojo mientras cruza el puente que lo lleva a su departamento, mejor dicho “departamentito”, eufemismo de cinco por cinco metros cuadrados, regadera, closet y escritorio. Sólo por la ventana sé que no es una celda, suele bromear con las pocas personas que invita. Alguna vez se lo dijo a Rocío. Lo recuerda mientras abre la puerta, enciende la cafetera, la computadora, y comienza a dibujar.
El trazo es sencillo. Líneas y formas básicas se agrupan para crear una ilusión: la imagen, ese refugio cada vez menos eficaz. Octavio no sabe qué le ocurre, no puede seguir dibujando. Enciende un cigarro y mira por la ventana. No hay nada qué mirar sino cables de luz y techos de casas en obra negra. Varillas salidas, la eterna promesa del siguiente piso. Siempre la eterna promesa. Yo mismo —piensa— soy la eterna promesa. El primogénito artista, mi madre tan orgullosa, y yo preguntándome quién le metió esa idea en la cabeza, que hacer arte es algo bueno, útil, o al menos, que me hará exitoso. ¿Exitoso para quién? ¿Para qué? ¿Para esperar que un día el chico que viste de Armani me compre un cuadro?
Quinto cigarro. Vista al horizonte. Una vez Rocío me dijo que el único escape posible es nuestro pensamiento. Porque estamos, de cierta manera, encarcelados por la gente, las reglas, las instituciones… y el maldito sistema. La mente. El concepto. La concepción. Reírse del sistema en su cara. Veamos.
Octavio escribe: Proyecto de beca. Y la hoja se queda en blanco. Octavio lo evade: hojea revistas, mira algunas fotos de Rocío que ha logrado quedarse, afortunadamente no tiene internet porque estas distracciones no terminarían nunca. Proyecto de beca: Armani, traje Armani. Exacto.
—El proyecto consiste en comprar y utilizar un traje Armani durante un año. Así de simple.
Rocío lo mira escéptica. Están sentados en el piso, tomados de la mano.
—¿Y con eso ganaste la beca?
—¿Te parece poco?
Ella se encoge de hombros, incómoda.
—Ahora aceptan cualquier cosa.
—Sólo porque tu noviecito no te pudo hacer palanca esta ocasión…
Octavio no tiene idea de dónde salió esa respuesta. Pero ya está, Rocío le lanza una mirada furiosa, le suelta la mano, azotándola contra el piso, se levanta con rapidez y sale del salón sin volverse a mirarlo. Octavio acaba de echarlo todo a perder. Porque si algo define a esta chica, es el orgullo.
Tener un traje Armani permite que te dejen entrar a todas las fiestas. Que las chicas te miren de reojo, hasta las que traen pareja. Que te ofrezcan una y otra vez bebidas gratis. Que no tengan la menor sospecha de que saldrás sin pagar.
Claro que no era sólo el traje, también era vestirlo, con actitud, seguridad, una sonrisa que de preferencia no mostrara sus dientes —por eso de la nicotina— y zapatos de marca impronunciable. E ir de bar en bar, de fiesta en fiesta, sintiendo cómo la gente lo aceptaba como uno de los suyos, a veces hasta como algo más, sólo por tres estúpidas prendas. Una camisa, un saco, un pantalón.
Eso fue los primeros días. Los primeros ¿diez? ¿quince días? Había bares donde no podía volver, guardias que lo reconocían.
Aquí hay algunos detalles a considerar. Primero, que Octavio no tenía más dinero. Toda la maldita beca se había terminado en el ibídem traje. Segundo, que el trato era usarlo siempre, bajo cualquier circunstancia. Por un año. Y por último, que el proceso de descomposición de un traje Armani es paulatino. Pero se ensucia rapidísimo.
Octavio se sumergió de lleno en el proyecto, como solía entrometerse con cualquiera de sus creaciones. Como cuando comenzaba un dibujo, y no paraba hasta llenar la hoja y dejarla repleta de líneas y figuras que mostraran su virtuosismo. Así, aunque en realidad nadie le exigía nada, aunque por suerte no debía entregar reportes o avances en la dichosa beca, pese a todo esto, siguió al pie de la letra lo planeado, es decir: deambular por la ciudad, y no quitarse jamás el traje, ni siquiera para tomar un baño.
Poco a poco, las prendas comenzaron a formar parte de él. O al contrario: Octavio se volvió tela raída, maltratada, sucia; un sujeto que camina con torpeza, portando un traje venido a menos: orinando en la calle, insultando a la gente, recibiendo golpes de parte de aquellos a quienes provocaba. Un hombre y un montón de tela refugiados de noche en un cajero automático.
La línea B del metro es una de las más descuidadas. Está llena de vendedores y vagos. Uno de ellos es él, con su traje Armani, buscando comida en los cubos de basura. No quiere encontrarse a nadie, por eso se ha ido lejos de la zona que sus conocidos frecuentan.
—¿Octavio?— tal vez Rocío está en esta línea por coincidencia. Lo más seguro es que no, que lleve un rato buscándolo.
—Octavio, por favor, tienes que dejar este estúpido proyecto. Ellos no te van a pedir el dinero. Les pregunté. Estás poniendo en riesgo tu salud. Por favor, Octavio.
El hombre que busca comida en los cubos de basura (que ha olvidado su nombre, que ha olvidado que alguna vez fue Octavio) se vuelve a mirar a Rocío. Le lanza una mirada terrible, puro desdén.
—Octavio…— La voz de Rocío se pierde a lo lejos.
Esta mujer no lo entiende. El proyecto me sobrepasa. Ya no depende de mí. La obra soy yo. Debo terminarlo. No faltan más que ¿dos meses?
Poco a poco uno se acostumbra a vivir así. Dormir en la calle, comer sobras, pedir. Limosna, comida, lo que sea. Extender la mano y pedir.
El traje está casi deshecho. Pero yo soy una persona nueva.
Lleva bien la cuenta. Justo un año después, va a un refugio. Lo bañan con agua fría. Lo “rehabilitan”.
Pero no voy a volver, no tiene caso. La obra soy yo.
Rapado y flaco, en los huesos, con ropa usada (generoso donativo del centro de rehabilitación), aún tiene la mirada perdida. Así, lavado y todo, se siente que no pertenece a ese lugar. A ningún lugar. Por ejemplo, otra vez en el metro, cuando se sienta al lado de una señora, de esas cuarentonas que huelen mucho a perfume y vienen arregladísimas. Ella se levanta para evitarlo, y se vuelve a sentar, ahora en el asiento de enfrente.
—¿Te doy miedo?
Habla todo el tiempo como embriagado. ¿Acaso lo está?
—Claro que te doy miedo. Pero yo soy libre. Yo no tengo que llegar a ningún lado.
Octavio sale del vagón. Habla solo, en el pasillo. Dice que ahora es libre.
FOTO: Un indigente transita a paso lento frente a una tienda departamental en Saltillo, Coahuila./ Karla Itzel Ruiz /Cuartoscuro