Camille Vidal-Naquet y la sexoinmersión irreversible
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En Salvaje, un joven dedicado a prostituirse comienza a crear lazos afectivos con algunos de sus clientes cuando se descubre a punto de la indigencia
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Salvaje (Sauvage, Francia, 2018), doloroso debut como autor total del maestro en letras y cortometrajista francés neversense de 46 años Camille Vidal-Naquet (cortos previos: el experimental Genio 00, Backstage 01 y Mala cabeza 14), premio Estrella Naciente en Cannes 18, el doliente paria guapo de 22 años con chamarra reparada con grapas y durmiente a la intemperie donde le agarra Léo (Félix Maritaud luciendo jeta reventada en flor) es abusado al fingir auscultarlo por un falso médico (Lionel Riou) y regresa a ofertarse en su habitual sitio en las inmediaciones de un bosquecillo, aceptando dar o recibir cualquier género de sexoservicio a clientes, con los que, a diferencia de sus colegas burlones, suele besarse y se involucra en lo afectivo, aunque se trate de un jodido anciano discapacitado (Lucas Blegel) o de un jubilado librero de viejo (Jean-Pierre Baste), si bien, consumiendo crack y frecuentando una disco, acaba aliándose y unciéndose bajo la protección del enérgico prostituto exboxeador magrebí Ahd (Éric Bernard), que intimida al frutero (Laurent Berecz) de los despojos-hormiga y lo reivindica monetariamente a puñetazos contra dos ojetes con piercing que lo habían sodomizado con un adminículo brutal para colmo negándole la paga (Nicolas Fernández y Nicolas Chaluneau), pero el siempre reacio y harto amigo amante acaba cortando al desechable Léo (“Consíguete a un viejo que te mantenga”) por un afluente sugar daddy con invitación a España (Joël Villy) y al infeliz desamparado no le queda más que refugiarse primero en el momentáneo consuelo de la doctora maternal (Marie Seux) que lo provee de un inhalador para sus principios de tuberculosis y asma, luego en los brazos del omnirrechazado inmigrante centroeuropeo grotesco Mihal (Nicolas Dibla), después en el despojo de un rubio barbudo vilmente sedado (Thierry Desaules), enseguida por mero masoquismo autopunitivo en la devastadora tortura sádica del opulento merodeador temido por todo el gremio a quien apodan El Pianista (JFCh Martin), y por último en la protección del tímido ruinoso homoprimerizo Claude (Philippe Ohrel) que rescata a Léo de la ignominia corporal y lo somete a la cura desintoxicante de un facultativo rehabilitador (Philippe Koa), decidido a llevárselo consigo a Canadá, por lo que el muchacho deberá ahora luchar con lucidez contra la sexoinmersión irreversible.
La sexoinmersión irreversible impacta de entrada y de salida, no por la sugerida explicitud gráfica de sus escenas de sexo, sino por su recia visceralidad malvada, su enfoque imparcial a flor de piel, su vivisección implacable y su calvario salvaje, con la apariencia-señuelo de una simple psicosociología de la prostitución ejercida en los caminos periféricos o los bosques de Estrasburgo (aquel barroco ámbito obsedente del díptico interexegético En la ciudad de Sylvia/Unas fotos en la ciudad de Sylvia de Guerín 07) y la consistencia de un itinerante residuo-remedo de novela naturalista en torno a la inermidad microurbana.
La sexoinmersión irreversible se afirma como un melodrama perfecto de violentas y profundas raíces viscontianas (de Obsesión 42 a Rocco y sus hermanos 60 y El inocente 76), un melodramazo puro, duro y maduro, si bien extendido a la posfassbinderiana manera de un stationendrama en forma de calvario, un melodrama de dimensiones escuetas aunque paroxísticamente operáticas, un melodrama ahora ostentando calladamente en solitario y clamando ferozmente desde sus zarandeadas entrañas los cinco grandes elementos que lo definen al caracterizarlo: la vocación de la desgracia (topada a cada paso y lance laboral o sentimental), el incontable número de peripecias (con ese largo desfile de clientes extravagantes), el maniqueísmo de un mundo dividido entre buenos (los hiperdependientes prostitutos martirizados) y malos (los clientes villanos), cierta proclividad a fundirse originariamente con la música como dimensión consustancial (como lo indica su nombre derivado de melos y drama: originariamente drama con fondo musical) y ante todo, la exacerbación de las pasiones que arrebatan inadvertidas, que sojuzgan sin darse cuenta ni poder evitarlo y acabarán aniquilando al personaje que padece esos ciegos e indomables impulsos denominados ¿demonizados? pasiones.
La sexoinmersión irreversible filma a la diabla, un poco al desgreñado ahí se va, pero con terca y a veces notable eficacia, gracias a la punzante turbiedad del tema enfocado desde un lirismo sordo más que sórdido, la puntual capacidad de observación de los ambientes, la prodigiosa expresividad del imponente actor Maritaud, la caracterización diríase mimética de los intérpretes desglamourizados a rabiar, una fotografía de Jacques Girault en tonos ocres o blancuzcos en los superelípticos parpadeos estroboscópicos, la música de Romain Trouillet que alía una parca sonoridad espectral diríase aleatoria con la alegría desbordada de canciones y hasta un envolvente Nocturno de Chopin, y esa edición de Elif Uluengin capaz de unificar donde contrastan los planos cerradísimos de cómplice acción grupal semimafiosa con los dulces planos abiertos elegantísimos, que servirán de marco a la desgarradora búsqueda desesperada de amor y afecto o al autopropuesto abrazo al viejo para pasar la noche otorgando un cariño más satisfactorio que los favores o las fantasías sexuales.
Y la sexoinmersión irreversible adquiere la apariencia de un encadenamiento fatal e irremediable, lo contrario de una suma de acontecimientos gratuitos o fortuitos, en virtud de la conclusiva victoria de un Llamado de la Selva que asalta al héroe por fin limpio y consciente ante el ventanal del aeropuerto a punto de abordar su avión hacia la redención asistida, para correr sin zumba hacia su antiguo lugar en el bosque y exponerse, envuelto en chamarra flamante, acurrucado en la posición fetal de un nuevo nacimiento, bajo la cálida libertad de los rayos de un sol por primera vez acariciante.
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