Robert Eggers y la desintegración incandescente

Ene 11 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 7303 Views • No hay comentarios en Robert Eggers y la desintegración incandescente

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Hacia 1890, Thomas Howard, un joven leñador que busca empezar una nueva vida, encuentra empleo en un faro gobernado por un ególatra y abusivo encargado

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POR JORGE AYALA BLANCO

 

En El faro (The Lighthouse, EU, 2019), hipnótica segunda obra maestra del estadounidense exdiseñador de producción vuelto fulminante especialista en horror inteligente posthollywoodense de 36 años Robert Eggers (cortos previos: Hansel y Gretel 07 y Hermanos 15; primer largo terrorífico: La bruja 15), con guion suyo y de su hermano Max basados en un cuento homónimo inconcluso de Edgar Allan Poe, el rústico joven exleñador epítome de la vulgaridad y la ignorancia Thomas Howard (Robert Pattinson mutante a la vista) desembarca en un islote extraviado y se instala en la habitación única de un faro, como en la cabina de un errante navío con colchón agujerado y amuleto maléfico oculto, pues ha decidido volverse ayudante de farero en la Nueva Inglaterra de 1890, tanto para ganar dinero presuntamente fácil, cuanto para satisfacer una vieja fantasía, al tiempo que busca refugio al sentimiento de culpa que lo obsede tras haber provocado el accidente en que perdió la vida un capataz llamado Ephraim Winslow, pero eso irá descubriéndose poco a poco, a lo largo de los insostenibles tres meses en los que debe obedecer, en la convivencia forzada, jamás de igual a igual, y someterse, en rudos trabajos que requerirían de varios hombres, fregar pisos, pulir el faro, alimentar la caldera, acarrear suministros, como vil esclavo, a las órdenes del amargado viejo exmarino de pipa y cojo que con solitarios celos ególatras gobierna el faro, un sentencioso y abusivo e irónicamente tocayo suyo Thomas Wake (Willem Dafoe hirsuto feroz), que le hará la vida imposible y lo orillará a enloquecer, igual que a un anterior asistente al final suicida, exacerbándose la fragilidad mental de Howard a raíz de una tormenta que amenaza con perpetuarse y les echa a perder sus provisiones y dejarlos aislados por varios meses más de los previstos, aunada a su hambre de filete y de una sensual sirena (Valeriia Karaman obligadamente desnuda) que el asistente-grumete alucina, a su furia desquitada contra las gaviotas convertidas en hilachos azotados, a sus continuas borracheras solo o acompañado, a las brutales riñas cuerpo a cuerpo, al ascenso y descenso hacia los sitios prohibidos y, luego de enterrar vivo a su molesto superior, acceder al sancta sanctorum de la ansiada fuente física de esa desintegración incandescente.

 

La desintegración incandescente debe buena parte de su fuerza a la exacerbación actoral y toda su eficacia estética a una extrema superelaboración ambiental pictoricista de básicamente el mismo experimentador y originalísimo equipo visual de La bruja, allí donde las intensidades literario-poético-dramáticas de los hermanos Eggert y del megartificioso diseñador de producción Craig Lathrop se hallan al servicio de las imágenes blanco/negro de altísimo contraste y con decimonónica película ortocromática en un ancestral 35 mm del manierista fotógrafo jovencísimo Jarin Blashke, quien pone, expone, superpone y a veces se sobrepone a esas imágenes, poseído ahora, ya no por el blasfemo presurrealista maleficio danés de La hechicería a través de los siglos (Christensen 22), sino por el frenético espíritu turbulento interior/exterior del pionero sueco Sjöström (el del poemático marítimo ibseniano Terje Vigen de 1917) del protobuñuelino Espstein (La caída de la casa Usher 29, Finis terrae 30), para convertir en el principal actor del film al faro en sí, la fotogenia atrapante de faro por dentro (el ballet mecánico de sus tripas, sus escaleras metálicas de caracol, sus relojes e instrumentos de precisión, su linterna cegadora) y por fuera: la enigmática e inagotable esbeltez fálica del edificio, su absorción de elipsis con monumentales travellings verticales o laterales, el paisaje del acotado arrecife isleño, su la enloquecedora intermitencia de su bramido maldito, su luz irradiada hasta la obsesión y el desquiciamiento.

 

La desintegración incandescente se atreve a recurrir, desafiar, derrotar, asimilar y expulsar al gran guiñol en los lindes de un posexpresionismo reciclado sin piedad y a la grandilocuencia retórica en su punto más alto de ignición, aquí donde dominan las parrafadas proferidas en tono nunca tan imprecatorio posJob-posDostoievski-posBeckett, un encrespado brindis recurrente (“Si la muerte palidece con un terror agudo, haz de las cuevas del océano nuestro lecho y que Dios, quien oye a las olas golpear, se digne salvar a nuestra alma suplicante”), una riada de ampulosos insultos imparables, una soledad que parece eterna, un sentimiento místico antimístico de la naturaleza en arriscado éxtasis tempestuoso, un sueño sadomasoquista fundido con la vigilia luego de remitir a la clásica-marginal novela gótica dieciochesca, una calculada edición de Louise Ford que simula trastocarlo todo (incluyendo la connivencia comulgatoria con un tritón, una música atronadora de Mark Korven que empalidece ante los aullidos lamentosos que emite mecánicamente el faro aleve, un sincretismo narrativo que parece fundir más invocativa que evocativa los arrebatos verbales del capitán Ahab (mencionado por su nombre) del Moby Dick de Melville con ecos de los miedos insalvablemente pueriles ante los piratas inmisericordes de La isla del tesoro de Stevenson y la crueldad persecutoria de los oficiales de Kipling vueltos autopersecutorios, más la dignidad fugitiva en El barco de los muertos de Traven sujeta a una pérdida demoledora.

 

Y la desintegración incandescente se entrega finalmente a un alucinante juego de mutaciones, a imagen y semejanza de ese reptante héroe onanista con chuchillo de cocina que cambia la naturaleza de las relaciones, como cambia la índole dramática de la fábula narrativa (epopeya, tragicomedia, alegoría, apólogo, oratorio de orden negativo), pero también de identidad a lo Isak Dinesen-Raúl Ruiz (es y no es el tal Ephraim, es y no es un homosexual reprimido, es y no es un perro asqueroso), perturbado expansivo y contagioso hasta devenir en paso para las gaviotas.

 

FOTO: El faro, con las actuaciones de Willem Dafoe y Robert Pattinson, recibió el premio FIPRESCI en la edición 2019 del Festival de Cine de Cannes./Especial

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