Rescoldo de T.E. Hulme

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Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

Hubo de pasar casi un siglo desde su muerte combatiendo como soldado británico durante la Gran Guerra, en Flandes, para que la breve y   extravagante obra de Thomas Eduard Hulme (1883–1917), pudiera leerse en español. Fue gracias a este grandulón muchacho provinciano, peleonero y megalómaniaco, que Pound y Eliot en buena medida encontraron su camino como poetas, gracias a la peculiar glosa realizada por Hulme, tan contradictoria, primero de Nietzsche y luego de Bergson.

 

Lo decisivo, en Hulme, fue la “Charla sobre la poesía moderna”, dada en noviembre de 1908, en un club de poetas de Londres abandonado bien pronto por el innovador para poner un salón aparte, el de la secesión, que atrajo lo mismo al pintor, poeta y prosista Wyndham Lewis que al escultor Gaudier–Brzezka. Hulme, cosa rara, consideraba a la escultura (y después, a la arquitectura) como las artes supremas, apasionado como estaba, conceptualmente, por la moldeable arcilla y por ello el título escogido para esta selección suya, La arcilla encendida. Notas, ensayos, poemas (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2015), no podía ser más adecuado.

 

Hulme se oponía rabiosamente a lo que él consideraba el romanticismo, “esa religión desparramada”, según decía y un movimiento caduco asociado por él, a la sentimentalidad lírica de los victorianos tardíos, una suerte de “liberalismo optimista” cuyo combate lo convirtió en promotor entusiasta de la hecatombe en la que dejó la vida y en admirador soreliano de la Acción Francesa de Charles Maurras, cuyo antirromanticismo lo sedujo a él, a Tom Eliot y entre nosotros, discretamente, a Reyes. Y sí, es cosa de leer a críticos como Sir Arthur Quiller–Couch (Adventures in Criticism, 1896), a quien Hulme, rebelde expulsado de Cambridge, detestaba, para corroborar la célebre percepción de Virginia Woolf sobre la mutación ocurrida en el carácter humano tenida lugar algún día de diciembre de 1910. Aquel crítico ennoblecido dividía a los poetas, entre los entusiastas por el amor a la expresión más bella o quienes ejercían la lírica por creerse dueños de grandes pensamientos para compartir con la humanidad. Hulme traía como antídoto contra esas convenciones algo que él llamaba, no sin inocencia binaria, clasicismo, que poco o nada tenía que ver con los viejos dioses y los míticos héroes. Creía, según traduce, selecciona y prologa Juan Antonio Montiel en La arcilla encendida, que “en lo clásico brilla la luz de los días comunes y corrientes, no una luz jamás vista ni en la tierra ni en el mar; lo clásico es siempre perfectamente humano, y jamás exagerado: el hombre es siempre un hombre, no un dios”.

 

De esa aparente humildad nació el imaginismo. Su muerte precoz e inadvertida por la prensa dedicada a contar a los poetas caídos por la gloria de su majestad, hizo que amigos y colegas sobajaran el lugar de Hulme en la historia del movimiento, quedando en calidad de benéfica y pasajera influencia sobre Pound, Lewis y Eliot, aunque éste último se cuidó de alabarlo de manera tan enfática como circunstancial mientras al tío Ez le tocó ironizar publicando una “Obra poética completa de T.E. Hulme” en The New Age compuesta sólo de cinco poemas, misma que más tarde usó como apéndice a Ripostes, una obra propia de 1912. La broma de Pound resultó profética. Con esos poemas y no muchos más, los de Hulme pasaron a la “antología griega” de la vanguardia y uno de ellos quiero citarlo entero en la traducción de Montiel:

 

SOBRE LA DÁRSENA

 

Sobre la silenciosa dársena, a medianoche, atrapada

En las cuerdas, en lo alto del mástil, pende la luna.

Ella, que parecía tan lejana, no es más que un globo

Que un niño ha olvidado después de jugar.

 

“Eso ya lo había yo oído o visto”, se empieza uno a decir a cierta edad, leía hace días yo en un artículo de Javier Marías. Ocurre así con quienes, con frecuencia involuntarios embusteros, tratan de vendernos vino viejo en odres nuevos. Así pasa con Hulme y no siempre para bien: sus “Rescoldos”, escritos en Canadá, donde sufrió ese vértigo tan pascaliano de los horizontes americanos empequeñeciendo al europeo, parecen más que modernos, posmodernos. Uno creerá estar leyendo, a ratos, a Deleuze con sus retales, fractales y rizomas. Por ello más vale tomarse por poesía esos aforismos sobre la pluralidad del mundo, piedrecillas incandescentes lanzadas contra las verdades absolutas. Son otra extraña mezcla, esta vez, de Nietzsche y Wittgenstein (a quien Hulme, también matemático, no leyó), convencido que solo la poesía podría enfrentar a un mundo irreductible ante el verbalismo de Dios o la Verdad, “el enfermo lenguaje simbólico”.

 

Mucha razón tenía Pound en envidiar a Hulme por la pionera transparencia de su visión, esa limpidez ausente en los inmensos Cantares del poeta de Idaho, precisamente por su “manía clasificatoria” condenada y prevista por el poeta–filósofo del imaginismo. El mejor Pound, poeta puro, lo es mientras no se aleje de Hulme, quien tenía, también, su romanticismo. Muchas de sus reflexiones filosóficas se interrumpen con la aparición de imágenes de mujeres con coloridas cabelleras. Para Hulme, la deseada “imaginación plástica” aparecía con “dos prostitutas que avanzan de puntillas por Picadilly Street, regresando a casa con el sombrero echado hacia atrás”. Hulme no descansaba hasta encontrar la analogía a su entender, exacta, de esa visión, en las cual el par de mujeres de la calle le decían: “Puede que hayamos surgido penosamente de la arcilla y seamos las últimas de la fila, pero ahora estamos muy lejos de todo aquello: somos cosas en sí, existimos fuera del tiempo.”

 

“No hay intelecto sin fantasmas”, concluyó T.E. Hulme y los suyos fueron invariablemente femeninos.

 

*FOTO: La brevedad de la obra de Hulme no fue obstáculo para que influyera en poetas como Ezra Pound y T.S. Eliot./Especial.

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