Reivindicación de “Minotauromaquia”: Satori para Ariadna y Teseo femenino

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Una exhortación para invitar a la lectura de esta obra de Tita Valencia, galardonada con el Premio Villaurrutia en 1976

 

POR MARY CARMEN SÁNCHEZ AMBRIZ
Cuántas veces un libro hace replantearnos una idea, una distinta manera de concebir el arte, la música, la mitología, la naturaleza, la ciencia, los sentidos, los silencios, la poesía? Como menciona el filósofo esloveno Slavoj Zizek, cuando estamos ante una obra maestra nos invita a “formular exactamente —de una manera nueva— los límites de lo posible y de lo imposible”. Es lo que hace Minotauromaquia, crónica de un desencuentro, de Tita Valencia.

 

Adentrarse en la pieza literaria de Valencia es irrumpir en las dimensiones de un poliedro, una figura de varios rostros. Estamos frente a una autora con habilidades y gusto por la música que despliega hasta su prosa. No imagino a Tita Valencia sin ese ritmo, ese vaivén que fluye como una marea, a veces en calma y otras con furia. Porque “abrumada por la dialéctica masculina”, como ella misma menciona, la rebasa de un salto.

 

Su escritura tiene la fuerza necesaria para que el lector no se extravíe en cada una de las subidas y bajadas, en la cúspide de una embarcación que ha decidido cruzar ese mar bravío. Aguas profundas que descienden hasta donde la memoria lo permite, desde la evocación de los días en plural —atestados de recuerdos y de pasión— hasta la oscuridad, el dolor, el desasosiego, la ruptura que acaba con ilusiones, promesas y visiones idílicas. La ensoñación. Satori, como describe Tita Valencia. Satori es un término japonés que se refiere a la iluminación, a la comprensión de la naturaleza de una misma, encarna el ethos del mundo meditativo inspirado en la filosofía zen.

 

En una mañana soleada, la que cuenta la historia es Ariadna, quien tiende un hilo dorado, a través de la palabra, para que el lector pueda seguir el trayecto en este laberinto. ¿Quién habita el laberinto? El minotauro, un ser definido como “testarudo y ternísimo, preso en una cueva de estalactitas carmesíes”.

 

A una escritora como ella, no le interesa describir una historia lineal sino grabar imágenes a destiempo. Realiza experimentos en donde cada fragmento embona con otro, como si ella encarnara a una espeleóloga, a una concertista, a una filósofa, a una poeta, a una ensayista que sabe, como dice Salvador Elizondo, que “no hay nada más tenaz que la memoria”.

 

Demuestra que lo suyo es disponer del lenguaje, de una voz que encuentra y que se sustenta bajo una mirada sensorial. En cierto modo, nos guía por un camino sinuoso, de múltiples voces, deseos y fantasmas. Lo suyo es admitir que fluya el desasosiego, la incertidumbre, para dar paso a lo que sigue: el duelo. La muerte del amor.

 

La música que elige es el Requiem de Mozart, así de grande fue ese amor y de ese tamaño es la decepción. Rotunda como cada nota y el coro que narra lo irreversible. “Dales el descanso eterno, Señor, y que la luz perpetua los ilumine. / Mereces un himno, Dios, en Sion y te ofrecerán votos en Jerusalen./ Atiende mi oración,/ todos los cuerpos van a ti”.

 

Y, como si se tratara de una enfermedad, un padecimiento atroz, una vez que se toca fondo, no queda más que emerger, resucitar, renacer. Acaso volvería a escuchar a Mozart porque su música aligera el espíritu, es probable que la autora así lo haya hecho, aunque no lo diga abiertamente.

 

Qué decepción es el matrimonio

 

El laberinto parece estar en constante evolución, en ese flujo y reflujo del pensamiento. Construye frases vitales que transpiran y plantean dudas más que respuestas. Apela a la conciencia y desmesura. Desconoce convencionalismos, busca nuevas formas de la palabra.

 

“Llueve. Sola, con la frente apoyada en la ventana del balcón de un séptimo piso, mirando más allá de la lluvia un cementerio que Mondrian no pudo pintar porque le faltó invierno a su paleta y sol muerto a su alma, una mujer te llama. ¿Dónde termina su piel y empieza la del vidrio? ¿Dónde termina la piel del vidrio y empieza la de la lluvia? ¿Hasta dónde se prolonga esa visión empañada por expectaciones sin respuesta? ¿Por qué, por qué el amor femenino ha de tener por todo sostén tan frías, tan húmedas y tan vastas transparencias?”, escribe Tita Valencia en un párrafo que se hermana con la prosa de María Luisa Bombal en La amortajada: “Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza”.

 

Tita Valencia despliega el rostro de una mujer juglar al interpretar un mester de clerecía. Tiene acceso a una tradición clerical a través de asuntos que escoge con base en el argumento de su propia obra. Es el arte de juglaría. Elabora un rezo muy peculiar. Frases lapidarias, contundentes, como un cross en la mandíbula; sentencias que erizan la piel y revolucionan el papel de la mujer: “Ves: hasta para alcanzar un lugar en la nominación freudiana de los complejos se necesita calificar mediante aberraciones más espectaculares que la de ser tan solo una oscura sierva. La sierva del señor X, querámoslo o no”. Y las voces de María Luisa Bombal, Elena Garro, Clarice Lispector y Natalia Ginzburg se agolpan en la mente ante el reclamo de un estereotipo que ciñe o limita a la mujer a ser una propiedad de. ¡Qué decepción es el matrimonio para estas autoras, pues ellas cuestionan convencionalismos avant la lettre!

 

Clara, protagonista de La señora en su balcón, obra de Elena Garro, reprocha: “La vida es maravillosa, pero no supimos andarla. Nos quedamos quietos como los lagos, pudriéndonos en nuestras propias aguas. Cuando éramos jóvenes, pensamos que nos iríamos lejos, lejos de nosotros mismos”.

 

Pocos autores logran lo que Tita Valencia ha hecho: su libro es como un cuerpo celeste que brilla con luz propia, a una velocidad casi imperceptible al ser humano. Cuenta uno y varios asuntos a la vez, probablemente para que el lector que decida adentrarse en su mundo tenga presente una frase de Galileo Galilei acerca del comportamiento de la Tierra: Eppur si move. Como a muchas otras proposiciones de nuestro tiempo, a su obra hay que leerla siempre estando más allá, adelantándose a una red de prejuicios que se han incrustado en la conciencia. Se requiere paladear el discurso, escrutar tejidos ondulantes en busca de significados fulminantes.

 

Apelando al complejo de Sherezada, asegura que desdoblando facetas narrativas es “niña, mujer, ligera, graciosa, entretenida, sabia, ingenua, madre, prostituta, anecdótica, monjil, pasional, descriptiva, mística. Hasta la sinceridad de un examen de conciencia es un recurso eficaz, porque da pie a una serie de rectificaciones. Recurso, al fin y al cabo. Il y en a de tous les couleurs en este instinto de conservación esclavista”.

 

Hay una frase de Juan García Ponce vertida en De anima que puntualiza con fidelidad lo hecho por Tita Valencia en Minotauromaquia: “¿Qué otra cosa puede ser la literatura sino el hallazgo del pretexto adecuado que nos permite regresar siempre al lugar en el que queremos habitar?” El lugar donde el personaje desea alojarse es la evocación. En su memoria se dan cita imágenes que la atormentan, la subyugan y le hacen cada vez más difícil desprenderse de los recuerdos —un lastre, en ocasiones. “Es amor mío, nada menos que el totalitarismo de su contrario: el inconmensurable complejo de Narciso que cultiva todo varón que se respete y que, sobre todo, desee ser respetado por sus congéneres”.

 

Se trata de un prosemario vanguardista para su época, innovador al salirse de la norma. No obstante, la Ariadna de este laberinto también titubea y muestra inseguridades, pues no es nada sencillo luchar contra lo que se está revelando: todo un sistema opresor de la autonomía femenina.

 

En el laberinto, la lectura avanza de manera circular. Si existe un común denominador en su escritura es que fluye en espiral —como ocurre en los antiguos libros de la literatura hindú—, dado que se cuenta y se recuentan las madejas que van tejiendo el tapiz de esa luminosa conciencia. En el balance de los años —y daños—, de forma contumaz y cáustica, a través de la prosa intimista —en ocasiones— comparte el gozo de esos instants of beigns —a la manera de Virginia Woolf, resplandores fulgurantes.

 

Minotauromaquia es un libro de corte misceláneo, diverso. Hay ensayo, aforismo, mitología y ficción en torno a un péndulo que oscila entre el amor y el desamor. Un examen de la condición humana en su estado más vulnerable, cuando la fe en el ser amado es íntegra, incorruptible, hasta que tiene lugar la fragmentación tanto del alma como de la escritura. Ese vaso roto desencadena una introspección, una bitácora de la zozobra. Habría que citar al género literario de la narrativa japonesa que la crítica aplica a Kenzaburo Oé, el shishosepsu, en donde a partir de un hecho real o un recuerdo vivido, se establece la ficción. Éste es el recurso en la narrativa de Oé y, desde su prosa poética, acaso también el de Tita. El amor de la narradora desencadena el luminoso laberinto entre el gozo y la pérdida, hilvanado por la nostalgia y la desolación de un amor furtivo.

 

Leer a Tita Valencia en estas páginas es tener presente también a Francisco Tario en su Breve diario de un amor perdido (1951) y a Esther Seligson en Sed de mar (1987). Esta triada de narradores mexicanos escribe desde la visión del amante que asume un papel sibilino, intenso, irredento y catártico. Seligson y Valencia coinciden en la incorporación de mitos a su prosa, en tanto Tario es más directo al reconocer la desolación; también al leer a Seligson se tiene la idea de que se realiza una lectura en espiral, en eso concuerda con la escritura de Valencia.

 

Cuando pensamos que ya nos ha contado tal o cual situación de la ruptura, resulta inevitable experimentar que ya se conoce lo que sigue y que la historia puede ser cíclica; pero no es así, se avanza, de forma gradual, sin precipitaciones. En esa Sed de mar, Seligson da voz a Penélope: “Hablar, sí, recobrar ese diálogo que no necesita de explicaciones para explicarse, el tejido con los hilos de pequeñas cotidianeidades que se fueron acumulando en el silencio y que revientan en la palabra como prismas al contacto de un rayo luminoso, y se abren, y se colorean. (…) Y tu cuerpo, ¿con qué nuevas caricias desnudaré la cascada de su risa y estar cierta de que no desborda añorando más sabias ternuras? Temor a que el abrazo se desmorone como barro entre los dedos, a que el olor se confunda con el frío de la noche igual como acabó por ennegrecerse vehemencia del paño sobre el que nos amamos la tarde anterior, la última…”.

 

Ilan Stavans reflexiona —Revista de la Universidad, diciembre de 1987— acerca de que los mitos nunca mueren, mientras que los personajes bíblicos agonizan con un propósito. Y elabora un repaso donde los mitos griegos han sido parte medular de la literatura, desde Shakespeare, Goethe, Robert Graves, Ezra Pound, James Joyce, T. S. Eliot, Frazer, Brecht, Alfonso Reyes hasta Georges Steiner. A ellos habría que sumar a Esther Seligson y, por supuesto, a Tita Valencia. Con Sed de mar pensamos en Marguerite Yourcenar por Memorias de Adriano y, quizá también hay huellas de Yourcenar en esta Minotauromaquia.

 

¿Qué representaba el minotauro para los griegos? La oscuridad, todo lo negativo que tiene el ser humano, sus deseos irracionales, crímenes y peores vicios. El minotauro permanece cautivo, nadie lo ve ni lo oye, es como una sombra. La Minotauromaquia encarna la lucha contra el minotauro, especie de íncubo, que subyuga la conciencia de Ariadna, pero no del nuevo Teseo femenino. Como en las mejores piezas de la literatura, aquí es palpable una evolución del personaje, alter ego de Tita, porque deja atrás las tenebrosidades de ese laberinto en donde libró su batalla decisiva. “Te dejo para siempre atrás pequeño minotauro mío muy amado, solo, intacto, abandonado a tu suerte, ahora víctima única y última de tus compulsiones mitológicas, tal vez, tal vez sin otra posibilidad que la de auto devorarte…”. Así como Teseo cambia a un ser femenino, el minotauro es una especie de uroboro al morderse a sí mismo, acaso como un acto de autoaniquilación, profano, que nadie se habría atrevido a realizar.

 

¿Cuántas mujeres no han experimentado el desamor? Ante esa situación existen varias posibilidades: caer en depresión, ir a terapia o escribir un libro. Tita Valencia eligió esto último, y acaso optó por ser como la Cazadora de astros (1956), que figura en un cuadro de Remedios Varo, quien al mostrar una luna aprisionada exhibe la sexualidad femenina restringida por el patriarcado, diría Jung.

 

Después que Tita Valencia obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia, su Minotauromaquia se convirtió en una especie de libro soterrado. Críticos como Ernesto de la Peña y José Luis Martínez no tardaron en reprobar lo hecho por ella y, acaso, esa fue una de las razones por las que dejó de circular en librerías. El libro se publicó, bajo el sello de Joaquín Mortiz en 1976; luego en 1999, la colección Lecturas mexicanas del Conaculta, puso a circular otra edición con prólogo de Martha Robles.

 

Después de 20 años, por iniciativa de Socorro Venegas, surgió en la Dirección de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM la colección Vindictas, con la idea de recuperar obras escritas por mujeres que dejaron de circular o que ya es difícil conseguir en primeras ediciones.

 

Todavía hay mucho que decir y reflexionar sobre esta gran obra. Este repaso es apenas un balbuceo, y seguramente quedan frases y espacios sin recorrer en mi subrayada edición.

 

El nombre de Tita Valencia es una tarea pendiente en los anales de la crítica literaria en México, pues no figura donde debería estar. Apenas se han hecho tímidos acercamientos a su destreza literaria, pero ya vendrán nuevas generaciones de lectoras a sumarse a esta cruzada por la reivindicación de Minotauromaquia.

 

Hoy es posible leerla y darle un lugar merecido en las letras mexicanas. Felicidades, Tita Valencia por tus 85 años.

 

 

 

FOTO: Tita Valencia ha dado recitales de piano y escrito guiones para radio. En junio cumplió 85 años. Crédito de imagen: José Juan Mertínez / Coordinación Nacional de Literatura-INBAL

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