Robert Boyle, el alquimista transgresor

Abr 16 • Reflexiones • 2950 Views • No hay comentarios en Robert Boyle, el alquimista transgresor

 

En 1661, el investigador irlandés publicó El quimista escéptico, libro en el que refutaba varios de los principios experimentales de Paracelso, por lo que se le considera un eslabón entre la práctica alquímica y el método científico

 

POR RAÚL ROJAS
Al libro de 1661 del célebre científico irlandés Robert Boyle (1627-1691), con el curioso título El quimista escéptico, lo tenemos que ubicar en la frontera entre la alquimia de la Edad Media y el método científico de la era moderna. Recordemos: el siglo XVII es el siglo de Kepler, de Francis Bacon y de Newton, y también, claro está, de Boyle. Publicó numerosos libros sobre hidrostática, la teoría de los gases, electricidad y magnetismo, y, sin embargo, el más conocido es el que ahora comentamos. De Robert Boyle recibimos la ley que lleva su nombre, que afirma que la presión de un gas a temperatura constante varía de forma inversa a su volumen. Además, el investigador irlandés estaba muy interesado, casi obsesionado, en cuestiones teológicas. Un año antes de morir publicó El cristiano virtuoso, en donde explica por qué el estudio de la naturaleza cumple la función de enaltecer a Dios. Y a pesar de todo eso, Boyle era también un alquimista y creyó, hasta su muerte, que sería posible encontrar la piedra filosofal para transmutar elementos, especialmente metales en oro.

 

Ha habido un malentendido tradicional con El quimista, que ha sido concebido como el libro que marca el fin de la alquimia y el comienzo de la química moderna. En realidad será hasta un siglo después que se habrán acumulado suficientes conocimientos empíricos como para poder fundamentar una teoría corpuscular de la materia (reivindicada por Boyle en su libro) y será al francés Antoine de Lavoisier, a quien, con más razón, se le podrá dar el título de padre de la química, por haberla transformado de ciencia cualitativa en ciencia cuantitativa. Es cierto que Boyle critica a los alquimistas en su obra, pero no a todos, sino sólo a aquellos que profesan ciertas creencias ingenuas. Para darse cuenta, basta mirar el subtítulo completo de la obra: Dudas y paradojas químico-físicas relativas a los principios espagíricos llamados comúnmente hipostáticos, como no serán propuestos y defendidos por la generalidad de los alquimistas. Es decir, los alquimistas serios no sostendrían los dogmas que Boyle pasa a criticar.

 

El espagirismo era una creencia propagada, entre otros, por el suizo Teofrasto Paracelso (1493-1541), quien se hizo célebre como médico, astrólogo y también como alquimista. Su bombástico nombre real era Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim. Paracelso es importante en la historia de la medicina porque insistió en que los médicos deberían adquirir conocimientos en ciencias naturales, especialmente sobre química y farmacología. Pero Paracelso era un alquimista y mantenía creencias simplistas acerca de la composición última de todas las sustancias. Su doctrina de la tria prima (la tríada fundamental de la llamada “hipostática”) consistía en postular que las sustancias se podían descomponer y reducir a un componente combustible (azufre), uno fluido (mercurio) y uno permanente (sal). Al quemar madera, por ejemplo, el azufre es la flama, el humo representa el mercurio y las cenizas son la sal remanente. En ese sentido el fuego jugaba un papel central, porque muchos alquimistas pensaban que con él se podía reducir cualquier sustancia a sus componentes primarios, purificarlos y recombinarlos para obtener algo nuevo. Precisamente esas dos cosas, el espagirismo y la tríada, son las que Boyle critica en su libro (anunciándolo desde el subtítulo, como hemos visto), pero sin realmente renunciar a todas las creencias alquimistas de la época. A eso se debe que el título en inglés de la obra (Sceptical Chymist) sea difícil de traducir, porque hace referencia tanto a la alquimia como a la química. Por eso en vez de decir “químico escéptico”, es más acertado decir “quimista escéptico”, para tratar de sugerir un punto intermedio entre la alquimia del pasado medieval y la química emergente de la Ilustración.

 

Pareciera contradictorio que un reconocido científico como Boyle se haya dedicado a la alquimia, dado que a ésta en la actualidad se le identifica con magia y pseudociencia. Pero habría que recordar que el mismísimo Isaac Newton también se interesó en los experimentos alquimistas y trató durante años de obtener ciertos polvos y sustancias de Boyle, los que supuestamente facilitaban la transmutación de los minerales. Dado que no existía una química científica, en esa época hay lo que hay: recetas, pociones y técnicas para cocinar medicinas y multitud de otros compuestos. Sin una comprensión de la teoría atómica de la materia, ni de las leyes y proporciones de combinación químicas, cualquier explicación por la vía de “transmutaciones” tenía el mismo rasgo de validez que otras doctrinas. Es decir, la alquimia era en parte respetable porque no existía una contraparte científica bien fundamentada. En su libro, Boyle distingue entre los quimistas “que son un fraude o sólo técnicos, y los verdaderos Adeptos: con estos me placería hablar y les agradecería que me instruyeran en la naturaleza y generación de los metales”.

 

El libro está dividido en seis partes que albergan un largo y desorganizado diálogo entre varios personajes que disputan sobre alquimia y la teoría corpuscular de la materia. En cada parte se discute una “Proposición” de naturaleza química. Hablando a través del personaje Carneades, el quimista escéptico, Boyle propone considerar, primero, que la materia originaria del universo consiste en pequeñas partículas de diversas formas, que se agregan en gránulos de reducido tamaño (segunda proposición) para así formar todos los cuerpos. Los elementos así concebidos serían el principio último de las sustancias químicas. Dos proposiciones adicionales admiten que el fuego pudiera descomponer sustancias en componentes, pero no hay razón alguna para que aquellas sean sólo tres, o cualquier otro pequeño número. De los experimentos realizados no hay manera de derivar la triada de Paracelso ni la idea de Aristóteles sobre los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) que constituyen el universo. Hasta ahí, hay que hacer notar, Boyle no va más allá de los atomistas griegos, tan bien explicados en Rerum Natura de Lucrecio.

 

Es claro por qué Boyle se apoya en el principio corpuscular de la materia, ya que transformaciones de sustancias podrían ser explicadas simplemente como un “reacomodo” de corpúsculos. Pero Boyle no acepta que la sal, el azufre y el mercurio sean realmente elementales como quería Paracelso. Insiste una y otra vez en que no siempre se obtienen esas componentes en el laboratorio, que además no serían sustancias primarias, sino compuestas. Boyle recalca cómo nadie hasta entonces habría logrado reducir el oro a algo más elemental utilizando el fuego. Aun manteniendo oro y plata fundidos a gran temperatura, durante dos meses, no se logra que se combinen. Por eso, para descomponer substancias en sus agentes primarios se requiere más que el fuego. La escuela de Paracelso tenía para eso un agente alternativo, una especie de elíxir llamado Alkahest, que supuestamente podía reducir muchas sustancias a agua.

 

Aunque Boyle critica a Paracelso de manera certera, refiriéndose a multitud de experimentos que lo refutan, es claro que otros experimentos los malinterpreta. En un pasaje muy interesante del Quimista, Boyle habla de la transmutación del agua, como supuestamente se podría observar dejando crecer plantas en recipientes llenos sólo del líquido. Las plantas pueden crecer y desarrollarse. Es decir, según Boyle, el agua puede transmutarse en material vegetal. Respecto a un experimento realizado de esta forma, escribe que “164 libras de las raíces, la madera y la corteza del árbol parecen haber resultado del agua”. Hoy sabemos que las plantas incorporan y procesan gases de la atmósfera, CO2 y nitrógeno entre ellos, a través de la fotosíntesis. Por eso pueden aumentar de masa, aunque el agua no contenga más que trazas de otros elementos. Pero para Boyle ese sería un ejemplo de transmutación posibilitado por algún supuesto principio “seminal”.

 

Al final de la segunda parte, Boyle explica detalladamente cómo se daría la transmutación de las sustancias. En toda sustancia hay una parte “inmanente”, que consiste en los componentes materiales, y una parte “temporal”, que se refiere a la forma en la que se conjuntan o combinan esas partes. Agrega Boyle que existe un cierto “elíxir rojo, que mezclado con plomo puede fusionarlo de manera tan perfecta con el oro que su unión será indisoluble”. Es decir, “el plomo ha perdido sus propiedades y ha sido transmutado por el eíxir” en oro. Eso es posible porque cuando dos sustancias son mezcladas “sólo se destruyen sus características accidentales” (es decir, la forma en que se ordenan), de tal manera que se pueden combinar perfectamente y quedan “tan confundidas que las podemos llamar concreciones o cuerpos resultantes, más que cuerpos mezclados”. Por eso no es comprensible que “sal, azufre y mercurio sean privilegiados”, en cuanto que no se les pudiera descomponer, ya que hemos visto “que de agua pura se puede producir no sólo alcohol, sino también aceite, sal y tierra. De ahí se infiere que la sal y el azufre no son cuerpos o bien principios primigenios, ya que se obtienen del agua por la textura que la semilla o principio seminal de las plantas contribuyen”.

 

Quizá más sorprendente es que Boyle pensara que los animales también podían surgir de la transmutación de otras sustancias. O que los animales se pudieran transformar en piedras, como los corales, que son animales, pero que según Boyle se transforman en minerales por transmutación. Por eso dice Boyle en el Quimista: “la dureza o fragilidad de la sal no es más difícil de crear para la naturaleza a partir del agua, que lo es crear los huesos de un pollo partiendo de la sustancia de los licores de un huevo”.

 

En resumen, lo que Boyle propone en el Quimista es el principio atómico de la materia, pero crítica a los espagiristas por haber tomado como elementos primordiales a tres substancias que en realidad son compuestos. En particular, las plantas y animales se pueden descomponer en cinco cosas, al menos: “flema, alcohol, aceite, sal y tierra”. Postula además que el fuego no es un “solvente” universal para separar compuestos. Respecto a cuáles son las sustancias primordiales, Boyle no adopta una postura definida, pero según él sería su combinación diferencial, bajo diferentes formas, lo que produciría el mundo de las sustancias perceptibles. La transmutación de una en otra es posible por un reordenamiento de los principios elementales, a través de procesos químicos, pero también por el “principio seminal” de las plantas y los animales. En ese sentido no resulta absurdo pensar en que el plomo pudiera convertirse en oro, sólo que se necesita un agente “catalizador” (como diríamos hoy en día), que Boyle hacia el final de su vida dijo poseer, pero que no podía diseminar por los efectos nocivos que pudiera tener para la sociedad.

 

Boyle persistió como laborioso alquimista durante muchos años. Operaba una compañía que vendía productos químicos y en 1675 le comunicó a la Royal Society que había purificado el mercurio a tal grado que se aproximaba a la “materia primaria” y podía reaccionar con el oro. Decidió no explicar el experimento en detalle para que no cayera “en malas manos”. Siguió publicando sobre alquimia y alguna vez escribió que existían cangrejos que al “sacarlos del agua se transformaban en piedra”. Boyle incluso envió una petición al Parlamento en 1688 y logró que se levantara la prohibición de “multiplicar oro”, expedida por el Rey Enrique IV en 1404. El oro así “multiplicado” se le tenía que entregar en el futuro a la Corona. Claro que los ingenuos parlamentarios nunca vieron ese oro adicional.

 

A la muerte de Boyle, fue el filósofo John Locke, también interesado en la alquimia, el encargado de organizar sus papeles. Newton le escribió a Locke inquiriendo si existía la receta del “polvo rojo” que Boyle afirmaba haber usado para transmutar metales. Locke respondió que, en efecto, había encontrado una vieja fórmula al respecto, pero que estaba incompleta y aparentemente llevaba años sin ser utilizada. Así que Newton nunca pudo hacer sus propios experimentos con el mágico polvo rojo de Boyle. En el transcurso de las décadas posteriores todo esto caería en el olvido y se llamaría a Boyle padre de la química, cuando en realidad se encontraba con un pie en la alquimia y con el otro en el método científico. El Quimista Escéptico es el mejor ejemplo de ello.

 

FOTO: Robert Boyle pintado por Johann Kerseboom/ Birkbeck, University of London

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