Remedios Varo entre dos mundos
POR MAGNOLIA RIVERA
De nuevo amantes: como azúcar diluyéndose en leche.
Día y noche, no son diferentes: el sol es la luna:
una amalgama. Juntos derriten su oro y su plata.
Esta es la estación en la que la rama muerta
y la viva son una misma rama.
El cínico se muerde el dedo porque no entiende.
Rumi, Gazal 2933
Muy vasto es el análisis del tema de la dualidad que se unifica en el arte y en la vida de Remedios Varo. Agua ígnea, fuego líquido, amor-erotismo, ella-él. Dos partes en armonía, como esos dos gajos de la luna, luz y sombra. El 8 de octubre en la Grecia de antaño. Remedios ha muerto en una fecha altamente simbólica. Cada 8 de octubre los griegos celebraban la libación a los muertos en los ritos iniciáticos más importantes del mundo antiguo: los Misterios de Eleusis. Los misterios son las ceremonias en las que los ciudadanos buscaban una experiencia transformadora que, de ser completada, permitía acceder a un nivel de espiritualidad más alto. El postulante se convertía entonces en el epoptés, aquel que ha logrado ver la luz.
Las fiestas de los Plemochoes eran, para los griegos, el tiempo preciso para morir. Nosotros, los habitantes del siglo XXI occidental, por nuestra idiosincrasia difícilmente daríamos el adjetivo de “oportuno” al hecho de la muerte, pero los iniciados en los misterios no le temían: la concebían como un renacimiento. Si tomamos ese contexto, podemos decir que Remedios murió oportunamente el 8 de octubre. Era el tiempo en que los comensales que asistían al sacro festín iniciático derramaban el líquido sagrado en honor a los difuntos. Según lo describe la historia, era el instante preciso para pedir a los cielos “¡Llueve!”, invocando una lluvia como la que, hecha de jugos y semillas, vierten las frutas que giran sobre la mesa de Naturaleza muerta resucitando (óleo de 1963), la última pintura que creara Remedios. El 8 de octubre se pedía así al firmamento que derramara su agua celestial y al mismo tiempo se gritaba a la tierra un fervoroso “¡Concibe!” para que surgiera generosamente el vegetal que venía a cerrar el círculo. El riego que viene de lo alto penetra en el suelo y sustenta el nacimiento de la planta, que emerge y se eleva para completar el retorno eterno y sustancial, tal como sucede en la escena que Varo pinta en su cuadro postrero.
La riqueza y profundidad simbólica de las obras de Remedios Varo resiste todas las comparaciones con el pensamiento antiguo de Oriente y Occidente. Por tanto, no resulta descabellado hacer el símil de su legado plástico con la visión iniciática griega.
Remedios fue aquella artista que transitó siempre por la espiral que marca dos rumbos, que va y viene hacia y desde el mismo sitio, el centro del cosmos, universo que ella concebía formado por dos polos aparentemente opuestos y en realidad complementarios. Dos mitades que podrían representarse con símbolos universales como el yin y el yang, el hexagrama o el rebis alquímico (andrógino y hermafrodita divino).
Preocupada por los acontecimientos terrenales y por las aspiraciones espirituales, Remedios plasmó en sus obras la dualidad, esa que el simbologista español del siglo XX Juan Eduardo Cirlot definió como “el mejor surrealismo (al que nosotros siempre creímos único), es decir, al de la estética y la metafísica de la búsqueda de la coincidentia oppositorum”. Los surrealistas creyeron firmemente en esta noción de lo dual, esa paridad que Remedios destaca en aquel collage en el que unió dos fotografías, dos rostros, mitad ella y mitad su pareja de entonces, el poeta francés Benjamin Péret. Este autor de la vanguardia creada por André Bretón cree en la complicidad del par y afirma que el amor sublime es “el acorde entre dos seres armoniosamente enlazados” (Anthologie de l’amour sublime, 1956). Hombre-mujer, sol-luna, vida-muerte. Remedios Varo plasma el concepto una y otra vez en creaciones suyas. Ejemplos son Los reinos combatientes I (tinta sobre papel, 1961) y Los amantes (mixta, 1963).
Atendiendo a los rostros de los personajes dibujados en Los reinos combatientes I, vemos la representación de lo femenino y lo masculino y en ellos toda la doble naturaleza de un esquema que se repite, en múltiples versiones, a través de distintas épocas y tradiciones del mundo. Aunque las dos potencias que la pintora plasma en el dibujo citado giran cada una en diferente sentido, son inseparables y se impulsan una a la otra. Las formas en Los reinos combatientes I se mueven en una danza que evoca el fluir del universo, los retruécanos del infinito, el ocho en el sombrero del juglar, el signo de los gemelos, según el Diccionario de Chevalier y Gheerbrant (Herder, 2007): “Así todo hombre, lo mismo que todo animal, nace con dos almas, una macho y otra hembra”. Imposible no recordar, al ver el dibujo de Varo, aquella figura tan semejante que orla el Tratado del Azoth (Basilio Valentín, 1659) o la Tabla de Lunaciones en el Ars Magna Lucis et Umbrae del jesuita alemán Athanasius Kircher (1671) o los pentáculos del Tarot de Thoth de Aleister Crowley, pintados por Frieda Harris (1938-1942).
En la obra titulada Los amantes (mixta, 1963), penúltima pieza que Varo pintó antes de morir, plasma el matrimonio perfecto o hieros gamos, la unión del cielo con la tierra, del hombre con la mujer, esa hierogamia que tan bien describen los poetas, el solve et coagula de la divisa alquímica para lograr la Piedra, el rito de unión y de ascenso espiritual de las antiguas tradiciones místicas de Oriente y Occidente. En la escena del cuadro dos personajes —uno de naturaleza femenina y otro masculina— se miran frente a frente teniendo, en vez de rostros, espejos. De muy lejos viene recreándose en las literaturas la imagen de dos seres reunidos por el sentimiento del amor, mirándose uno en el otro. La lírica retrata el sagrado erotismo de la hierogamia desde la jarcha antiquísima hasta los versos más contemporáneos. En la antigua Grecia, Platón, Sócrates y Aristóteles citan la contemplación de lo semejante con lo semejante, del Otro que es Yo, la presencia del amante-espejo, vía para el autoconocimiento. En el Medioevo, el fraile catalán Raimundo Lulio repetirá el tema del amor místico en el Llibre de Amic e Amat (Libro del amigo y del amado, 1283): “Mi amado es uno, y en su unidad únense en una voluntad mis pensamientos y mis amores”. En el siglo XX, el filósofo Amador Vega signa un pasaje del Arte de la contemplación luliano, que bien podría encajar como una descripción verbal del contenido más íntimo que nos ofrece la obra Los amantes de Varo. Vega traduce: “Así como dos espejos materiales puestos uno frente a otro cada uno demuestra al otro su forma y su cualidad […], el alma viendo vuestras virtudes y vuestra perfección y vuestra bondad, se ve a sí misma en vuestra virtud y en vuestra bondad; y viéndose a sí misma, apercibe conocimiento de las cosas que le eran secretas cuando ella no se veía a sí misma en vuestra perfección” (Ramón Llull y el secreto de la vida, 2002). Benjamin Péret ha abierto su referida Antología con un poema del trovador Jordi de Sant Jordi. Ahí se fragua esa dualidad unificada, la mutua proyección que encontramos en Los amantes: “de mirar la bellísima figura, / tengo de vuestro rostro ya la huella / y ni la muerte borrará su forma. / Cuando me encuentre fuera de este mundo, / los que lleven mi cuerpo hasta el sepulcro / verán sobre mi rostro vuestra efigie”. En esa visión cara a cara de un amante frente al otro se consuma el hieros gamos. La sexualidad es sagrada. Varo no retrata la desnudez de los cuerpos ni el juego erótico explícito al estilo de las láminas del alquímico Rosarium Philosophorum (1550), pero sí plasma el intercourse a través de símbolos y trampantojos. Llama la atención, en este punto, que algunos comentaristas de las obras de Remedios nieguen la presencia de falos y vulvas en sus pinturas. Son diversas las piezas creadas por ella en donde, simbólicamente, el coito se consuma. Un ejemplo se encuentra en la fusión de los triángulos que forman un hexagrama en El ermitaño (óleo, 1955), entrecruzamiento de geometrías que representa la unión de lo femenino con lo masculino. La imagen se refuerza, dentro de la misma escena, con el otro símbolo binario, el glifo de la tradición china que está en el interior del personaje: “En el Tao, la unión sexual es la mayor expresión de la danza cósmica del yin y del yang”, dicen los precursores.
Éste es uno de los grandes temas del arte de Varo: el “amor sublime” como acto de trascendencia ligado al erotismo y a la sexualidad. Octavio Paz confirma el enunciado: “amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible” (La llama doble, 1993). Los amantes de Varo se unen con las manos y en las miradas. Se enlazan también por medio de una poderosa corriente: “El esotericista u ocultista no emplea la palabra ‘sexo’ en el mismo sentido en que lo hacemos nosotros. En realidad habla de ‘fuerza vital’, que concibe como una energía de carácter electrohidráulico, con una actividad vibratoria radiante y magnetizante, parecida a la de la electricidad, con la que está muy estrechamente emparentada”, afirma la escritora Dion Fortune (Amor y sexo según el ocultismo, 1976).
Para estudiar el arte creado por Remedios hay que adentrarse en el imperio del amor, hay que remar decididamente por ese cauce y sus afluentes para tomar conciencia de su poderío y comprender el peso de las palabras del esoterista romano Julius Evola: “El sexo es ‘la más grande fuerza mágica de la naturaleza’; actúa en él un impulso en el que se esconde el misterio del Uno” (Metafísica del sexo, 1997). A cincuenta años de la desaparición física de la artista, falta desentrañar los más grandes enigmas de sus obras. Queda todavía sin explicar una buena parte del mapa iconológico, de la geografía hermenéutica, inscrita en su arte. Vale la pena estudiar un legado que contiene la historia del macro y del microcosmos, del ser humano y del universo. Hay que descifrar el binomio.
*FOTOGRAFÍA: “El flautista” (1955), de Remedios Varo/Cortesía MAM